Nota de Opinión
En torno a la catástrofe acaecida días atrás en Haití y las desvastadoras consecuencias que trajo aparejadas, creo que la solidaridad mundana resulta eufemística ante la inacción de otros tiempos. El apoyo postergado, cuando la naturaleza atrona, es rectificar la desdeñosa martirización que se hizo secularmente sobre el pueblo haitiano.
El peor enemigo, bajo ningún concepto, es la muerte. ¿Quién reparó previamente sobre las tristes vidas hostigadas e inducidas por los gobiernos del mundo “civilizado” de cada uno de esos seres que habitaron el suelo de Haití, hoy sucumbido? ¿Quién pensó en los más de cien mil cuando eran algo más que un nombre en una lista fúnebre? ¿Quién hizo algo por esas vidas robadas por la hostilidad del sistema mundial?
Hoy, sólo puedo sentir a la solidaridad -obviamente no de todos, están esos pocos que se salvan de las garras del individualismo y el marketing personal- como una estrategia. Como darle una moneda en el semáforo al limpiavidrios porteño, cuando facturamos cientos de miles anuales y alimentamos un sistema excluyente y famélico de marginalidad y dominación.
Intento entender al hombre como es.
Cruel, real, humano.
Por suerte, algunos trascienden la barrera de la humanidad y se reconocen espíritus, libres, con el amor como único dogma y praxis.