Norma Morandini.
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En la apacible Villa Allende, una ciudad-pueblo de Córdoba, los vecinos claman a las autoridades por el cierre del crematorio del lugar, donde se incineran residuos patógenos, y han contaminado la sangre del sesenta por ciento de los lugareños con el exaclorobenceno, un toxico hepático.
En una audiencia publica, con pruebas y argumentos, los vecinos del lugar desmontaron la lógica perversa entre los intereses privados y las necesidades de todos. De un lado, los contradictorios y burocráticos informes oficiales, del otro la organización vecinal que debió montar guardia para evitar que los residuos entren clandestinamente en la noche, a pesar de que el incinerador fue clausurado por un mes.
Un curso acelerado y didáctico para entender cómo se hicieron los negocios en la década del noventa, bendecidos la mayoría de las veces por las autoridades legislativas, sean los concejales de un pueblo o los legisladores de la Nación. A simple vista, el ejemplo de la villa cordobesa puede parecer mínimo si comparado con el reciente acuerdo nuclear con Australia por el que Argentina construirá un reactor pero los residuos nucleares regresarían a Argentina, en contra de lo que manda la Constitución.
Sin embargo, en los dos casos, las ignorancias sobre cuestiones químicas y técnicas, y sobre todo la falta de conciencia ambiental como expresión del subdesarrollo, facilitan la aprobación de proyectos a espaldas de la ciudadanía. Recién ahora, los vecinos cordobeses descubrieron el dislate de una ordenanza de 1992 en la que se lee: “cualquier residuo industrial venenoso y químico se que encontrare en la vía pública, debe llevarse al incinerador”.
La primera tentación es ironizar sobre la ignorancia legislativa, que por suerte, desconocían, también, los países que no saben qué hacer con sus residuos. Sin embargo, la permisividad de las autoridades cordobesas con los desechos en lugar de proteger la salud de sus pobladores funciona como una buena metáfora o advertencia sobre lo que la ciudadanía ya repudió, la prepotencia de los intereses privados sobre el bien público, o sea de todos.
Si esta fuera una premisa incorporada como cultura entre nuestros legisladores, no habría razón para discutir quien tiene razón, porque el bien de todos es la única razón que debiera guiar el trabajo de los que nos representan.