Un cuento escrito en colaboración con Gonzalo Strano, más conocido en estos lares como “El Gato”.
Esperamos lo disfruten.
Sako Kensei, nació una noche estrellada atípica para esa época del año, donde las lluvias no dejan ver el cielo. Sin embargo, en el ombligo que forma la llanura Hangjihau, en la pequeña aldea de Nanxun, aquella noche no llovió. Sus padres vieron eso como una clara señal de que Sako había sido bendecido con algún don, cómo lo había sido su abuelo, famoso en casi toda China, por sus dotes para predecir catástrofes naturales.
Sako fue criado literalmente entre algodones. Desde aldeas lejanas llegaban en cada aniversario, mensajeros con ofrendas para el joven Kensei, que sería educado por su propio padre en las artes de la agricultura y en las de la adivinación.
Cuando cumplió doce años tuvo su primer sueño visionario, pero a diferencia de su abuelo, no fue sobre una catástrofe natural, ni mucho menos. Soñó que corría por las verdes llanuras que rodean las aguas del Yangtsé, escapando no sabía bien de qué o de quién. El pueblo entero se reunió para escuchar la primera profecía de Sako. Profecía que como tantas otras a lo largo de su vida, no se cumpliría. Aquella noche las ofrendas fueron numerosas, algunas familias incluso, donaron las pocas cosas que les quedaban para subsistir. Pero fue un cilindro brillante y frío el que cautivó, entre todas las ofrendas, al joven Sako. Un hombre que decía venir de Xitang, más allá del Yangtsé, le regaló una lata de Coca-cola.
Sako la estudió detenidamente. Nunca había visto un objeto similar. La mañana siguiente se sorprendió con el brillo de su superficie producto del reflejo de las primeras luces del día. Pasó la mañana tratando de adivinar (su juego preferido) para que serviría aquel objeto. Por más que se concentró todo lo que pudo, no vino ninguna respuesta a su mente. Intentó con sus piezas de Mah Jongg. Pero las señales no llegaban. Había algo que alteraba la calma espera necesaria para despojarse del ser y alcanzar la iluminación que mostraba. No almorzó. No tenía tiempo para perder.
Tomó su preciado objeto, y salió de su morada para, luego de caminar por más de una hora, sentarse bajo su duraznero preferido. Cuidadosmenete eligió la posición correcta para acomodar su cuerpo luego de haber depositado la lata sobre la gran piedra cuadrada que tan bien conocía. Su objetivo era, como siempre, adivinar la verdad. En este caso, de donde venia, cual era el sentido, y los poderes del regalo que el misterioso hombre le había encomendado, si encomendado a su ciudado. La única certeza que tuvo fue que no había sido un regalo.
Certezas como esa pocas veces le llegarían en su corta vida. El sol pegaba de lleno en el brillante objeto, ahora transformado en mágico deseo, arrancándole destellos.
¿Qué misterioso contenido tendría? Sin duda la respuesta a eso era simple: líquido. ¿Pero qué propiedades de los dioses tendría ese elixir? Pensamientos sobre vida eterna, curación de males y venenos sofisticados invadieron su mente. ¿Por qué aquél hombre entre todos los mortales lo había elegido a él para cuidar el extraño tesoro rojo y blanco?
Y los colores… La sangre y la pureza representadas juntas, como las antiguas pinturas de su pueblo. Rojo y blanco, el dolor y la esperanza. El fuego y la nieve, como si las altas cumbres fueran un día a estallar.
Sako se durmió bajo la protectora sombra del duraznero, y volvió a soñarse corriendo, pero esta vez, perseguido por un grupo de mercenarios, como los que antaño saqueaban su aldea, en los tiempos que su abuelo era un niño. Sako corría, vestido de impecable blanco, huyendo del rojo color de los ojos invasores.
La carrera terminó con una conversión confusa en una mariposa roja que volaba por sobre los muertos y los destrozos; y desaparecía en su infructoso camino para llegar al sol.
Se despertó con el rocío de la mañana. Ya no estaba tan caluroso como la noche anterior por lo que decidió volver a su hogar. Tomó la lata, la envolvió con una tela y la acomodó en su bolsa, cuidando que ningún otro objeto la rayara o dañara de cualquier modo.
Estaba de mal humor, cosa rara en él. Sentía impaciencia y sentía la imperiosiosa necesidad de saber todo sobre la lata en ese preciso instante. Todos las enseñanzas sobre la quietud y sobre la gozosa espera parecían haber desaparecido de su mente.
Ese día fue el primero de muchos donde la gente no reconocía a Sako, siempre tan afable, tan hablador. Su humor cambiaría constantemente, se volvería irritable ante cualquier pregunta, ante cualquier distracción que lo alejara de sus pensamientos en rojo y blanco. Sólo la esperanza que en su próximo cumpleaños el extraño hombre regresara lo mantenía con fuerzas. Su mente se llenaba de preguntas para hacerle, de posibles respuestas sobre el origen, el sentido y el por qué de su adorado objeto.
La noche antes de cumplir los 14, Sako soñó con un hombre ensangrentado, con plumas y charcos agua sucia. Sin embargo, lo extraño de su visión no era aquello, sino que todo sucedía como a través de una gran cortina de pequeñas burbujas.
Durante el día, cientos de regalos fueron entregados al joven Sako. La noche se avecinaba y el hombre no aparecía. Sako comenzó a pensar que quizás nunca podría entender el misterio de la lata. Sin embargo, cuando la luna estaba en lo alto, y la aldea dormía, tres suaves golpes en la puerta de su casa le indicaron que él había llegado.
Esta vez vestía ropa occidental. Blue jeans y una camisa a cuadros. Se presentó por su nombre: “Soy McGuertz. John McGuertz. ¿Puedo pasar?”. Confundido por su apariencia lo dejó entrar. Rapidamente el extraño se mezcló entre la gente y trató de evitar las miradas inquisitorias del joven Sako. El aprendiz de adivinador no pudo prestar atención a nada más que el hombre y el portafolios que cargaba. No habían cruzado más palabras que las de presentación. Sako lo notó preocupado y nervioso.
La reunión llegaba a su fin y todavía no habían hablado. Sako tomó coraje y se acercó. Sin rodeos, bruscamente, dijo: “¿Qué es?”. McGuertz lo miró por unos segundos, se dio vuelta y caminó hasta la puerta. Antes de salir, contestó: “Juro que te lo diría, pero no puedo”. Y se fue.
Sako aceptó con hidalguía este misterioso desplante. Pero se juró que la próxima vez sería diferente. Su instinto adivinador no podía fallarle. Por temor, o quizás por sabiduría, no se atrevía a tirar de la lengueta de aluminio que pondría fin a su tormento. Ese año transcurrió calmo, Sako comenzó a notar que su obsesión alarmaba a sus padres, e incluso, a la gente de la aldea. Decidió observar su precioso tesoro en secreto, y ante los demás, ser nuevamente el chico afable de antaño.
Durante todo el año buscó entre sus amigos, los adecuados para contarles el secreto. Luego de unos meses de charlas y muchas horas de meditación compartida, seleccionó a sus dos primeros discípulos: Airnán y Gong sa luó. Largas horas de Kung Fu y Chi Kung cada día los preparaban ara el gran momento que sabían que llegaría: el regreso de McGuertz.
La vísperas del cumpleaños, Sako reunió a sus discípulos y otros seleccionados entre sus más fieles admiradores, y les contó sobre una visión, donde ellos eran los protagonistas, y donde, por no detener al extraño que aparecería al día siguiente, la aldea caería en tremendas desgracias. Él se ofreció a guiarlos en la tarea, dió órdenes presisas para que las ofrendas sean entregadas sólo por la mañana, así tendría toda la tarde y parte de la noche, para esperar al forastero de extraño nombre.
Al día siguiente, el señor McGuertz se presentó minutos antes de la medianoche. Al entrar a la casa de Sako se sorprendió de no ver gente, recorrió las habitaciones confundido por el incienso que reinaba en el lugar, como una neblina. Por fin, en una amplia sala llena de obsequios, como en un altar sobre los demás, divisó la lata de Coca cola. De rodillas, frente a ella, Sako meditaba con los ojos cerrados.
– Lo estaba esperando señor McGuertz – dijo Sako.
– Lo lamento Sako, como siempre, debo partir. Aquí dejo mi ofrenda- dijo apoyando sobre el piso lo parecía ser un libro- Adiós.
– Que mis ancestros lo guien en su camino.
McGuertz salió de la casa, la noche cargada de estrellas como en cada cumpleaños, lo sorprendió extrañamente fría. Sin mirar atrás, caminó por la calle principal de la aldea rumbo al río, cuando fue sorprendido por seis jóvenes que de inmediato lo inmovilizaron. McGuertz fue nuevamente conducido, sion ofrecer resistencia, a la casa de Sako.
Dentro, Sako lo esperaba en la posición del loto. Dos hombres lo ubicaron en una silla frente a él. Pasaron casi veinte minutos hasta que Sako finalmente abrió los ojos y lentamente se incorporó. Pidió una silla y separados por unos pocos centímetros hablaron lentamente.
-Usted sabe que no quiero su libro. Es hora de la verdad.
-Y usted sabe que no puedo revelarla.
-Lo hará.
-No
-No se preocupe. Su voluntad de silencio habrá desaparecido mañana a esta misma hora.
Un dolor en la cabeza fue lo único que sintió McGuertz antes de desvanecerse.
Al despertar se encontraba desnudo y atado a una especie de camastro de madera. Unas ruedas gigantes a cada lado daban la sensación de encontrarse dentro de un enorme reloj de engranajes. Sentía agudos dolores en las piernas y los brazos. Intentó moverse, desatarse, pero fue imposible. Tenía sed.
Desde una esquina de la habotación, Sako lo observaba con un libro en las manos.
– Se habría ahorrado mucho dolor Mr McGuertz si me hubiera dicho que en su libro también estaban las respuestas que buscaba. Claro que no todas! pero convengamos que saber por fin que mi tesoro no es el único en el mundo es todo un acontesimiento. Ya no me siento especial. Creo, sin embargo, que usted se estuvo burlando de mí…. – y con un rápido movimiento, Sako giró una manivela que puso en marcha los engranajes del camastro. Los pies del extranjero fueron jalados hacia abajo, mientras sus piernas permanecían rígidas sobre el camastro. McGuertz gritó y se desmayó.
Se despertó vestido sobre el camastro. Sako lo miraba.
– No era tan fácil. No dependía de mí. Te ruego clemencia Sako. Yo intenté.
– Siempre dependió de vos. Pero elegiste el silencio. Ahora dependerá de nosotros. Cuando terminemos con vos, no podrás recordar si quiera que alguna vez tuviste voluntad propia. Empiecen.Mc Gubert no entendió que era lo que los discipulos de Sako arrastraban con tanta fuerza. Desde su posición solo podía ver una parte de lo que paorecía ser un gran barril de madera.- Empezaremos por algo clásico que tiene la belleza de la simplicidad.Casi no podía ya moverse, sin embargo, le sujetaron aún más la cabeza con dos humedas correas de cuero.En seguida lo comprendió. Una gota fría golpeó su frente. Pocos segundos después la segunda. Las gotas caían a un ritmo lento pero constante. Experimentaría, sin saber cuanto tiempo, una de las más famosas torturas chinas.
– Sako, te lo ruego. Dejame libre y te diré todo.
– Sé que lo harás, pero todo a su tiempo. Adios.
Sako se fue. Sus ayudantes apagaron las dos lámparas que alumbraban el cuarto y Mc Gubert quedó solo en la completa y fría oscuridad de la cabaña.
No tenía sentido intentar dormir, pero al menos buscó focalizar sus pensamientos en Ohio, en las horas de su infancia cuando todo parecía mucho más sencillo. No lo logró. Esa maldita gota no lo dejaba pensar.
No supo con certeza cuanto tiempo había pasado cuando Sako volvió.
– Buenos Días amigo.
– Hijo de puta, soltame.
– ¿Sabés por qué el cerezo florece?
– No aguanto más, soltame, por favor.
– Esperaba más de vos.
Lo dejo nuevamente solo. Unas horas después, finalmente la última gota cayó. Y con ella sus ojos cayeron en un breve sueño que se cortó, minutos después, cuando los discipulos de Sako entraron y lo desataron. Lo arrastraron a una letrina fuera de la cabaña.
– Cinco minutos- le dijeron
Pensó como escapar. Dos hombres lo custodiaban y otros dos cargaban nuevamente el barril. Se le ocurrió que podría correr, pero descartó la idea. Con el cansancio y el poco conocimiento que tenía del bosque que lo rodeaba sería facilmente atrapado y solo complicaría las cosas.
Mansamente dijo: -Terminé.-
Lo llevaron a la cabaña y lo ubicaron en la misma posición. Las gotas volvieron a repetirse sobre su frente.
La mañana siguiente, antes que el agua se acabara un hombre entró y detuvo la tortura. Otro entró después y se llevaron el barril. Lo llevaron a la letrina. Luego a la cabaña donde encontró una mesa, una silla, un plato de arroz y una jarra de té. Luego se acostó en el piso y se durmió.
Lo primero que vio al despertarse, fueron los pies de Sako quien sentado delante suyo lo observaba entretenido.
– ¿Comprendiste por qué florece el cerezo?
– No entiendo que decís. ¿Cuando me vas a soltar? Por favor, te lo ruego.
– ¿Por qué florece?
– No se. No tengo idea. ¿Por qué?
– Muy bien.
Se fue. Tres hombres entraron y lo arrastraron violentamente fuera de la cabaña. Ataron sus manos y lo condujeron por un pequeño sendero en medio del bosque. Uno de ellos ató sus manos a una larga soga. Siguieron caminando hasta llegar a un gran hoyo en el suelo, de un par de metros de diámetro. Pensó que era su fin. Que lo iban a ultimar tirandolo dentro de ese pozo cuyo fin no podía divisar. Sin embargo, tenían otros planes. Sintió un fuerte golpe en la nuca y se desmayó.
Al despertarse estaba, desnudo, en el fondo del pozo. La respuesta llegó a él como si siempre hubiese estado presente en su cabeza. Cuando el cerezo florece es el momento de plantar el arroz, es el inicio de la nueva estación, del nuevo estadío donde los cambios son bienvenidos.
El prisionero comenzó a gritar llamando a Sako, su voz en lo profundo del pozo sonaba lastimada. Su garganta le ardía por la sed, no recordaba la última vez que había bebido agua. Se rió de la ironía…
Por la poca luz del exterior dedujo que estaría anocheciendo. Si bien tenía la respuesta a la pregunta de Sako, no lograba comprender la esencia del asunto. ¿Estaría Sako dispuesto a aceptar la verdad como un tren que avanza imparable? McGuertz sabía que Coca Cola invadiría China. Todo se había planeado en Atlanta hacía años. Todo. Buscar un niño mesías, ofrendar la lata, incluso, pensaba que hasta la angustia en la que estaba metido la habían planificado los ideólogos de la planta.
La noche caía sobre el pozo, su prisión de tierra. Los huesos le dolían todos, si se concentraba lo suficiente, podía nombrar uno por uno los dolores que tenía. Se durmió un rato, y despertó al escuchar la voz del joven Sako que iluminado por un candil le preguntaba :
– Buenas noches, Mr. McGuertz. ¿Sabe usted por qué florecen los cerezos?
McGuertz notó nuevamente la utilización del “usted” en la pregunta. Era un símbolo de respeto ganado en base al sufrimiento. Volvía a estar en posición de dialogar.
– Sí, Sako. Lo sé.
– Muy bien, Mr. McGuertz. Muy bien- repitió un Sako sonriente- Lo escucho.
– Florecen para advertir al pueblo de los cambios que avecinan. Florecen para aceptar lo irremediable. Florecen para remover las malezas y plantar una nueva cosecha- respondió el prisionero.
Con una respetuosa inclinación de la cabeza, Sako se dio por satisfecho.
– ¡Sáquenlo!- dijo a la noche.
Inmediatamente, una especie de hamaca sostenida por dos sogas fue arrojada dentro del pozo.
Al salir, lo esperaban con un manto seco y tibio con el que rapidamente lo envolvieron. Amablemente lo condujeron a una nueva cabaña más cercana a la casa de Sako. En ella, encontró una gran tina llena de agua caliente. Una mujer de mediana edad, arrojó en ella un polvo amarillo y lo invitó a entrar: “Bueno para el cuerpo” le dijo y lo dejó solo. Se durmió unos poco segundos después, mientras sus músculos agradecían relajados.
Le habían dejado vestimentas de seda roja y una gran variedad de comidas y bebidas. Una cómoda cama lo acogió en un sueño de largas horas en las que soñó repetidas veces con su tierra natal.
La mañana lo encontró con Sako sentado en una punta de la cabaña meditando en silencio. Sin abrir los ojos ni moverse de su posición le dio sus buenos días. McGuertz le respondió amablemente. Sabía que había triunfado. Sabía que los ejecutivos de Atlanta estarían felices de la aceptación de Sako, de la sumisión al misterio que fue específicamente creado y ubicado para ganar.
Sako habló con firmeza, pero en tono conciliador.
– Quiero saber todo a cerca de Coca Cola.
– Nadie sabe “todo”… Pero yo podría contarle al menos un buena parte.
– Desayune, McGuertz. Tendremos tiempo luego. Volveré al atardecer para escucharlo.- Y diciendo esto, se inclinó brevemente ante McGuertz, para luego abandonar la cabaña.
McGuertz desayunó con frutas, jugos y pan. Luego quiso dar una pequeña caminata para estirar el cuerpo, pero la puerta de la cabaña estaba cerrada por fuera. No le extrañó.
Caminó en círculos dentro de la sala hasta que decidió que lo más prudente era volver a dormir. Sako lo despertaría y entonces él contaría lo que tantas veces en Atlanta le había hecho memorizar como “la historia para Sako”. El sol se estaba ocultando detrás de los cerezos cuando Sako entró en la cabaña, iba vestido de impecable blanco, con una especie de vincha roja que envolvía su cabeza a la altura de la frente.
– ¿Listo?
– Hablaré. Sabrás todo lo que sé. Y quizás puedas explicarme lo que aún no comprendo.
Hace 10 años que trabajo en la empresa. Entré como cualquier americano que termina la preparatoria y no sabe que hacer de su vida. Empecé como repartidor. Mi trabajo era simple. Acompañar al chofer de esos enormes camiones y descargar las cajas de botellas en cada punto de entrega. Era un trabajo simple y pesado, pero me gustaba. Gracias a él conocí gran parte de mi extenso país.
Dos años después de empezar, pasó algo que cambió mi vida para siempre.
Fui elegido junto a tres empleados más para capacitarnos en el nuevo proyecto que llevaría adelante la empresa, el proyecto se llamaba “sin fronteras”. Nos subieron a un avión, nos hicieron firmar un montón de papeles y nos enseñaron español, chino, y ruso. Durante meses estudiábamos 10 horas diarias. Luego de un año, nos depositaron un millón de dólares en nuestras cuentas, y nos dieron un sobre cerrado, lacrado, con “nuestra misión”.
El mío decía simplemente, introducir Coca-Cola en Nanxun, y en palabras rojas, figuraba un nombre Sako Kensei. Todo lo demás, se fue dando solo. Durante meses estudié las costumbres de tu pueblo, hasta que se me ocurrió, ofrendarte la lata.
Coca-cola es simplemente una gaseosa. Aunque ese simplemente, involucre mucho más de lo que podés imaginar – McGuertz lucía cansado.
Sako escuchó con suma atención el relato del extranjero. Y comprendió con dolor que él y toda su angustia por su maravilloso regalo eran parte de un experimento de mercado. Se sintió ofendido.
Mc Guertz percibió rápidamente la perturbación de Sako:
– No te preocupes. No sos el único.
Sako se mostró más decepcionado aún.
El americano sonrió. Pero ante el silencio del oriental, comenzó a reír a carcajadas.
– No lo puedo creer. ¿Pensaste que eras el único? ¿Todavía no te das cuenta? Lo que yo hice fue hecho por decenas de empleados como yo, que encontraron hombres como vos, lo suficientemente acordes a lo que la compañía buscaba. Todo el territorio de tu país está llenándose de deseo por nuestro producto. La primera etapa está terminada. Pronto pasaremos a la segunda fase y la invasión de nuestras latas no podrá ser detenida nunca más.
Sako comprendió entonces que sus visiones no mentian. Los colores rojo y blanco de fuego y nieve dominarían su tierra, y más aún, su existencia. Comprendió que su mundo tal y cómo lo concebía desaparecería para siempre. Sin mirar al extranjero, buscó entre sus prendas una llave pequeña. Se despidió con una leve inclinación de su cabeza, pero McGuertz no lo percibió, estaba literalmente descompuesto de la risa.
Sako salió a la luz de las estrellas y se perdió entre los cerezos. Caminó un bune rato hasta que en un claro del bosque se detuvo, y escudriñó la oscuridad como para comprobar que nadie lo seguía.
Entonces se arrodilló sobre las hojas secas de la noche, y escarbó la tierra hasta que sus manos tocaron el cofre. Lo sacó, y suavemente sopló sobre él para retirar el polvo que lo cubría.
Introdujo la llave en la pequeña cerradura y el cofre se abrió ante él. Tomó la lata de su interior, y con la voluntad de los que han perdido todo, la abrió y bebió de ella.
Sus mejillas se enrojecieron ante el placer del nuevo sabor. El veneno hacía su efecto, la adicción en su mente se multiplicaba como una voz incesante que pedía más.
Se tumbó en el claro a mirar las estrellas y con una sonrisa dibujada en la boca, se durmió.
Nunca más se supo de McGuertz. Tres meses pasaron de aquella noche cuando en la feria local Sako comprobó que alguien vendía latas de Coca-Cola.
Al año siguiente, en su cumpleaños, un extraño apareció en su casa para dar una ofrenda. Era un moreno de ojos claros muy alto y bien vestido, que en un perfecto dialecto le ofreció a Sako un regalo, le dijo que se llamaba “Pepsi”.
Esa misma noche, en la plaza de la aldea, la cabeza del forastero colgaría de una pica, al lado del Cerezo Mayor.