En 1851 fue inaugurada, en un clima de apoteosis, la primera Exposición Universal en Hyde Park. Karl Marx, quien por entonces afinaba en Londres su monumental análisis de la forma mercancía, la visitó.
Si hay que creer a los comentaristas más contemporáneos y más italianos de Marx (Agamben), es probable que en sus consideraciones sobre el fetichismo de la mercancía (la cuarta parte del capítulo primero del Capital que lleva por título “El carácter de fetiche de la mercancía y su secreto”) haya contribuido el recuerdo de la impresión experimentada en aquella ocasión.
Marx se preocupa por la transformación de los productos del
Karl Marx
trabajo humano (las cosas) en meras apariencias fantasmagóricas de cosas (la mercancía cae y a la vez no cae bajo los sentidos).
Si las cosas se caracterizan por su valor de uso (por su capacidad para satisfacer necesidades de algún tipo), la mercancía, en cambio, “a la vez inasible e inasible”, es un bien inmaterial y abstracto, cuyo goce concreto es imposible salvo a través de la acumulación y el intercambio.
La mercancía sepulta el valor de uso de las cosas bajo el valor de cambio que le agrega y, así, el producto del trabajo humano adquiere un “carácter místico” (“se abandona a caprichos más extraños que si se pusiera a bailar”, escribe Marx).
El secreto de la mercancía, su carácter de fetiche (es decir: objeto a la vez presente y ausente, sensible e inmaterial) se encuentra no en un centro vacío, sino en la juntura entre el valor de uso y el valor de cambio, que progresivamente va aniquilando la posibilidad de goce concreto de las cosas, transformándolas en objetos mágicos sólo sujetos a la contemplación, pero no a la apropiación.
Muchos años después, Walter Benjamin definirá a las Exposiciones Universales como “lugares de peregrinación al fetiche-mercancía”. Los peregrinos concurren (para reforzar un credo) en tanto público, que sabe ya que no podrá gozar de tales apariencias de cosas, por completo alejadas de su esfera de experiencias: van a contemplar un caprichoso baile de fantasmas.
Muchos malosentendidos desencadenó una caracterización tan decimonónica (Marx no sabía que era el don y no el trueque la forma original del intercambio), cuando se intentó trasladar ese conjunto de definiciones al universo cultural (donde los bienes simbólicos no son, propiamente, cosas).
¿Habría que decir que los libros, como mercancía, sepultan el valor de uso (la lectura) y que, por lo tanto, las Ferias del Libro no son sino la apología del fetiche-mercancía? ¿Habría que decir que la Feria del Libro de Buenos Aires (“Del autor al lector”), sostiene la fetichización del libro y sobre todo, de esas ominosas nociones, el autor y el lector, transformados mágicamente en mercancías?
¿Habría que insistir en que el público que concurre a la Feria del Libro carece, por principio, de toda capacidad de uso (de lectura) de las mercancías que se exponen ante sus ojos y que éstas han perdido su potencia? ¿Nos abandonaremos a la nostalgia marxiana por el valor de uso perdido?
Mejor sería pensar la Feria del Libro (que se postula, indudablemente, como celebración y como epifanía) en el contexto de una teoría de la fiesta (es decir, del gasto improductivo, del potlatch).
Mejor sería pensar los fundamentos de un programa que se propusiera una nueva relación con las cosas, que permitiera una apropiación de la irrealidad más allá de la acumulación capitalista y más allá del retorno imposible al goce del valor de uso, que nos pusiera a bailar con los fantasmas. No hay otra redención posible sino ese programa de apropiación y de desposesión.