Esos días oscuros, donde esperando una lluvia que no vino, y unos besos que se fueron entre lagrimas y penas entre sábanas de hospital.
Y de mi egoismo, que te quería cerca brotaron mis palabras de bilis iriente, de triste bronca.
Necesitaba de nuevo tu perfume en mi piel. Vos sabés que sin él el sosiego nunca me atraparía.
Y esos ojos, que me miren, que se abran a mi. Y que tu continuidad me alcance.
Tu continuidad que emociona tu fluir que me invita a sumergirme y a ahogarme la boca, en tu río para finalmente pronunciar las palabras, que nunca he dicho, que nunca esperas oir, pero que desde siempre morí por decirte.
Tres horas había caminado por la noche porteña. Saliendo de su departamento de Corrientes y Esmeralda notó que la avenida ya no era como antes.
Su antiguo esplendor transformado en una triste soledad.
Parejas saliendo de teatros, grupos de amigos comiendo en algún restaurante habían mutaron en vagabundos pidiendo limosna y cartoneros juntando en cada esquina papeles y cajas.
Sobre una de las paredes, un cartel medio despegado mostraba la sonrisa ensayada de aquel que antes pedía que lo sigan y ahora, a pesar de haber despedazado el país, insistía con que lo voten para su tercer período.
Ya no había marquesinas, ni luces, ni risas. Corrientes opaca y triste no hacía sino reflejar la desaparición de la alegría de la ciudad.
– Estamos matando a Buenos Aires – pensó, consolándose de compartir, al menos, sus sentimientos con la ciudad.
Después de tanto deambular sin rumbo fue a parar a ese bar. Nunca había estado allí, pero el cartel lo invitó a entrar: “Los mareados”, decía. Su tango preferido como nombre de un café.
Entró serenamente al lugar. Eligió una de las tantas mesas desocupadas y se sentó. Los murmullos de rigor y los acordes de una milonga saliendo de un viejo Winco.
Se acercó el mozo. Vestido de blanco, con un repasador colgado de su brazo, le preguntó que se iba a servir. Siempre que salía con ella tomaba lo mismo. Como no podía ser de otra manera, pidió una ginebra.
La mesa elegida daba cuenta del pasado. Sus anteriores visitantes habían dejado escritos sobre ella algunas declaraciones de amor, escudos de fútbol, símbolos políticos y hasta algún chiste.
Pocas mesas ocupadas, y un tipo que lo miraba sin mucho interés.
Sacó un paquete de cigarrillos, tomó el único que quedaba y lo encendió. Disfrutó cada una de las pitadas, que fue turnando con tragos a la ginebra que le habían servido. Pidió dos más. Aún con la cabeza perdida en alcohol no podía dejar de pensar en la charla con Pamela que había tenido esa tarde.
– Basta. No te quiero más. ¿No entendes? No me jodas. No te quiero volver a ver.
No.
No entendía. Miró su reloj. Las tres de la madrugada. Se dio cuenta que había estado sentado por más de dos horas. Metió la mano en el bolsillo y lo vació sobre la mesa. Unos billetes, un peine y un anillo.“Sobre tus mesas que nunca preguntan lloré una tarde el primer desengaño”. Cansado, dejó caer su cabeza contra la madera gastada. Cerró sus ojos y se durmió.
A pesar de la situación alcanzó a soñar algo.
El mozo lo despertó. Sólo recordó parte de un sueño: la cara de Pamela al momento de rechazarle el anillo de compromiso.
El bar cerraba y era él, el último en irse.
Estaba amaneciendo y le dolía la cabeza.
II
Paró en una farmacia a comprar aspirinas. Compró un paquete, masticó tres y guardó el resto. Siguió caminando. Ahora con un destino: la casa de Pamela.
Sus pies pesaban y su frente le dolía. Metió las manos en los bolsillos de su gabán y siguió. Al pasar frente a una vidriera descubrió que el reflejo que su rostro no difería mucho del de los pordioseros de Corrientes.
Pensaba una y otra vez en lo que iba a decir. Imaginó mil respuestas frente a cada una de las posibles preguntas y reproches de Pamela. Ensayando conversaciones, llegó a la esquina de la casa y lo que vio lo detuvo.
Pamela estaba en la puerta, besándose con un hombre. No podía ver sus caras, pero estaba seguro que era ella. Lentamente, fue saliendo de su inmovilidad. Y caminó hacia ellos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para hacer notar su presencia, dejaron de besarse y se miraron.
Ella trató de hablar, pero el hombre se le adelantó. -¿Qué haces acá?- preguntó. Era Sebastián, su mejor amigo. El que lo llamaba hermano.
-¿Qué haces hijo de puta?- Contestó.
Todos callaron. Observó a Sebastián y Pamela tomados de la mano. Sintió ganas de vomitar. De su bolsillo sacó las aspirinas. Estiró el brazo y se las ofreció a Sebastián.
-Tomá gil, agarralas. Las vas a necesitar.
Cerró su campera y se fue cantando:
“los favores recibidos creo habértelos pagado
y si alguna deuda chica sin querer se me ha pasado
a la cuenta del otario que tenés se la cargas”.
El Vender no fue fácil nunca para un tipo tan parco como él.
Sin embargo, se las rebuscaba.
Caminaba cada día entre sus clientes reconociendo ese gesto en sus rostros que le demostraba el interés necesario como para ganar su comisión.
Con el tiempo ya no veía gente, solo porcentajes a cobrar.
Un día, luego que el señor diezporciento se retiró del local, llegó una dama rubia y delgada que le preguntó segura que era lo mejor que tenia para vender. Ofreció todos los productos más vendidos, pero ella los despreció con desdén.
Sacó las mejores sedas, pero no logró despertar su interés.
Ni sacando lo que tenia guardada para la obesa dama del embajador, la Sra treintaporciento de Ortiz de la Peña logró su cometido.
La clienta ceroporciento se fue del local sin decir ni siquiera una palabra a modo de excusa.
Esa noche, el brujo silencio de las ventas dejó su trabajo. Ya estaba listo, para aprender a vivir.
No amé al mundo, ni el mundo me quiso a mí.
No adulé sus jerarquías, ni incliné
paciente rodilla a sus idolatrías.
No he forzado sonrisas en mis mejillas, ni gritado
Adorando un eco, entre la multitud
no me contaron como uno más.
Estaba con ellos, pero no era de ellos.
Estuve y estaré solo, recordado u olvidado.
Uno de los mejores cuentos de Alejandro Dolina. Recordé la primera vez que lo leí, cuando era un pibe y los picados eran comunes. Y cuando hacer amigos era bastante más facil que ahora
Fernando me mandó este texto de Dolina. Recordé la primera vez que lo leí, cuando era un pibe y los picados eran comunes. Y cuando hacer amigos era bastante más facil que ahora.
Recuerden:
Instrucciones para elegir compañeros en un picado.
Cuando un grupo de amigos no enrolados en ningún equipo se reúnen para jugar, tiene lugar una emocionante ceremonia destinada a establecer quiénes integrarán los dos bandos. Generalmente dos jugadores se enfrentan en un sorteo o pisada y luego cada uno de ellos elige alternadamente a sus futuros compañeros. Se supone que los más diestros serán elegidos en los primeros
turnos, quedando para el final los troncos. Pocos han reparado en el contenido dramático de estos lances. El hombre que está esperando ser elegido vive una situación que rara vez se da en la vida.
Sabrá de un modo brutal y exacto en qué medida lo aceptan o lo rechazan. Sin eufemismos, conocerá su verdadera posición en el grupo. A lo largo de los años, muchos futbolistas advertirán su decadencia, conforme su elección sea cada vez más demorada.
Manuel Mandeb, que casi siempre oficiaba de elector, observó que sus decisiones no siempre recaían sobre los más hábiles. En un principio se creyó poseedor de vaya a saber qué sutilezas de orden técnico, que le hacían preferir compañeros que reunían ciertas cualidades.
Pero un día comprendió que lo que en verdad deseaba, era jugar con sus amigos mas queridos. Por eso elegía a los que estaban mas cerca de su corazón, aunque no fueran tan capaces.
El criterio de Mandeb parece apenas sentimental, pero es también estratégico.
Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudaran, lo comprenderán, lo alentaran y lo perdonaran. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.
El catecismo me enseñó a hacer el bien por conveniencia y a no hacer el mal por miedo. Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba con el infierno y me prometía el cielo; y yo temía y creía. Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso, pienso, si merezco ser asado en la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de la clase media; y al fin y al cabo, se hará justicia. Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos, ni en fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por tanto he violado, al menos en intención, la propiedad privada que dios en persona sacralizó en la tablas de Moisés: “No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su toro, ni a su asno…” Y por si fuera poco, con premeditación y alevosía he cometido el acto del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto cielo; pero sospecho que dios condena lo que ignora.
“Ahí está Buenos Aires, la ciudad que tiene su símbolo en la gallina, no tanto por su inenarrable grasitud, cuanto por la elevación de su vuelo espiritual sólo comparable al de tan sustancioso animalito. Ahora bien, yo me pregunto y os pregunto a vosotros alegres conciudadanos: ¿qué hará un filosófo en la ciudad de la gallina mañanera?
El último café. Ella dice que es feliz y pide que la dejen ser. Hablando en francés, se burla del amor que le ofrecen. Sus rubios cabellos caen sobre su blanco y pecoso rostro. Mira fijamente al hombre que tiene delante. Se levanta, toma su cartera, se acerca al hombre y lo besa en la boca. Eso será todo lo que obtendrá de ella.
Paula enfrenta la calle. Para un taxi y suelta el destino: la Costanera. La noche llega con ella, y juntas caminan frente al río. Las dos lo aman.
A lo lejos un pescador. Sin prisa, llega hasta él. Un hombre viejo, pelado, con un chaleco marrón, un pantalón gris y unas botas de goma amarillas. La vista en el horizonte le evita ver la llegada de Paula.
– Hola
– Hola señorita.
– ¿Pescando almas perdidas?
– Algunas en el agua, otras en la superficie. ¿Usted donde prefiere?
– En el agua, por supuesto. Mucho más noble.
– Sería un honor tener esa suerte. Pero también un desperdicio.
– ¿Lo dice por este cuerpo? Tarde o temprano se pudrirá.
– Todos se pudrirán, pero la diferencia esta en como. No es lo mismo consumirse como carbón, que arder con un leño.
Paula mira al río. Parada con sus brazos abiertos y su cara frente al viento y con los ojos cerrados. Da un paso. Siente el frío en su piel.
Deja que su cuerpo se confunda con las aguas del río. Sus ojos se abren y percibe una húmeda oscuridad. Poco a poco, el frío y la humedad desaparecen.
El rostro del pescador, frente a ella, sonríe.
Umberto Eco nos propone releer el Manifiesto del Partido Comunista, publicado por Marx y Engels en 1848, desde el punto de vista de su calidad literaria, o por lo menos, de su extraordinaria estructura retórico-argumentativa.
Por Umberto Eco
No se puede sostener que algunas bellas páginas puedan solas cambiar el mundo. La obra entera de Dante no logró restituir el sacro Emperador romano a las comunas italianas. Sin embargo, el Manifiesto del Partido Comunista, publicado por Marx y Engels en 1848, y que ciertamente ha influido en los acontecimientos de dos siglos, debe ser releído desde el punto de vista de su calidad literaria, o por lo menos, de su extraordinaria estructura retórico-argumentativa.
En 1971 apareció el pequeño libro de un autor venezolano, Ludovico Silva, El estilo literario de Marx, publicado en Italia en 1973 por Bompiani. Creo que está ya agotado, y valdría la pena reeditarlo.
Refiriéndose a la historia de la formación literaria de Marx (pocos saben que escribió también poemas, muy malos en la opinión de los que los leyeron), Silva analizó toda la obra marxiana.
Curiosamente, dedicó sólo pocas páginas al Manifiesto, quizás porque no es una obra estrictamente personal.
Es una lástima: se trata de un texto formidable que alterna tonos apocalípticos e ironía, eslogans eficaces y explicaciones claras, y que —si realmente la sociedad capitalista quiere vengarse de los fastidios que estas no muy numerosas páginas le han causado— debería ser religiosamente analizado hoy en las escuelas para publicistas.
Reléanlo, por favor. Empieza con un formidable golpe de timbal, como la Quinta de Beethoven: “Un fantasma recorre Europa” (no olvidemos que estamos cerca ya del comienzo prerromántico de la novela gótica, y los espectros son entidades que se deben tomar en serio).
Sigue inmediatamente después una historia a vuelo de pájaro de las luchas sociales, desde la antigua Roma hasta el nacimiento y desarrollo de la burguesía, y las páginas dedicadas a las conquistas de esta nueva clase “revolucionaria” constituyen su poema fundador, todavía válido para los sostenedores del liberalismo.
Se ve (quiero decir exactamente “se ve”, en sentido casi cinematográfico) esta nueva fuerza irrefrenable que, impulsada por la necesidad de nuevas salidas para sus mercancías, cruza todo el orbe terráqueo (y a mi parecer aquí el judío y mesiánico Marx piensa en el inicio del Génesis), trastorna y transforma países lejanos porque los bajos precios de sus productos son una especie de artillería pesada con la que derrumba cualquier muralla china, hace capitular a los bárbaros más endurecidos en el odio contra el extranjero, instaura y desarrolla las ciudades como signo y fundamento de su propio poder, se multinacionaliza, se globaliza, hasta inventa una literatura ya no nacional sino mundial…
Al final de esta apología (que convence porque es sinceramente sentida) llega de improviso el viraje dramático: el nigromante se halla impotente para dominar las fuerzas subterráneas que ha evocado, el vencedor se ahoga en su propia sobreproducción y genera en su propio regazo, de sus mismas entrañas, a sus sepultureros, los proletarios.
Entra ahora en escena esta nueva fuerza que, en un primer momento dividida y confusa, se empeña con furia en la destrucción de las máquinas y se deja usar por la burguesía como masa de choque, obligada a luchar contra los enemigos de sus propios enemigos, y absorbe gradualmente la parte de los adversarios que la gran burguesía proletariza: artesanos, negociantes, campesinos propietarios.
La revuelta se vuelve lucha organizada, los obreros están en contacto recíproco por medio de otro poder que los burgueses han desarrollado para su propio provecho: las comunicaciones. Y aquí el Manifiesto cita los ferrocarriles, pero piensa también en las nuevas comunicaciones de masas (no olvidemos que Marx y Engels, en La Sagrada Familia, supieron usar la televisión de la época, es decir, la novela de folletín, como modelo del imaginario colectivo, criticando su ideología pero al mismo tiempo utilizando lenguaje y situaciones que ella había popularizado).
En este punto entran a escena los comunistas. Antes de decir de manera programática quiénes son y qué quieren, el Manifiesto (con un movimiento retórico soberbio), desde el punto de vista de la burguesía, plantea que los teme y levanta algunas aterradoras preguntas: ¿pero ustedes quieren abolir la propiedad privada?,¿quieren la comunidad de las mujeres?,¿ quieren abolir la religión, la familia, la patria?
Aquí, el juego se hace sutil, porque a todas estas preguntas el Manifiesto parece contestar de manera tranquilizadora, como para ablandar al adversario, pero luego, con un movimiento repentino, lo golpea en el plexo solar y obtiene el aplauso del público proletario… ¿Queremos abolir la propiedad privada? ¡Qué va!, las relaciones de propiedad han sido siempre objeto de transformación: ¿Acaso la revolución francesa no ha abolido la propiedad feudal a favor de la burguesa? ¿Queremos abolir la propiedad privada? Que tontería, no existe, porque es una propiedad de un diez por ciento de la población en contra del 90 por ciento. ¿Nos acusan entonces de querer abolir “su” propiedad? Si, es exactamente lo que queremos hacer. ¿La comunidad de las mujeres? ¡Pero, vamos, lo que nosotros queremos es más bien quitarles el carácter de instrumento de producción! ¿Creen realmente que queremos comunizar a las mujeres? ¡Pero si la comunidad de las mujeres la han inventado precisamente ustedes, que además de usar a sus propias esposas aprovechan a las de los obreros y como mejor pasatiempo practican el arte de seducir a las de sus iguales! ¿Destruir a la patria? ¿Cómo se puede quitar a los obreros lo que no tienen? Nosotros queremos más bien que, triunfando, los proletarios se constituyan en nación…
Dos slogans memorables
Y así sucesivamente, hasta aquella obra maestra de reticencia que es la respuesta sobre la religión. Se intuye que la respuesta es “queremos destruir esta religión” pero el texto no lo dice: antes de enfrentar un tema tan delicado, que pasa por alto, da a entender que todas las transformaciones tienen un precio, pero mejor por ahora no abrir capítulos demasiado candentes…
Sigue luego la parte más doctrinaria, el programa del movimiento, la crítica a los varios socialismos, pero en este punto el lector está ya fascinado por las páginas anteriores. Y si la parte doctrinaria resultara demasiado difícil, he aquí el golpe final, dos eslogans que cortan la respiración, fáciles de retener en la memoria, destinados (me parece) a una fortuna fabulosa: “los proletarios no tienen nada que perder (…) salvo sus propias cadenas” y “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.
Además de la capacidad poética para inventar metáforas memorables, el Manifiesto permanece como una obra maestra de retórica política (y no solamente) que debería ser estudiada en las escuelas, junto con las Catilinarias y el discurso shakesperiano de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César. Porque, dada la amplia cultura clásica de Marx, no hay que excluir que haya tenido presentes estos textos.