Comparto con uds dos artículos de Jorge Muracciole y Ricardo Forster sobre el proyecto para la Nueva Ley de Radiodifusión.
Memoria social y ley de medios
La historia contemporánea es rica en diversidad de proyectos que supieron conectar con las necesidades de las grandes mayorías en un momento histórico. En general, estos proyectos dieron a luz o comenzaron a gestarse ante una profunda crisis de hegemonía de los sectores dominantes y una deslegitimación ideológica del ideario que disciplinaba a los más diversos sectores subalternos en cada sociedad.
Diciembre de 2001 en el caso argentino fue una oportunidad histórica para la gestación de un proyecto que tuviera en cuenta a las grandes mayorías perjudicadas por el integrismo neoliberal instalado por décadas. La crisis de la convertibilidad como modelo de país estalló, y demostró el flagrante desatino de pensar una sociedad donde su reproducción social esté ligada a la destrucción de las fuerzas productivas. La alucinación de un país “moderno”, como un país sin chimeneas, fue un despropósito fundante que expulsó a millones de argentinos de sus puestos de trabajo, con el discurso privatista como bandera. La venta de las joyas de la abuela y de las empresas estratégicas en materia de energía, recursos naturales, transportes y comunicaciones, permitieron perpetuar por casi una década una fantasía económica, naturalizada en el imaginario de grandes sectores de las capas medias, que disfrutaron de esos servicios a precio dólar en el famoso uno a uno.
Luego lo tristemente conocido, las rebajas salariales, el congelamiento de los haberes jubilatorios, el crecimiento exponencial de la desocupación y un país hiperdependiente a los avatares de las crisis financieras recurrentes, que llevaron a un cuello de botella que terminó con el corralón, el corralito y sus consecuencias económicas, sociales y políticas. La única virtud que tuvo la crisis fue su carácter transversal; la extensión de los afectados fue tan amplia, que dio origen a un nivel de novilización en el verano del 2001- 2002 impensado tan sólo un año antes. Todos deberíamos recordar la debacle de la convertibilidad para definir con más claridad qué proyecto de país es el que queremos.
En la crisis del 2001 se expresó el hartazgo de millones de argentinos a una década de especulación, negociados y exclusión. Fueron días de bronca e impotencia, momento en que se hablaba de déficit cero, y el riesgo país. Mientras tanto el futuro de todos se decidía en cada viaje que el superministro Domingo Cavallo realizaba a Washington o Nueva York. La convertibilidad escondía una profunda devaluación social, que nos sumergía en un uno a uno perpetuo de atomización.
El 19 de diciembre vimos a través de las pantallas de la realidad televisiva, decenas de saqueos a supermercados del Gran Buenos Aires. Todo se encaminaba hacia el discurso legitimador del estado de sitio, del gobierno de De la Rúa, pero el sonido atronador de las cacerolas inundó de humanidad las principales arterias porteñas y dio –esa noche– lugar a lo imprevisible. Luego de la caída del gobierno de la Alianza, la crisis política no daba respiro y se sucedían los presidentes semana a semana. El “que se vayan todos” fue la consigna durante todo el verano y pese a los malos augurios de los gurúes del neoliberalismo que pronosticaban un dólar a 15 pesos, se llegó a las elecciones del 2003, con los partidos tradicionales profundamente debilitados y fragmentados. A tal punto que con un 23% de los sufragios, el espanto al pasado de la inmensa mayoría de la sociedad hizo imposible un ballottage al pasado menemista.
Ese sentido común, saturado de neoliberalismo, fue la argamasa social que posibilitó el proceso abierto en el 2003, y que instaló en la escena nacional al kirchnerismo, con la profunda debilidad de ser tan sólo una ínfima fracción de uno de los partidos tradicionalmente mayoritarios.
El concepto de transversalidad y la apuesta a una Argentina progresista, plural y con memoria del pasado, fue la que permitió retomar la tarea pendiente en materia de derechos humanos e intentar navegar, durante los primeros cuatro años del gobierno k, en un mar de intereses contradictorios que el viento de cola en materia de demanda internacional de productos primarios permitió un trayecto con escasas turbulencias. Pero la historia volvió a mostrar su naturaleza paradojal, y las razones por las cuales fue posible el desarrollo del proyecto k, fueron las mismas causas que afectaron el interior de su bloque social que le daba sustento. Las perspectivas de crecimientos sin límites de los precios de la oleaginosa estrella –la soja– fue el detonante de una puja –meses antes– impensada. Y se constituyó de tal forma que al modificarse alteró toda la ecuación social del gobierno kirchnerista.
Hoy, a año y medio de dicho punto de inflexión nos encontramos ante la necesidad de debatir, ante la ruptura de ese bloque, cuál es el proyecto de país que queremos la mayoría de los argentinos. Y esa batalla no puede darse con la profunda asimetría existente en materia comunicacional, heredada de la Argentina dictatorial y preservada por veinte años de democracia formal, de ese consenso ecuménico, entre el stablishment y los partidos mayoritarios, de alternancia parlamentaria para no cambiar las profundas raíces de iniquidad de las estructuras económicas y sociales, que perpetúan la desigualdad entre los grupos económicos y la inmensa mayoría de los que viven de su trabajo.
De ahí que la batalla por la democratización que se sintetiza en la nueva ley de medios audiovisuales, que se debatirá en el Parlamento, y de las modificaciones en lo concerniente a la desmonopolización y distribución entre las fuerzas de la sociedad civil como cooperativas, sindicatos y universidades, de la posesión de los medios de comunicación de masas, sea la madre de todas las batallas.
Poder debatir en igualdad de condiciones implica que los medios de comunicación –herramienta fundamental para dotar de sentido los hechos de la realidad cotidiana tanto en materia económica, política y social– tendrán que dejar de estar en manos de grandes grupos monopólicos que representan intereses económicos y sociales infinitamente minoritarios.
Jorge Muracciole
Sociólogo docente Fac. de C. Sociales UBA
El carrusel argentino y el debate por la ley de medios
El carrusel argentino sigue dando vueltas y, cada tanto, se detiene esperando que quien tuvo la suerte de sacar la sortija la devuelva para que siga girando y girando mientras los que van dentro buscan afanosamente hacerse con el premio. El 28 de junio eran muchas, diversas, pero fácilmente reconocibles las voces que expresaban su certeza de ser los tocadas, ahora sí, por la magia de la calesita y de su sortija. Se anunciaba a viva voz que aquello inaugurado en mayo del 2003 se cerraba inexorablemente, que los tiempos estaban cumplidos y que desde ese día poselectoral se trataría, casi exclusivamente, de preparar todo para una transición ordenada hacia el 2011.
Mientras esa alianza variopinta y algo impresentable comenzaba a disputar quién se quedaba con el premio; mientras los “periodistas independientes”, esos que siempre hacen fe de objetividad informativa y de virtuosismo republicano, pero que nunca se atreven a poner en discusión la estructura de poder que se esconde en el entramado corporativo-monopólico de las empresas mediáticas que contratan sus servicios, nos explicaban de mil maneras la felicidad que sentían por el fin del kirchnerismo; mientras los dueños de la tierra volvían a disfrutar de un déjà vu que los depositaba en la Argentina del Primer Centenario y no dejaban de mostrarse como los emergentes victoriosos de unas elecciones a las que ellos contribuyeron con su mística campestre y su vocación patriótica; mientras otras corporaciones económicas, en especial las que reúnen a los grandes empresarios, se sentían nuevamente habilitados para descargar toda la batería de su ideología neoliberal.
Mientras muchas de estas cosas sucedían, lo que imprevistamente aconteció fue, de nuevo, el horror de los horrores: el gobierno de Cristina Fernández, lejos de mostrar las inequívocas señales de la retirada, ordenada o desordenada, prolija o desprolija, en el 2011 o antes, regresó sobre su incuestionable vocación de actuar políticamente, de tomar el toro por las astas, y se dedicó, para desconcierto de todos esos anticipados ganadores del premio mayor, a colocar en el corazón de la vida argentina una serie de notables medidas que no han dejado de sacudir y de conmover el escenario contemporáneo.
Inició ese itinerario sorprendente con la decisión de viajar a Honduras en apoyo al gobierno democrático de Zelaya (y no dejaría de asumir un rol protagónico en las semanas sucesivas y en el memorable debate que la Unasur llevó a cabo en Bariloche para discutir el asentamiento de nuevas bases militares norteamericanas en Colombia); continuó con el diálogo político al mismo tiempo que lograba por amplia mayoría prorrogar los poderes especiales.
En el ínterin, todos aquellos que iban en el carrusel comenzaron a mirarse entre espantados, sorprendidos y confundidos. ¿Qué estaba pasando? Acaso no habían ganado las elecciones, acaso no estaba decretado el certificado de defunción de un gobierno populista y confrontativo.
Mareados contemplaron, ahora sí sin red de contención, de qué modo el fútbol, núcleo clave de la cultura cotidiana de los argentinos, ya no sería el objeto de un negocio espectacular de la corporación mediática, sino que sería distribuido democráticamente por la televisión pública a todos los hogares del país.
Casi como al descuido, y viniendo de otro poder, la Corte Suprema se despachó con la legalización del consumo personal e íntimo de la marihuana y otras yerbas, acercándose a un viejo reclamo del propio Poder Ejecutivo y logrando espantar, como era lógico, a la caterva conservadora-ultramontana que salió a manifestar su oposición absoluta y a denunciar la complicidad de los jueces de la Corte con el narco.
Todas las alarmas se encendieron pero la confusión era completa, asfixiante. No podían ponerse de acuerdo, todos hablaban a la vez y no lograban consolidar nada en común. Reutemann, el candidato soñado desde las entrañas del consevadurismo duhaldista, entraba, de nuevo, en su laberinto inextricable y oscuro; Macri tenía que deshacerse, por el efecto de una amplia movilización de diversos sectores sociales, políticos y derechos humanos, del “Fino” Palacios mientras De Narváez ensayaba, con su escaso vocabulario político y sus frases minúsculas, la defensa de la libertad de expresión ante la avanzada, ¡cuidado!, del chavismo; el Grupo Clarín profundizaba su metamorfosis hasta ofrecerse, a la opinión pública, como una desesperada empresa en vías de perder sus extraordinarios privilegios y sus fabulosas ganancias; Grondona y Morales Solá, desde las páginas de La Nación, emitían amargas quejas ante tanta ineptitud opositora y el empresario Daniel Vila vomitaba todo su odio y su resentimiento.
Pero el fútbol estaba anticipando aquello que hoy conmueve profundamente a todos aquellos que desde los albores de la recuperación democrática vienen bregando por una nueva ley de radiodifusión. Lo que venía siendo eternamente postergado, lo que encallaba ante la presión y el chantaje de la corporación mediática, aquello que nos recordaba, como si fuera un insulto, que entre nosotros persistía todavía la dictadura, encontró, desde el Poder Ejecutivo, pero en consonancia con años de acción militante de infinidad de organizaciones y personalidades que lucharon por la democratización de la comunicación, el camino, ahora sí, hacia el Congreso de la Nación.
La entrada, la semana pasada, del proyecto de ley de servicios audiovisuales supone, estimado lector, un acontecimiento histórico de enorme magnitud y no sólo por su relevancia en la esfera de la comunicación y la información, sino porque habilita un extraordinario debate que atraviesa de lado a lado la vida de los argentinos. Todo se está y se seguirá discutiendo: la significación de los lenguajes audiovisuales en la trama de nuestra cotidianidad; la relación entre democracia y corporaciones económicas; lo público y lo privado, el mercado y la cultura; el poder y sus modalidades; la libertad de expresión, los monopolios y el rol de las empresas mediáticas; los distintos modos de la distribución tanto de la riqueza material como de la cultural-simbólica. Algo de inusual importancia se ha liberado en el presente nacional; algo que supone abrir los múltiples tonos de un debate fundacional y decisivo.
No se trata, entonces, de un problema entre el Gobierno y el Grupo Clarín. Se trata de algo mucho más sustancial y decisivo, se trata de la democracia, de su calidad, de su diversidad y de su multiplicidad. Se trata de abrir espacios para que aquellos que no suelen tenerlos puedan manifestarse. Voces y más voces para ampliar la democracia y la participación. Pero se trata, también, de enfrentar la naturalización neoliberal que nos hizo creer que el mundo de la comunicación y de la información se correspondía con la única forma viable en la época del capitalismo especulativo-financiero: el mercado y sus leyes, el mercado y sus beneficios. Este giro inesperado supone abrir las compuertas para liberar los lenguajes de la comunicación de su encorsetamiento privatista y rentabilístico; supone buscar otros vínculos entre lo público y lo privado.
Lejos entonces de la pasividad y mucho más lejos de aceptar que su hora ya está cumplida, el Gobierno ha doblado la apuesta y ha colocado en el corazón de la democracia argentina la posibilidad de recrearla en un sentido más genuino y decisivo liberándola del peso asfixiante que todavía significa la persistencia de una ley heredada de la noche dictatorial. Nada más y nada menos. Y mientras tanto el desconcierto reina entre los que creían haberse sacado la sortija.
Ricardo Forster