Optimismo, s. Doctrina o creencia de que todo es hermoso, inclusive lo que es feo; todo es bueno, especialmente lo malo; y todo está bien dentro de lo que está mal. Es sostenida con la mayor tenacidad por los más acostumbrados a una suerte adversa. La forma más aceptable de exponerla es con una mueca que simula una sonrisa. Siendo una fe ciega, no percibe la luz de la refutación. Enfermedad intelectual, no cede a ningún tratamiento, salvo la muerte. Es hereditaria, pero afortunadamente no es contagiosa.
Optimista, s. Partidario de la doctrina de que lo negro es blanco.
En cierta oportunidad un pesimista pidió auxilio a Dios. Ah –dijo Dios–, tú quieres que yo te devuelva la esperanza, la alegría.
–No –replicó el pesimista–. Me bastaría si crearas algo que las justificara.
–El mundo ya está todo creado –repuso Dios–, pero te olvidas de algo: la mortalidad del optimista.
Cuando me desperté el reloj marcaba las ocho en punto. Le hablé a Susy enunciando alguna de mis nuevas ideas matutinas y noté la ausencia de su cuerpo en la cama. Entré en pánico. Me vestí y salí corriendo a lo de Rulo para desayunar. Me extrañaba haberme dormido y que Susy no me despertara. Cuando enfilé por Sucre hacia Astilleros escuché un raro sonido que parecía provenir de la calle Pampa. Vi mucha gente. Algo así como una gran manifestación de adolescentes caminando hacia un espectáculo de rock. A medida que me acercaba la imagen se hacía más kafkiana. Eran filas de niños que caminaban en silencio.
En realidad tuve la impresión de que el silencio era total. No había casi adultos –o por lo menos no había gente de estatura normal–. Esa inmensa caravana en silencio estaba integrada por niños que no superaban los 80 cm de altura. Imposible evaluar la edad, y cuando creí divisar algún adulto no sobrepasaba nunca el metro.
El caminar de los chicos producía un extraño sonido musical. Digo –el arrastrar unísono de los pies de los niños sobre la calle–, producía una melodía. Una extraña melodía. Lo que más me llamaba la atención era la extraordinaria disciplina de los niños. Marchaban en filas de tres. Un metro de distancia entre las filas.
La larga caravana era extensísima. De dónde vendrán me preguntaba. Cuando comencé a mirar a los niños creí que estaba alucinando. Todos tenían un color cetrino y una remera con un número y una letra que los identificaba.
La cara de uno de ellos no tenía ojos –venía tomado de la mano de otros dos niños que lo acompañaban–. Los globos oculares, o lo que quedaba de los globos oculares, estaban llenos de gusanos que salían de sus órbitas. Observé con detenimiento y horror que uno de los niños que lo sostenía de la mano tomaba de sus órbitas alguno de los gusanos y los engullía. Comía los gusanos que salían de los ojos del niño ciego.
Tuve una arcada y después un vómito. El ruido de mi vómito parecía desentonar dentro de ese inmenso silencio. Me repuse y seguí observando, ahora de más lejos, mientras atravesábamos Figueroa Alcorta hacia la Costanera. Había una fila de niños con inmensas cabezas hidrocefálicas.
Sobre la piel de sus caras brotaban lombrices que los niños trataban de tragar cuando se acercaban a sus bocas. No reconocía a nadie. Quise gritar pero no podía. Tenía una mezcla de asco, repugnancia y pánico pero, para hablar francamente, no me producían piedad. Y eso me mortificaba. De algunos brazos y piernas de los niños salían pústulas que arrastraban sangre y pus. El espectáculo era dantesco. Comprendí que la ausencia de queja de esta inmensa muchedumbre infantil parecía producir mi falta de piedad. Al cruzar por Figueroa Alcorta comenzaron a sonar bocinazos porque la larga marcha de los niños alteraba el tránsito. Empecé a sentir odio hacia ellos pero no podía dejar de acompañarlos. Quería saber dónde iban. Cuál era el destino de la gran marcha.
Uno de los niños salió de la fila y comenzó a comer excremento de perros, tan abundantes en esa zona. Lo que más me asombraba era el espíritu comunitario que reinaba entre ellos. El que tenía los excrementos los repartía equitativamente dentro del grupo. Todos comían al unísono. Había hambre. Recordé haber leído que la Fundación Argentina contra la Anemia decía que el 50 por ciento de los niños en la provincia de Buenos Aires es anémico. Pensé si los excrementos de perro tendrían tal vez hierro suficiente para balancear la dieta.
La naturaleza es sabia. Problema de sobrevivencia.
¿Todos estos niños existían siempre? ¿Desde cuándo esto es así? ¿Lo sabíamos? Eran preguntas tontas. Esta situación es límite. Horrorosamente límite. Pero, ¿cómo habíamos llegado a esto? Poco a poco, pensé, porque cuando el horror se construye día a día se vuelve obvio y cotidiano. Los niños deformes se vuelven cotidianos.
Caminé unas ocho cuadras sin mirarlos. Al llegar a la Costanera observé que existía un grupo de gente que los organizaba. Eran todos de estatura normal. Me extrañó nuevamente la docilidad de los niños para reagruparse. Sobre la Costanera había cuatro grandes letreros que parecían orientar el destino último de los niños. Cada letrero tendría una longitud de cinco metros por cuatro de ancho. Cada letrero ordenaba de acuerdo a la patología. Las remeras de los niños también los identificaba en sus respectivos grupos.
“Anémicos”, “Hidrocefálicos”, “Raquitismo” y “HIV”, decían los grandes carteles. Cada grupo de niños se reagrupaba en su fila correspondiente. Parecían contentos de haber llegado a destino. Estaban extenuados. Unas largas mangueras de las que salían chorros de agua tibia intentaban limpiarlos de todas las secreciones, excrementos y pustulaciones.
Observé que, después de bañarlos, un sector de damas los alimentaba con un abundante plato de lentejas. A los anémicos les ofrecían una doble ración. Luego de la comida, los niños se volvían a agrupar y en silencio se arrojaban ordenadamente a las aguas del río. Ningún niño se negaba a hacerlo.
Todos parecían comprender el destino final. Me atrevería a decir que de alguno de ellos vi asomar una beatífica sonrisa. Me quedé toda la mañana. Había visto arrojarse cinco mil niños con absoluta disciplina. Lo que me asombraba era la obviedad. Algún grito destemplado: “¡Piqueteros hijos de puta! ¡Tírense todos, no jodan más!”, no parecía tener eco en la multitud. Cada tanto aplaudíamos alguna pirueta que algún niño realizaba al arrojarse al agua. A eso de las once se interrumpió la ceremonia para cantar el himno. Fue emocionante.
Los niños también cantaban sin dejar de arrojarse al agua. Me pareció divisar al Sr. Blumberg y a Longobardi unos metros atrás haciéndole una nota. El Sr. Blumberg estaba lleno de carpetas y Longobardi le preguntaba sobre su nueva marcha y Blumberg le contestaba que ya tenía 8 millones de firmas. Después no pude entender más. Porque me pareció que mis oídos comenzaban a zumbar y tuve miedo de desmayarme. Mientras caminaba de vuelta por Sucre pensé en Pastoriza, en los rojos y comencé a sollozar. La vida continúa y el campeonato comenzaba. Todo sigue su curso, decía uno de los personajes de Esperando a Godot.
Y yo comencé a olvidar. Había que seguir viviendo. Antes de llegar a casa pensé en dos palabras: complicidad civil. Pero no entendía el sentido ni su relación con la extraña jornada. Cosas de la vida pensé y abrí la puerta de mi bella mansión.
* Autor, actor y psicoterapeuta. Entre sus numerosas obras destacan El Señor Galíndez, Potestad, Telarañas y La muerte de Marguerite Duras.
Esta es una historia escrita sin ruido y con borratinta. Tiene silencio por todos lados y su crónica será, apenas, un artículo de costumbres, un vulgar recuadro para la página 62. Personajes con pasado enturbiado, rostros pétreos de canto rodado, incluidos en la historia pícara de la ciudad. Marcos, el viejo, tiene hoy un buen capital y un prontuario emblanquecido por cierta antigüedad en la vida decente. Hace años puso una joyería en Barrio Norte, cerca de la guita. De joven, cuando aún todo era deseo, amasó un aforismo que se hizo estilo, impronta, definición de conducta: no quiero que me den plata, quiero que me pongan cerca de la plata. Y en ese espacio vivió.
No tuvo tiempo para sorpresas esa radiante mañana estival cuando dos clientes se transformaron súbitamente en asaltantes. Lo obligaron a cerrar, lo llevaron a la trastienda, allí extendió Marcos sus mejores tesoros sobre una negra franela. Víctor, el buen mozo, y Vicente, el de cara patibularia, empezaron a cargar sin elección, como aprendices. Eso les dijo Marcos: aprendices. Con voz lenta, cascada, sin miedo, nombró a gente pesada, con pasaporte letal.
Mencionaba a esas leyendas del hampa con tono amistoso, pero se extendía una seca amenaza. Marcos les explicó que estaban llevando berreta, joyas seriadas, de valor mínimo. Miró a Víctor con lástima, le preguntó cuando les daría el “reduche”. Una moneda —dijo—; entonces ustedes valen eso, una moneda. Mudos, escucharon al viejo zorro. Abrió una gaveta, sacó alhajas de colección, las justipreció. Ya habían sido valuadas por el seguro en 70.000. El “reduche” les ofrecerá 10.000, dijo, valen 100.000, yo les doy ahora 30.000 y asunto terminado, concluyó mientras se movía sin temor, con las armas que ya apuntaban al piso, como inofensivos grifos de canilla.
Llamaba por teléfono a su hijo, con órdenes precisas. Sirvió cerveza, les recordó lo de sus amigos pesados, por las dudas. David, el hijo, llegó con la plata, nuevita, como recién planchada. Los nervios estaban del otro lado, Vicente dejó su pistola sobre una vitrina. Solícito, Marcos le preguntó si tenía hijos. “Lleve esta para su nenita”, y le entregó reloj berreta, uno de los de la franela negra. Despidió a David, que se fue con la joyas. Cerró su actuación: ahora me dan un buen culatazo, seco, que salga sangre. Y puso la cabeza.
En la perinola del mediodía, Víctor y Vicente habían ganado 15.000 por barba. Marcos, la urraca, 40.000. O algo menos, si se le deduce los seis pesos del reloj berreta.
“Esta ceremonia internacional es una prueba de que Neruda seguirá vivo, preso de su propia poesía, mientras exista la literatura, único territorio en el que no puede entrar la policía. Neruda sigue recordándonos, para no equivocarnos, que el poeta no es un Dios, y ni siquiera un pequeño dios. Creo que quien amasa y hornea pan o ladrillos o quien siembra son tan importantes como el poeta. Más aún: sin ellos, el poeta no existiría.”
(Del escritor ecuatoriano Jorge Adoum, íntimo amigo además de secretario privado de Pablo Neruda, al recibir la medalla conmemorativa del centenario del nacimiento del poeta otorgada por el gobierno chileno a intelectuales de 102 países.)
No es una pálida. Ya van varios post con quejas, puteadas y denuncias. En este caso, para los masoquistas que me pidieron que manden algo mío, aquí va un cuento que escribí hace unos años. El próximo post volveré con lo habitual. Por hoy, un descanso.
Saludos,
Hernán Pablo Nadal (Tao)
Nocturno Porteño
– I –
Tres horas había caminado por la noche porteña. Saliendo de su departamento de Corrientes y Esmeralda notó que la avenida ya no era como antes. Su antiguo esplendor transformado en una triste soledad.
Parejas saliendo de teatros, grupos de amigos comiendo en algún restaurante habían mutaron en vagabundos pidiendo limosna y cartoneros juntando en cada esquina papeles y cajas.
Sobre una de las paredes, un cartel medio despegado mostraba la sonrisa ensayada de aquel que antes pedía que lo sigan y ahora, a pesar de haber despedazado el país, insistía con que lo voten para su tercer período.
Ya no había marquesinas, ni luces, ni risas. Corrientes opaca y triste no hacía sino reflejar la desaparición de la alegría de la ciudad.
– Estamos matando a Buenos Aires – pensó, consolándose de compartir, al menos, sus sentimientos con la ciudad.
Después de tanto deambular sin rumbo fue a parar a ese bar. Nunca había estado allí, pero el cartel lo invitó a entrar: “Los mareados”, decía. Su tango preferido como nombre de un café.
Entró serenamente al lugar. Eligió una de las tantas mesas desocupadas y se sentó. Los murmullos de rigor y los acordes de una milonga saliendo de un viejo Winco.
Se acercó el mozo. Vestido de blanco, con un repasador colgado de su brazo, le preguntó que se iba a servir. Siempre que salía con ella tomaba lo mismo. Como no podía ser de otra manera, pidió una ginebra.
La mesa elegida daba cuenta del pasado. Sus anteriores visitantes habían dejado escritos sobre ella algunas declaraciones de amor, escudos de fútbol, símbolos políticos y hasta algún chiste.
Pocas mesas ocupadas, y un tipo que lo miraba sin mucho interés.
Sacó un paquete de cigarrillos, tomó el único que quedaba y lo encendió. Disfrutó cada una de las pitadas, que fue turnando con tragos a la ginebra que le habían servido. Pidió dos más. Aún con la cabeza perdida en alcohol no podía dejar de pensar en la charla con Pamela que había tenido esa tarde.
– Basta. No te quiero más. ¿No entendes? No me jodas. No te quiero volver a ver.
No.
No entendía. Miró su reloj. Las tres de la madrugada. Se dio cuenta que había estado sentado por más de dos horas. Metió la mano en el bolsillo y lo vació sobre la mesa. Unos billetes, un peine y un anillo.“Sobre tus mesas que nunca preguntan lloré una tarde el primer desengaño”. Cansado, dejó caer su cabeza contra la madera gastada. Cerró sus ojos y se durmió.
A pesar de la situación alcanzó a soñar algo.
El mozo lo despertó. Sólo recordó parte de un sueño: la cara de Pamela al momento de rechazarle el anillo de compromiso.
El bar cerraba y era él, el último en irse.
Estaba amaneciendo y le dolía la cabeza.
– II –
Paró en una farmacia a comprar aspirinas. Compró un paquete, masticó tres y guardó el resto. Siguió caminando. Ahora con un destino: la casa de Pamela
Sus pies pesaban y su frente le dolía. Metió las manos en los bolsillos de su gabán y siguió. Al pasar frente a una vidriera descubrió que el reflejo que su rostro no difería mucho del de los pordioseros de Corrientes.
Pensaba una y otra vez en lo que iba a decir. Imaginó mil respuestas frente a cada una de las posibles preguntas y reproches de Pamela. Ensayando conversaciones, llegó a la esquina de la casa y lo que vio lo detuvo.
Pamela estaba en la puerta, besándose con un hombre. No podía ver sus caras, pero estaba seguro que era ella. Lentamente, fue saliendo de su inmovilidad. Y caminó hacia ellos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para hacer notar su presencia, dejaron de besarse y se miraron.
Ella trató de hablar, pero el hombre se le adelantó. -¿Qué haces acá?- preguntó. Era Sebastián, su mejor amigo. El que lo llamaba hermano.
-¿Qué haces hijo de puta?- Contestó.
Todos callaron. Observó a Sebastián y Pamela tomados de la mano. Sintió ganas de vomitar. De su bolsillo sacó las aspirinas. Estiró el brazo y se las ofreció a Sebastián.
–Tomá gil, agarralas. Las vas a necesitar.
Cerró su campera y se fue cantando:
“los favores recibidos creo habértelos pagado
y si alguna deuda chica sin querer se me ha pasado
El viejo árbol todavía cobija a los pibes que se cuelgan de sus ramas. El pueblo no ha cambiado demasiado en estos años.
Sólo un algunas cabinas de teléfonos y un par de calles asfaltadas antes de la última elección.
Diez años que se llevaron la inocencia que tenía cuando partí.
Buenos Aires me cambió. Tal vez, lo suficiente como para sentirme perdido entre mis antiguos vecinos, quienes me miran y sonríen al pasar.
Entro a la Iglesia y busco al Padre Juan. Dos mujeres, vestidas de negro rezan desde el segundo banco. Nadie más. El silencio se rompe cuando veo un cura joven que me da la bienvenida y me cuenta que el sacerdote que buscaba murió hace dos antes. Me cuenta que él es de la capital y que conoció a mi padre, quien siempre hablaba de mí. Le pido si me puedo quedar un rato. Me arrodillo frente a esa Virgen de madera, que vio crecer mi cuerpo y mis ideas. A ella le pedí consuelo cuando tuve que partir. Frente a ella también había soñado miles de veces en casarme con María.
Pero nunca conseguí ninguna de las dos cosas.
Llego a casa. Me cuesta golpear la puerta. Esa que papá había construido con sus manos en su pequeño tallercito. Siempre me había sorprendido ver las cosas que podía hacer con madera. Mientras recuerdo, mi hermana aparece detrás de la puerta.
– Pasá, mamá te esta esperando-
Camino hasta la cocina y me emociono ver a esa vieja heladera, que no mantiene la puerta cerrada a menos que la sostengan con un secador de piso. Todavía está.
Mamá esta tirada en el sillón de pana verde. Me mira fijamente.
–Hola mamá –
– Hola, ¿Cómo andas negrito?
Me acerco y la abrazo. Los dos lloramos. -¿Qué hago, negro? ¿Qué hago?