¿Qué países son los que más carne consumen?

El incremento del consumo de carne en un país está relacionado directamente a su crecimiento económico. Los países más ricos, son los más “carnívoros”.

Acá podemos ver una infografía que representa los países más y menos consumidores.

Para ver un listado completo del consumo de carne por país hacé click aquí.

Vía: Good


Stephen Hawking, Carl Sagan y Arthur C. Clarke debaten sobre el universo (Video)

Tres de los más grandes pensadores contemporáneos Stephen Hawking, Carl Sagan y Arthur C. Clark y una charla imperdible sobre Dios y el universo.

Imperdible.

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DIscutiendo sobre Dios

"El Valle de la Luna y otros silencios" por Alicia Jurado

Alicia Jurado nació el 22 de mayo de 1922 en Buenos Aires.

Cursó el Doctorado de Ciencias Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Fue colaboradora de la revista Sur, de La Nación y La Prensa.

Obtuvo el Primer Premio Municipal de Novela y de Ensayo; Primer Premio Nacional de Ensayo; Premio Interamericano Alberdi-Sarmiento.

Fue parte del Directorio del Fondo Nacional de las Artes y presidenta del P.E.N. Club Internacional.

Obtuvo de la John Simon Guggenheim Foundation y Fulbright.

Presidió la Comisión de Cultura de la Asociación Argentina de la Cultura Inglesa.

Es Miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Real Academia española.

Es autora de novelas, cuentos biografías memorias y traducciones.

Tuvo dos hijos, ama la cultura, el arte, la música , la naturaleza, el campo y su patria, la Argentina.

Viajó incansablemente y escribió innumerables cuadernos de viaje donde describe lugares, la flora, culturas y costumbres a través de la palabra, con la fuerza de la imagen visual.

Vive en Buenos Aires y está casada con Marcos Sastre.

Una reunión de mas de doscientas personas es, sin duda, poco propicia para el silencio; la que se llamó, acaso un poco extensamente, Primera Reunión Nacional para la Experiencia Piloto de Desarrollo Cultural en La Rioja, no difería otras en ese aspecto; la organizó la Subsecretaría de Cultura de la Nación y fue interesante y fructífera pero, como era de esperarse, se habló en ella sin cesar. Sin embargo, tengo que agradecerle la oportunidad de gozar de silencios admirables en tres provincias del país: San Juan, La Rioja y Catamarca.

Tal vez fui al Valle de la Luna porque me sedujo su nombre; porque este año, querámoslo o no, la luna anda dando vueltas por la imaginación de todos. Aunque tiene acceso por La Rioja, ha pasado a la jurisdicción de San Juan después de lo que habrá sido, supongo, una ardua cuestión de límites, ya que el examen a que fuimos sometidos en el puesto policial daba la impresión de un cruce de fronteras al llegar a un país extranjero y más bien hostil. El viaje había durado varias horas y lo agravaron la incomodidad del vehículo y el número excesivo de sus ocupantes. Pasando Patquía el camino se vuelve cada vez peor y el paisaje, árido siempre, acentúa su carácter desértico. La vegetación-ese monte xerófito nuestro, heroico y sin gracia, que nos cubre casi todo el país con sus arbolitos raquíticos-empieza a ralear y a ser sustituida por una especie de estremecedora belleza mineral.

Dejamos atrás el algarrobo, el más corpulento y grácil de la flora; la brea y el chañar de troncos verdes; la pelada retama, la jarilla tiesa y olorosa a resina; el quebracho blanco, como un sauce rígido que se hubiese olvidado del agua. Dejamos atrás hasta el cardón y ya casi no nos va quedando sino el viento y la arena. Un paredón de arenisca roja, profundamente surcado, tiende un espectacular telón de fondo para unos extraños cerros de formas romas y color grisáceo, que parecen gigantescos paquidermos yacentes.

La casa donde buscamos un guía, porque las huellas son inciertas y el suelo móvil y arenoso podría paralizar el automóvil, tiene algo de alucinante: es como si hubiese brotado de la tierra al conjuro de alguna brujería. Las paredes son de algarrobo y barro; de algarrobo las vigas, los horcones que sostienen el techo y el alero, el cerco de troncos que rodea el rancho; todo colocado allí tal como fuera cortado, sin trabajar, con sus formas naturales y retorcidas. El techo de ramitas de pus-pus, está cubierto de barro: el bebedero para los animales y las bateas para lavar son troncos ahuecados; las rústicas sillas que nos ofrecen, de una primitivez enternecedora, son de madera y cuero, con un arco ojival por respaldo.

Dentro del rancho, en una de las columnas naturales, está colgada a manera de decoración la tapa de una lata de dulce La Gioconda y me quedo mirándola, absorta al contemplar en aquel confín de la civilización un rostro de Leonardo.

Nos lanzamos hacia la aventura entre los grandes trozos de mica que brillan como espejuelos esparcidos en derredor. Solo entonces comienza la verdadera soledad y ese paisaje que se ha calificado como lunar, con sus montículos de color gris verdoso y su aspecto de virginidad gris trágica, de no haber sido amado por hombre alguno. La erosión del viento ha trabajado las rocas blandas hasta labrar formas sorprendentes, como las del valle Encantado en Neuquén o, en su escala mucho mayor, las de los parques nacionales de Arizona y de Utah en los Estados Unidos. Una parece un pájaro, otra una esfinge, una tercera se alza como una columna solitaria, coronada por un capitel que nada sostiene, como si fuese el último vestigio de un templo desaparecido.

No hay una gota de agua; el único cauce que hemos cruzado es un río de sal, una cinta blanca que se retuerce como una espectral serpiente maléfica, acentuando la desolación del desierto. Unas pocas matas verdes llamadas planta del huanaco, sobreviven como por milagro en aquel yermo: no se ven animales ni pájaros, pero nuestro guía asegura que por allí pasan guanacos y que los persigue el león.

Después de almorzar me aparté un poco para percibir el silencio. ¿Cómo describirlo? No se parecía a ningún otro. Era el silencio del mundo antes de que fuese creada la vida: un mundo geológico, áspero y puro, que no ha conocido aún el grito del animal herido, el aullido de terror, el bramido de la fiera en celo, pero que de alguna manera atroz los presiente. Y sin embargo es un importante yacimiento de fósiles que atestiguan la presencia pretérita de helechos y megaterios.

En contraste con este paisaje sobrecogedor estaba el de Aschá, una finca cerca de Aimogasta donde fuimos a pasar unos días cuatro rezagados de la reunión cultural, después de concluida ésta. El dueño de casa, Julián Cáceres Freyre, nos va llevando de pueblo en pueblo para que conozcamos a la gente del lugar y nos convidan con tortilla de harina cocida en las brasas y vino patero que, como su nombre lo indica, está hecho con uvas pisadas en lagares primitivos. Las tejedoras nos muestran sus mantas de colores vivos, sus matras y peleros de gruesa lana.

A mí todo me fascina: el catre de algarrobo y tientos, los morteros de piedra donde pisan el maíz para el locro, las grandes tinajas de barro que servían en otros tiempos para guardar ese vino riojano perfumado y trepador, que es una versión criolla del néctar de los dioses. Pero nada más encantador que la gente misma, con su pausado hablar apoyado en las primeras sílabas y esas maneras sobrias, recatadas y dignas del hombre de tierra adentro a quien todavía no ha contaminado la marea inmigratoria. Todas las mantas de la finca están hechas por estas mujeres hábiles y pacientes que hilan, tiñen y tejen su lana; recuerdo una bellísima , a rayas de colores violeta, naranja, blanco y negro y otra con los castaños y blancos de la lana natural, realzados de vez en cuando por unas hebras verdes.

En Aschá nos recibe la fingida primavera de los almendros en flor. Hace mucho frío pero el sol es dulce y el cielo azul; si no fuese por el zonda, que nos castigó la víspera con su azote de arena, envolviéndonos en remolinos tan densos que el automóvil debía detenerse de vez en cuando, el panorama desde la altura tendría una nitidez total. Rodean la casa mil plantas de nogal, ahora sin hojas, cuyas ramificaciones muy divergentes son un laberinto donde, al caer la noche, quedan atrapadas las estrellas. En la casa hay un fuego de troncos y una cocinera criolla que nos prepara locro y chanfaina, corderos asados, ensaladas de deliciosos berros recogidos en el arroyo y unas infusiones de yuyos de eufónicos nombres: inca-yuyo, hierbabuena, cedrón, hierba larga.

Pero es afuera, subiendo sola por la quebrada a la hora de la siesta invernal, donde hallo el segundo de mis silencios, delicadamente subrayado por cantos de pájaros y el rumor del agua que fluye entre los berros. Siento un placer inmenso al volver a la soledad y tocar las cosas misteriosas del mundo que nos hemos creado: la piedra, la corteza, la tierra, el pétalo; su aspereza o su tersura, su humedad o su tibieza. No se que afán de reconocimiento-tal vez de incorporación a mi pequeño universo tan limitado, al que quisiera ensanchar y enriquecer-me lleva a esa avidez de contacto con las cosas y el escalofrío de la piel junto al granito es tan revelador como la dulzura de una flor de durazno recién abierta, entibiada por el sol, contra mis labios. Quiero acariciarlo todo: los líquenes anaranjados que salpican las piedras, las verdes hojas del molle, el agua glacial, los troncos lisos de los nogales que repiten su blancura desnuda por la quebrada. ¿Qué estoy acariciando, me pregunto, con este amor no devuelto que derramo sobre el mundo? Y de pronto comprendo que estoy acariciando a mi patria: no la Rioja, no la Argentina, sino el campo. Tanto tiempo sin ella y la redescubro aquí, en los confines del país, siempre nueva y antigua y mía, cada vez con un rostro diferente. El de hoy tiene cardones trepados a las cuestas y balidos de ovejitas negras que bajan a beber; hace frío, pero el sol ayuda a sobrellevar la brisa y el aire es tan seco que da gusto oír correr el agua de la acequia, invisible detrás del matorral. Entre tantos rostros inolvidables de esta patria mía, dispersa por el mundo, el de Aschá quedará en mi memoria como uno de los más gratos; me lo llevo para siempre o para el tiempo en que la memoria dure.

Vueltos a La Rioja, me despedí de mis amigos y seguí viaje sola hasta Catamarca; veo salir el sol por el valle, entre las formas azules del Ancasti y el Ambato, y los lapachos floridos de la plaza, tan verde y alegre, me consuelan de aquellas leguas de monte polvoriento.

Catamarca tiene encantos insospechados: despertarse con las campanas de San Francisco y el coro de los gallos me parece maravillosos en una ciudad; no lo es menos encontrar en pleno centro dos casa antiguas construidas en esquinas sin ochava, con un poste de madera en el vértice contra el cual se cierran las puertas formando un ángulo de noventa grados. Una puede entretenerse buscando imágenes antiguas en las iglesias, aunque halle pocas, y admirar la pequeña Virgen del Valle en su alto camarín (tratando de olvidar el oropel charro y los ex-votos de plata que tapizan las paredes) y caminar por el museo en repetidas hileras de vasijas calchaquíes. También puede, desde luego, distraerse interminablemente en tiendas de tejidos regionales comprando ponchos de alpaca, puyos de llama, cubrecamas y alforjas bordadas, fajas y matras. Y puede, teniendo entre las manos la levedad de pluma de una chalina o un poncho de vicuña, maldecir la desidia de quienes no toman medidas urgentísimas para hacer cumplir las leyes de protección a este animalito delicioso, encanto de nuestra fauna andina, que corre peligro de ser extinguido porque para obtener su lana se le da muerte. La caza ya está prohibida, pero es absurdo suponer que sea posible vigilarla en vastas extensiones deshabitadas; la única medida eficaz sería prohibir cuanto antes la comercialización de la lana; en una palabra, la venta de artículos de vicuña. Tendríamos que privarnos de los tejidos más hermosos del mundo, pero creo que no es un precio demasiado alto para salvar una especie.

El tercero de mis silencios fue en Las Tres Marías, la finca del señor Gaspar Guzmán. Queda en los cerros de Las Juntas, punto de confluencia de tres ríos de montaña y allí me fui en el largo viaje matutino de un colectivo lento y atestado; llevaba una carta para el capataz con la recomendación de que me diese algo de comer, ya que en esa población no hay hostería.

La familia de don Andrés Olmos vive en un rancho de adobe y paja, bastándose a si misma como en los tiempos bíblicos: las mujeres tejen las prendas de la casa, los varones trenzan tientos. Rosa me enseña su frazada que crece en el telar rústico, naranja con dibujos verde vivo y luego me agasajan con locro, sopa y pollo, seguidos de dulce de membrillo casero. El camino ha sido pintoresco, bastante arbolado, pero los cerros están pelados casi, con pastos duros y alguna planta de churqui, piquillín o carqueja; a lo lejos parecen recubiertos de un suave terciopelo, cuyo tono está entre el castaño y el verde, opaco bajo el nublado. Pasa una bandada de catitas, otra de palomas pequeñas; varios hombre, acompañados por perros, arrean una majada de cabras. El efecto es de pureza y desolación, pero hechas a la medida humana y no casi cósmicas, como en el Valle de la Luna. El silencio es profundo pero no hostil: es la soledad del hombre cuando se halla solo, no de la soledad en donde nunca hubo hombres. Abajo corre un río y en sus orillas crecen álamos, algún frutal, grandes sauces llorones, que se empiezan a teñir de una suave bruma precursora del follaje.

Sé que allí hay inmensos pedrones que interceptan el agua y que ésta rumorea formando remansos y cascadas y peina las algas verdes que se aferran a las rocas; sé que el ruido de las acequias entre los frutales, mas manso y continuo, tiene un susurro lánguido al correr por la tierra rojiza. Pero nada de esto llega a los cerros. Allí están el viento que sacude las matas de pasto, el pájaro solitario que se destaca sobre el cielo gris, el aire enrarecido y delicioso y ese silencio exterior que tiene un eco en el silencio del alma.

Me llevo todo esto al fragor de Buenos Aires como un antídoto luminoso; lo guardaré para protegerme de tanto ruido inútil, de tanta estridencia cruel y de tanto sonido innoble que me acecharán desde la calle, las radios portátiles, la música funcional del supermercado, el televisor ajeno. Silencio sobrecogedor, silencio tierno, silencio esperanzado. Menos mal que el país todavía es grande y tenemos muchas leguas para ir a buscarlo.

Más opiniones sobre la nueva Ley de Radiodifusión


Comparto con uds dos artículos de Jorge Muracciole y Ricardo Forster sobre el proyecto para la Nueva Ley de Radiodifusión.

Memoria social y ley de medios

La historia contemporánea es rica en diversidad de proyectos que supieron conectar con las necesidades de las grandes mayorías en un momento histórico. En general, estos proyectos dieron a luz o comenzaron a gestarse ante una profunda crisis de hegemonía de los sectores dominantes y una deslegitimación ideológica del ideario que disciplinaba a los más diversos sectores subalternos en cada sociedad.

Diciembre de 2001 en el caso argentino fue una oportunidad histórica para la gestación de un proyecto que tuviera en cuenta a las grandes mayorías perjudicadas por el integrismo neoliberal instalado por décadas. La crisis de la convertibilidad como modelo de país estalló, y demostró el flagrante desatino de pensar una sociedad donde su reproducción social esté ligada a la destrucción de las fuerzas productivas. La alucinación de un país “moderno”, como un país sin chimeneas, fue un despropósito fundante que expulsó a millones de argentinos de sus puestos de trabajo, con el discurso privatista como bandera. La venta de las joyas de la abuela y de las empresas estratégicas en materia de energía, recursos naturales, transportes y comunicaciones, permitieron perpetuar por casi una década una fantasía económica, naturalizada en el imaginario de grandes sectores de las capas medias, que disfrutaron de esos servicios a precio dólar en el famoso uno a uno.

Luego lo tristemente conocido, las rebajas salariales, el congelamiento de los haberes jubilatorios, el crecimiento exponencial de la desocupación y un país hiperdependiente a los avatares de las crisis financieras recurrentes, que llevaron a un cuello de botella que terminó con el corralón, el corralito y sus consecuencias económicas, sociales y políticas. La única virtud que tuvo la crisis fue su carácter transversal; la extensión de los afectados fue tan amplia, que dio origen a un nivel de novilización en el verano del 2001- 2002 impensado tan sólo un año antes. Todos deberíamos recordar la debacle de la convertibilidad para definir con más claridad qué proyecto de país es el que queremos.

En la crisis del 2001 se expresó el hartazgo de millones de argentinos a una década de especulación, negociados y exclusión. Fueron días de bronca e impotencia, momento en que se hablaba de déficit cero, y el riesgo país. Mientras tanto el futuro de todos se decidía en cada viaje que el superministro Domingo Cavallo realizaba a Washington o Nueva York. La convertibilidad escondía una profunda devaluación social, que nos sumergía en un uno a uno perpetuo de atomización.

El 19 de diciembre vimos a través de las pantallas de la realidad televisiva, decenas de saqueos a supermercados del Gran Buenos Aires. Todo se encaminaba hacia el discurso legitimador del estado de sitio, del gobierno de De la Rúa, pero el sonido atronador de las cacerolas inundó de humanidad las principales arterias porteñas y dio –esa noche– lugar a lo imprevisible. Luego de la caída del gobierno de la Alianza, la crisis política no daba respiro y se sucedían los presidentes semana a semana. El “que se vayan todos” fue la consigna durante todo el verano y pese a los malos augurios de los gurúes del neoliberalismo que pronosticaban un dólar a 15 pesos, se llegó a las elecciones del 2003, con los partidos tradicionales profundamente debilitados y fragmentados. A tal punto que con un 23% de los sufragios, el espanto al pasado de la inmensa mayoría de la sociedad hizo imposible un ballottage al pasado menemista.

Ese sentido común, saturado de neoliberalismo, fue la argamasa social que posibilitó el proceso abierto en el 2003, y que instaló en la escena nacional al kirchnerismo, con la profunda debilidad de ser tan sólo una ínfima fracción de uno de los partidos tradicionalmente mayoritarios.
El concepto de transversalidad y la apuesta a una Argentina progresista, plural y con memoria del pasado, fue la que permitió retomar la tarea pendiente en materia de derechos humanos e intentar navegar, durante los primeros cuatro años del gobierno k, en un mar de intereses contradictorios que el viento de cola en materia de demanda internacional de productos primarios permitió un trayecto con escasas turbulencias. Pero la historia volvió a mostrar su naturaleza paradojal, y las razones por las cuales fue posible el desarrollo del proyecto k, fueron las mismas causas que afectaron el interior de su bloque social que le daba sustento. Las perspectivas de crecimientos sin límites de los precios de la oleaginosa estrella –la soja– fue el detonante de una puja –meses antes– impensada. Y se constituyó de tal forma que al modificarse alteró toda la ecuación social del gobierno kirchnerista.

Hoy, a año y medio de dicho punto de inflexión nos encontramos ante la necesidad de debatir, ante la ruptura de ese bloque, cuál es el proyecto de país que queremos la mayoría de los argentinos. Y esa batalla no puede darse con la profunda asimetría existente en materia comunicacional, heredada de la Argentina dictatorial y preservada por veinte años de democracia formal, de ese consenso ecuménico, entre el stablishment y los partidos mayoritarios, de alternancia parlamentaria para no cambiar las profundas raíces de iniquidad de las estructuras económicas y sociales, que perpetúan la desigualdad entre los grupos económicos y la inmensa mayoría de los que viven de su trabajo.

De ahí que la batalla por la democratización que se sintetiza en la nueva ley de medios audiovisuales, que se debatirá en el Parlamento, y de las modificaciones en lo concerniente a la desmonopolización y distribución entre las fuerzas de la sociedad civil como cooperativas, sindicatos y universidades, de la posesión de los medios de comunicación de masas, sea la madre de todas las batallas.

Poder debatir en igualdad de condiciones implica que los medios de comunicación –herramienta fundamental para dotar de sentido los hechos de la realidad cotidiana tanto en materia económica, política y social– tendrán que dejar de estar en manos de grandes grupos monopólicos que representan intereses económicos y sociales infinitamente minoritarios.

Jorge Muracciole
Sociólogo docente Fac. de C. Sociales UBA

El carrusel argentino y el debate por la ley de medios

El carrusel argentino sigue dando vueltas y, cada tanto, se detiene esperando que quien tuvo la suerte de sacar la sortija la devuelva para que siga girando y girando mientras los que van dentro buscan afanosamente hacerse con el premio. El 28 de junio eran muchas, diversas, pero fácilmente reconocibles las voces que expresaban su certeza de ser los tocadas, ahora sí, por la magia de la calesita y de su sortija. Se anunciaba a viva voz que aquello inaugurado en mayo del 2003 se cerraba inexorablemente, que los tiempos estaban cumplidos y que desde ese día poselectoral se trataría, casi exclusivamente, de preparar todo para una transición ordenada hacia el 2011.

Mientras esa alianza variopinta y algo impresentable comenzaba a disputar quién se quedaba con el premio; mientras los “periodistas independientes”, esos que siempre hacen fe de objetividad informativa y de virtuosismo republicano, pero que nunca se atreven a poner en discusión la estructura de poder que se esconde en el entramado corporativo-monopólico de las empresas mediáticas que contratan sus servicios, nos explicaban de mil maneras la felicidad que sentían por el fin del kirchnerismo; mientras los dueños de la tierra volvían a disfrutar de un déjà vu que los depositaba en la Argentina del Primer Centenario y no dejaban de mostrarse como los emergentes victoriosos de unas elecciones a las que ellos contribuyeron con su mística campestre y su vocación patriótica; mientras otras corporaciones económicas, en especial las que reúnen a los grandes empresarios, se sentían nuevamente habilitados para descargar toda la batería de su ideología neoliberal.

Mientras muchas de estas cosas sucedían, lo que imprevistamente aconteció fue, de nuevo, el horror de los horrores: el gobierno de Cristina Fernández, lejos de mostrar las inequívocas señales de la retirada, ordenada o desordenada, prolija o desprolija, en el 2011 o antes, regresó sobre su incuestionable vocación de actuar políticamente, de tomar el toro por las astas, y se dedicó, para desconcierto de todos esos anticipados ganadores del premio mayor, a colocar en el corazón de la vida argentina una serie de notables medidas que no han dejado de sacudir y de conmover el escenario contemporáneo.

Inició ese itinerario sorprendente con la decisión de viajar a Honduras en apoyo al gobierno democrático de Zelaya (y no dejaría de asumir un rol protagónico en las semanas sucesivas y en el memorable debate que la Unasur llevó a cabo en Bariloche para discutir el asentamiento de nuevas bases militares norteamericanas en Colombia); continuó con el diálogo político al mismo tiempo que lograba por amplia mayoría prorrogar los poderes especiales.

En el ínterin, todos aquellos que iban en el carrusel comenzaron a mirarse entre espantados, sorprendidos y confundidos. ¿Qué estaba pasando? Acaso no habían ganado las elecciones, acaso no estaba decretado el certificado de defunción de un gobierno populista y confrontativo.

Mareados contemplaron, ahora sí sin red de contención, de qué modo el fútbol, núcleo clave de la cultura cotidiana de los argentinos, ya no sería el objeto de un negocio espectacular de la corporación mediática, sino que sería distribuido democráticamente por la televisión pública a todos los hogares del país.

Casi como al descuido, y viniendo de otro poder, la Corte Suprema se despachó con la legalización del consumo personal e íntimo de la marihuana y otras yerbas, acercándose a un viejo reclamo del propio Poder Ejecutivo y logrando espantar, como era lógico, a la caterva conservadora-ultramontana que salió a manifestar su oposición absoluta y a denunciar la complicidad de los jueces de la Corte con el narco.

Todas las alarmas se encendieron pero la confusión era completa, asfixiante. No podían ponerse de acuerdo, todos hablaban a la vez y no lograban consolidar nada en común. Reutemann, el candidato soñado desde las entrañas del consevadurismo duhaldista, entraba, de nuevo, en su laberinto inextricable y oscuro; Macri tenía que deshacerse, por el efecto de una amplia movilización de diversos sectores sociales, políticos y derechos humanos, del “Fino” Palacios mientras De Narváez ensayaba, con su escaso vocabulario político y sus frases minúsculas, la defensa de la libertad de expresión ante la avanzada, ¡cuidado!, del chavismo; el Grupo Clarín profundizaba su metamorfosis hasta ofrecerse, a la opinión pública, como una desesperada empresa en vías de perder sus extraordinarios privilegios y sus fabulosas ganancias; Grondona y Morales Solá, desde las páginas de La Nación, emitían amargas quejas ante tanta ineptitud opositora y el empresario Daniel Vila vomitaba todo su odio y su resentimiento.

Pero el fútbol estaba anticipando aquello que hoy conmueve profundamente a todos aquellos que desde los albores de la recuperación democrática vienen bregando por una nueva ley de radiodifusión. Lo que venía siendo eternamente postergado, lo que encallaba ante la presión y el chantaje de la corporación mediática, aquello que nos recordaba, como si fuera un insulto, que entre nosotros persistía todavía la dictadura, encontró, desde el Poder Ejecutivo, pero en consonancia con años de acción militante de infinidad de organizaciones y personalidades que lucharon por la democratización de la comunicación, el camino, ahora sí, hacia el Congreso de la Nación.

La entrada, la semana pasada, del proyecto de ley de servicios audiovisuales supone, estimado lector, un acontecimiento histórico de enorme magnitud y no sólo por su relevancia en la esfera de la comunicación y la información, sino porque habilita un extraordinario debate que atraviesa de lado a lado la vida de los argentinos. Todo se está y se seguirá discutiendo: la significación de los lenguajes audiovisuales en la trama de nuestra cotidianidad; la relación entre democracia y corporaciones económicas; lo público y lo privado, el mercado y la cultura; el poder y sus modalidades; la libertad de expresión, los monopolios y el rol de las empresas mediáticas; los distintos modos de la distribución tanto de la riqueza material como de la cultural-simbólica. Algo de inusual importancia se ha liberado en el presente nacional; algo que supone abrir los múltiples tonos de un debate fundacional y decisivo.

No se trata, entonces, de un problema entre el Gobierno y el Grupo Clarín. Se trata de algo mucho más sustancial y decisivo, se trata de la democracia, de su calidad, de su diversidad y de su multiplicidad. Se trata de abrir espacios para que aquellos que no suelen tenerlos puedan manifestarse. Voces y más voces para ampliar la democracia y la participación. Pero se trata, también, de enfrentar la naturalización neoliberal que nos hizo creer que el mundo de la comunicación y de la información se correspondía con la única forma viable en la época del capitalismo especulativo-financiero: el mercado y sus leyes, el mercado y sus beneficios. Este giro inesperado supone abrir las compuertas para liberar los lenguajes de la comunicación de su encorsetamiento privatista y rentabilístico; supone buscar otros vínculos entre lo público y lo privado.

Lejos entonces de la pasividad y mucho más lejos de aceptar que su hora ya está cumplida, el Gobierno ha doblado la apuesta y ha colocado en el corazón de la democracia argentina la posibilidad de recrearla en un sentido más genuino y decisivo liberándola del peso asfixiante que todavía significa la persistencia de una ley heredada de la noche dictatorial. Nada más y nada menos. Y mientras tanto el desconcierto reina entre los que creían haberse sacado la sortija.

Ricardo Forster

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