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Autor: Hernan Pablo Nadal
Sobreviviendo huracanes de dolor.
Ante todo quisiera agradecer los cientos de mensajes que me enviaron por el fallecimiento de mi abuelo Pepe. No hay palabras que puedan dar cuenta del agradecimiento enorme para cada uno de los que se tomaron el tiempo de escribirme unas líneas cargadas de sentimiento y cariño.
Ya estoy de nuevo en el ruedo, haciendome mala sangre por las cosas que los medios me tiran en la cara: Los muertos de Katrina, los 892.258 muertos que van a votar en las próximas elecciones, los miles de pesos que se gasta nuestro gobierno en sus actos de campaña. Para peor, Racing perdió.
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El Gobierno porteño le compite a Google
Acá pueden buscar cada una de las parcelas de Buenos Aires y le aparece la foto de la parcela seleccionada con la información.
Adios Pepe
Hoy cuesta escribir, cuando todavía mis ojos están llenos de lágrimas y mi mente confundida por la ausencia definitiva del hombre más sabio e integro que conocí.
El hombre que me enseñó durante toda mi vida con su ejemplo como se debe vivir.
El que me enseñó que no había nada más importante en la vida que la dignidad. Que no habría suma en el mundo que pudiera comprarla.
El que sólo dos veces se enojó conmigo. La primera fue cuando siendo yo muy chico, junto con mis amigos arrancamos todas las ciruelas verdes de los ciruelos de la quinta que tenía la familia y rompimos algunas ramas. Me retó bastante y me contó la historia de su padre, mi bisabuelo, que había plantado el mismo esos árboles cuando ya mayor compró esas tierras. Los amigos de mi bisabuelo se rieron y le dijeron que para que trabajaba, que el nunca vería crecer esos árboles. El contestó que no importaba, que alguien los disfrutaría. Y así fue, los disfrutaron mi abuelo, mi papá y finalmente yo. Mi abuelo me explicó que yo no tenía derecho a hacerle perder a otros la posibilidad de disfrutarlos. Así, y de a poco, me hizo amar la naturaleza.
El segundo enojo de mi abuelo, fue cuando al pedirnos plata en la calle unos chicos pobres yo contesté: “Abuelo, no le des nada, son unos negros villeros”. El reto fue largo y con una charla de toda una tarde: “No sé de donde sacaste eso”, me dijo “pero esos pibes son como vos. Nunca más vuelvas a repetir esa boludez”. Así, y con su ejemplo, me enseñó que ningún hombre es mejor que otro por el dinero que tenga, la religión que profese o el color de su piel.
También me enseñó que no se puede decir “No me gusta”, sin probar antes. Que el éxito llega con el esfuerzo, y que no significa acumular cosas materiales.
Me enseñó que el amor “hasta que la muerte nos separe” es posible. Ver los ojos de mi abuelo y mi abuela mirándose, luego de estar más de 60 años juntos, supera cualquier escena romántica vista antes por mí.
Fue el primero en hablarme de política mediante cosas que hacía y que yo no entendí en su momento. Al tener yo 6 años, y en pleno inicio de guerra de Malvinas, íbamos con mi abuelo por la calle y nos encontramos unos vecinos gritando eufóricos por el ingreso de tropas argentinas a las islas. Mi abuelo, le dijo que estaban locos, que la guerra era siempre una mierda y que “Nos iban a cagar a patadas”. Los otros se enojaron y lo trataron de “antinacionalista”. Pasaron varios meses y muchos muertos, hasta que volvieron a hablarle. Lamentablemente mi abuelo tuvo razón. Así y con cientos de historias de decenas de ex combatientes republicanos de la guerra civil española que al llegar a Argentina paraban en la casa de su padre, intentaba explicarme que la violencia nunca es el camino.
De él nació mi interés en la literatura. A partir de las novelas de Julio Verne, o de Salgari que me regaló cuando yo recién aprendía a leer, hasta las charlas interminables que en “nuestra cenas de los jueves” teníamos hasta la madrugada, mientras mi abuela nos servía café y galletitas y nosotros filosofábamos y nos empachábamos de disfrute. De su mano conocí a Roberto Arlt, a Marechal, a Huxley, George Orwell, José Ingenieros y Arturo Jauretche entre otros.
A principio de este año y estando bien de salud, me sentó a su lado luego de uno de nuestros tradicionales almuerzos de domingo y me dice: “Yo estoy preparado. Mirá que linda familia tengo. Ya hice todo lo que se puede esperar de la vida. Soy un tipo feliz.” Yo extrañado lo miré y le dije “Dejate de joder, que no te vas a morir” El, como siempre se rió y me abrazó. Así, y con una sola frase, me enseñó que no tenía miedo de la muerte.
Luego del abrazo me dijo que él no buscaba morirse pero que pasaría tarde o temprano y preguntó “¿Vos sabes lo es lo peor de la vida?”. Y ante mi respetuoso silencio me dijo, “Vivir al pedo, pibe”.
Ya no puedo seguir escribiendo. Como dijo mi abuela mientras se despedía, “no es fácil resignarse a perder un hombre así”. Él que se alegró con cada uno de mis triunfos y me consoló en cada una de mis derrotas me enseñó a vivir. Ojalá pueda ser digno de sus enseñanzas.
Ayer, murió José Nadal.
Ayer, murió mi abuelo Pepe.
Otra Foto de Ubatuba
RACING 3 – ESTUDIANTES 1
De galera y penal
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Por la magia de Capria y tres penales, Racing le ganó bien a Estudiantes, sigue a uno de la punta y ahora espera más confiado la yapa: el domingo, Independiente.
Apareció él, justo él, para encender las llamas, para calentar el ambiente, para hinchar los corazones cuando el clásico que él supo jugar está ahí nomás. Apareció José Luis Calderón y pareció terminar con todo, con las ilusiones. Pero no contaban con la magia. Quedaba resto, quedaba polvo en la galera, un pase sensacional para Estévez, para otro foul, para otro penal, para otra definición de Capria desde los 12 pasos, para seguir arriba, para esperar mucho más calmo el nuevo cruce de vereda en Avellaneda, para dejar en claro que a los 35, más que correr, más que gritar, más que revolcarse para una ovación, vale el talento y el carisma de un crack con zurda mágica.
¿Por qué ganó Racing? Básicamente, porque se decidió a cambiar. Porque dejó atrás el papelón (no por el resultado, sí por el juego) que significó la derrota con Vélez y sin prender luces en exceso, al menos desparramó criterio para cuidar la pelota, para el toque corto. El toque distinto, dicho está, lo aportó Capria. No sólo por sus dos remates para transformar en goles las infracciones de Ortiz a Romero y de Cardozo al Pipa. También para calmar el temporal cuando la pelota no llegaba al destino final, para el toque corto o el largo, para bancarse casi solo todo el fútbol.
El 3-1 fue, en gran parte, mérito del enganche. No todo fue suyo. Aunque clave y goleador (con cuatro, dos de cabeza y dos de penal, es el top del equipo), Racing tuvo más que la zurda del Mago. El equipo jugó a otro ritmo, con otra intensidad, con otra dedicación. Le costó encontrar precisión, sobre todo en los últimos metros, pero tuvo la tolerancia necesaria como para no terminar cada intento en pelotazo. Hizo circular la bocha, aprovechó el ancho de la cancha con Romero (el ingreso de Grabinski le dio mayor seguridad para proyectarse), algo que Estudiantes no intentó a espaldas de los carrileros.
Con ese ida y vuelta del primer tiempo, más un vagón de piqueteros y las apariciones, a veces separadas por unos cuantos segundos, del Mago, Racing dominó el juego. Estudiantes casi no complicó en el primer tiempo. Pavone y Calderón corrieron mucho intentando bajar alguno de los tantos pelotazos, pero los del medio no acompañaron nunca. Llegó al gol del empate por esa indisciplina de un ex Independiente, por esa gestión del diablo que casi provoca una desazón, por una desatención defensiva. Ya no estaba Romero, reemplazado por Vitali en un cambio por lo menos llamativo (¿por qué no un volante?). Hubo desconcentraciones, temores, fallas, susurros, y Racing volvió en sí. Capria metió un pase sensacional, sentenció el 2-1 y antes de dejar el escenario, con la lengua afuera, en una nueva demostración de que los años no vienen solos sino con mucho fútbol, casi saca otro conejo, pero el centro de Vitali acabó. Sin él, apareció Estévez, más Corbatta que nunca, endemoniado y rápido, a pura gambeta, para enhebrar cada contra y soportar cada bochazo final. Le hicieron otro penal, el último, el tercero de la cuenta que, esta vez sí, no terminó en rojo. Sin Capria, definió Mirosevic, cuando de antemano la gente ya vivaba al chileno. Tanta fe, tanta fe. Y en un momento clásico, tan oportuno…
Que Katrina lo lleve
Por Jorge Guinzburg.
En general olvido lo hablado en sesión apenas salgo del consultorio. Sin embargo esa tarde, mientras me dirigía a cumplir con uno de los encuentros terapéuticos pautados para la semana, volvió a mi memoria cuando, en febrero de este año, expresaba mi enojo con Bush y con el gobierno de los Estados Unidos —el país que genera más de un tercio de la producción total de los gases de efecto invernadero— por su obstinación en ignorar el Protocolo de Kyoto o cualquier medida que, con el fin de evitar el recalentamiento global del planeta, pudiera poner algún límite al crecimiento de su industria.
Veía entonces a Bush como una especie de necio, conduciendo al suicidio a su pueblo y a la misma industria que decía defender. Algo así como un De la Rúa todopoderoso, al que los hados jamás iban a abandonar.
Sin embargo, esta semana lo abandonaron: el huracán Katrina arrasó Nueva Orleans y provocó diez mil muertos, convirtiendo la zona en un caos con saqueos, disturbios, cientos de miles de refugiados a la espera de algo para comer desde hace varios días y —lo que más le preocupa al presidente norteamericano— daños económicos por encima de los cien mil millones de dólares.
Según muchos entendidos, el cambio climático tuvo mucho que ver en la furia del huracán. El prestigioso Boston Globe en su editorial expresó: “El verdadero nombre de Katrina es calentamiento global”. Por su parte Kerry Emanuel, meteorólogo de Massachussets, destacó cuánto creció el poder destructivo de los huracanes en la última mitad del siglo: más de un 50%. Y la situación tiende a empeorar en intensidad y en frecuencia.
De todas maneras —dije a modo de puntapié inicial una vez ubicado en el diván— no estoy orgulloso con mi acierto en el vaticinio. Prefiero la toma de conciencia al castigo divino, el cambio de actitud al escarmiento.
Además, no nos engañemos, los que lo padecen son siempre los mismos. Ya sea en Haití, Africa o en Nueva Orleans, los más pobres, los negros, los sumergidos, los que no tienen ni fuerzas, ni recursos, ni salud como para salir sin ayuda, conforman la casi totalidad de las víctimas.
Quizás eso explica la lentitud en la respuesta del gobierno central o, peor aún, por qué no se hizo nada cuando cuatro años atrás, antes del 11 de setiembre del 2001, la Oficina Federal de Administración de Emergencias, al enumerar las tres catástrofes más probables en los Estados Unidos, mencionó un huracán en Nueva Orleans como la más trágica de las posibilidades.
A lo mejor —reflexionó mi terapeuta— Bush es de los que creen que la mejor manera de combatir la pobreza es acabar con los pobres.
No lo sé —respondí—. Sí sé que mientras el alcalde de Nueva Orleans, Ray Nagin, pedía ayuda al gobierno de la manera más gráfica —”Muevan sus culos y hagamos algo para solucionar el peor desastre de la historia de este país”— y el cineasta Michael Moore le enviaba una carta abierta al presidente preguntándole “¿dónde están los helicópteros?” —esperando la respuesta obvia que jamás llegaría: “en Irak”—, el periódico The Sun Herald, de Biloxi, Mississippi, consignaba cómo, mientras en los refugios la gente clamaba por ayuda, algunos periodistas habían visto en la zona norte a efectivos de la fuerza aérea norteamericana jugando al básquet.
De todas maneras, Bush, por fin, después de tantas críticas, llegó a la zona del desastre y aseguró: “Vamos a restaurar el orden en la ciudad”. Porque, como siempre, le preocupan más los disturbios que los miles de evacuados que, de sobrevivir, no saben cuándo podrán volver a sus casas. No es mala voluntad. Es que tan preocupado como está por una política de ataques preventivos, poco sabe de prevenir de otra manera.
Por eso, allí, en sesión, volví a pensar en De la Rúa y se me ocurrió que qué lindo sería ver un helicóptero posándose sobre la terraza de la Casa Blanca, George subiendo a él y, luego, ambos perdiéndose para siempre.
Montaña de Dignidad
¿Cuánto falta para el fin?
Una pregunta que me hacen
que no puedo responder,
que quisiera no escuchar.
Tantos años y enseñanzas,
Tanta vida y una montaña
de dignidad acumulada
que se resiste a partir.
Una compañera fiel
a través de décadas,
que con sus ojos cansados
firmemente cuida de él.
El fruto de su sangre
repartido entre varias almas,
que no saben ya,
como será seguir sin su ejemplo.
¿A quién rezar cuando no hay dioses?
¿Dónde se pone la esperanza,
cuando la esperanza es el fin?
Hernán Pablo Nadal
Agosto 2005