La sonrisa de Dan Brown
Por Rodrigo Fresán
Un año en la cima de los rankings.
15 millones de ejemplares vendidos. Traducciones a 40 idiomas. Efecto contagio en las ventas de libros sobre Leonardo, María Magdalena, los templarios y el Santo Grial. Sitios en Internet, polémicas, teorías conspirativas, sociedades secretas que dominan el mundo, códigos milenarios. Hordas de católicos deseosos de ver a su autor, Dan Brown, ardiendo en el infierno. Coros de devotos que celebran la aparición de alguien que por fin dice la verdad sobre la descendencia de Cristo, el secreto del Grial y los inventos de Da Vinci que los servicios secretos del mundo se disputan. La fiebre de El Código Da Vinci está entre nosotros.
Nadie se pregunta aquí y ahora –a diferencia de lo que ocurre desde hace siglos con La Gioconda– cuál es el misterio detrás de la sonrisa del escritor norteamericano Dan Brown porque los motivos para semejante satisfacción están delante de todos y de todo. Pilas y pilas de un libro en cuya portada sonríe la misteriosa musa del artista del Renacimiento. Ese superhombre que dio origen al término “Rennaisance Man” a la hora del elogio definitivo para aquel que –a diferencia de Dan Brown– hace “de todo” y todo lo hace bien.
Lo cierto es que –como Leonardo– Brown hizo varias cosas antes de pegarla escribiendo libros malos. La diferencia con Leonardo es que Brown no destacó demasiado en ninguna. Hijo de un profesor de matemáticas y de una especialista en música sacra, Brown creció en Exeter –en la misma calle donde se educó otro escritor, un escritor mejor que él, John Irving– y, aseguran sus publicistas, “ya desde niño se interesó por las conflictivas relaciones entre ciencia y religión”. Me pregunto de qué modo manifestará un niño semejantes preocupaciones… No importa: la cuestión es que Brown se licenció en el Amherst College y la Phillips Exeter Academy, dio clases de inglés y, evidentemente, dejó de preocuparse por los conflictos eclesiásticos en los laboratorios porque en algún momento resolvió que el siguiente paso era ser músico de renombre. Así que Brown se fue a Hollywood a componer para las películas; pero la cosa no funcionó y su máximo hit fue componer un himno para la ceremonia de apertura de las Olimpíadas de Atlanta. Esa en la que pusieron bomba y, quién sabe, tal vez semejante efeméride conspirativa convenció a Brown que lo suyo era ponerse a pensar y escribir techno-thrillers. No le fue nada mal con Digital Fortress y Deception Point. Le fue todavía mejor con Angels and Demons, novela donde –tal vez porque odia a su madre– empieza a pegarle duro a la Iglesia. Después se le ocurrió la idea de hacer algo con la figura de Leonardo. Porque Leonardo daba para todo en vida y, pobrecito, da para mucho más muerto.
Datos impertinentes
El Código Da Vinci lleva más de un año en el primer puesto de las listas de best-sellers –posición en la que debutó– y lleva facturados 15.000.000 de ejemplares en cuarenta idiomas (¿existen cuarenta idiomas?) y, de paso, intensificando considerablemente las ventas de libros sobre Leonardo, los templarios, María Magdalena, el Santo Grial y, supongo, cómo no ser asesinado en el Louvre.
A la hora del español, los derechos de la novela de Dan Brown fueron adquiridos por la Editorial Umbriel por apenas 12.000 euros y –tan segura estaba de lo que se venía– que lanzó al mercado una primera edición de 150.000 copias con las que inundó las megalibrerías. Se agotaron en un mes. Así, El Código Da Vinci lleva vendidas 1.000.000 de copias en español, 75.000 más en catalán, y Umbriel compró las tres novelas anteriores de Brown (una de ellas, la ya mencionada Angels and Demons también protagonizada por el “simboligista” de Harvard Robert Langdon luchando aquí contra la legendaria secta de los Illuminati). Pero ha sido Planeta quien se quedó con la todavía inédita pero seguramente polémica a futuro The Solomon Key, tercera aventura de Langdon –que transcurrirá en los tenebrosos pasillos del Washington D.C. masónico donde se encuentran a buen cuidado secretos centenarios sobre los padres fundadores de la patria– a publicarse en el 2005 previa firma a ciegas de un cheque de 1.200.000 euros. Para matar el tiempo, Planeta ha rescatado una novela del 2000 en la misma onda, El último merovingio de Jim Hougan, y vende bastante. Plaza y Janés, no queriendo ser menos, ha creado a su propio Dan Brown, acaso mejorado por su condición femenina y apellido nacional, y ahí está Julia Navarro trepando por las listas de ventas con algo que se llama La hermandad de la sábana santa. Buena suerte a todos. Mientras tanto y hasta The Solomon Key, Brown ya ha escogido personalmente el directorencargado de llevar El Código Da Vinci al cine. Alguien tan mediocre como él: Ron “Una mente brillante” Howard.
Y ahora que lo pienso: El Código Da Vinci –adicto a las alteraciones gratuitas y regaladas– sí consigue alterar los factores de una ecuación: El Código Da Vinci ni siquiera es una mala novela. El Código Da Vinci suena y se lee más como una novelization: uno de esos libros rápidamente confeccionados a partir del guión original de una mala película para ser vendido junto con el pochoclo y la Coca y el bombón helado.
Comparaciones nada odiosas
Y más de uno, leyendo esto, dirá “cómo se nota que se muere de envidia por no ser Dan Brown”; por lo que me apresuro a dejar bien claro que, no, no quiero ser Dan Brown. No podría serlo. Carezco del talento necesario para escribir El Código Quinquela o El Código Evita o El Código K o cualquier otro código. Mi ADN de escritor no incluye ese gen o ese cromosoma. Lo que sin embargo no me impide –como habitual consumidor de literatura popular, de thrillers complejos y paranoicos, de best-sellers que cambian la historia editorial con tramas donde se altera la historia universal– tener el criterio suficiente como para distinguir lo excelente de lo pésimo dentro de los territorios de lo que algunos consideran trash pero que yo disfruto con la misma intensidad que otros se permiten sentir nada más que a la hora de los clásicos. Es decir: jamás olvidaré el éxtasis que me produjo The Matarese Circle de Robert Ludlum, quien, en comparación con Dan Brown, es algo así como Thomas Mann. Así que dejémoslo claro: Dan Brown no es el Stephen King de los buenos tiempos (ni siquiera le llega a los talones al King de estos días) y mucho menos el Phillip Pullman que por estos días escandaliza a la Iglesia británica con la adaptación teatral de su trilogía juvenil His Dark Materials. Tampoco parece haber aprendido nada del Don DeLillo fetichista de Running Dog o de Underworld, donde los griales perseguidos son una bunker-home-movie porno de Adolf Hitler o una legendaria pelota de baseball. Brown tampoco es el eficaz Dean Koontz conspirativo de Sole Survivor o Dark Rivers of the Heart. Y nada que ver con las locuras de Douglas Preston y Lincoln Child, creadores del impar agente Pendergast del FBI. Y –para citar cuatro de los más brillantes exponentes del género criptográfico de los últimos tiempos–, Brown está a años luz del monumental Cryptonomicon de Neal Stephenson (narrando la saga de una familia de criptólogos y hackers); de la rigurosa documentación de The Dante Club de Matthew Pearl (donde un asesino serial acosa a los primeros traductores de La Divina Comedia al inglés en la Boston de 1865); del delirio paródico de The Illuminatus Trilogy de Robert Shea & Robert Anton Wilson (suerte de compendium de paranoias norteamericanas); o de ese perfecto pastiche con espías y ocultismo que es Declare de Tim Powers –amigo y discípulo de Philip K. Dick– que aquí narra las idas y vueltas de una operación del servicio secreto inglés in progress durante décadas incluyendo las figuras y participaciones de Kim Philby, T. E. Lawrence y fuerzas sobrenaturales en la cima del bíblico monte Ararat.
Vamos a decirlo claramente: El Código Da Vinci está tan pero tan mal escrita que produce escalofríos. Sus personajes tienen el espesor de la madera balsa, sus diálogos son de una artificiocidad pocas veces leída y oída (sólo sirven para transmitir pesados ladrillos de data que suenan exactamente como si se los leyera de una enciclopedia o se los bajara de Internet) y su sentido del vértigo (la trama de estos libros siempre está saltando de un país a otro y ese jet-lag no es fácil de contar) por momentos recuerda a esas cámaras rápidas de El Show de Benny Hill. Y lo más importante, lo más imperdonable en estas lides: su argumento no tiene sentido alguno. En El Código Da Vinci Brown apenas reescribe buena parte de los best-sellers non fiction de los ‘80 The Messianic Legacy y Holy Blood, Holy Grial firmados por la tríada templario-magdalénica de MichaelBaigent & Richard Leigh & Henry Lincoln; falsea y distorsiona hechos probados; no respeta ningún tipo de coordenada histórica a la hora de lanzar hipótesis al aire para ver cómo y dónde caen; mientras invoca una y otra vez una exhaustiva investigación y una aluvional bibliografía. Una cosa es alterar la Historia en nombre de una historia, sí; pero lo mínimo que se pide como peaje a estos libros a la hora de modificar el curso de los acontecimientos es que, antes, por lo menos, se sepa bien cómo fueron las cosas para recién después proceder a cambiarlas por obra y gracia de la ficción.
Y de acuerdo: yo leí El Código Da Vinci en un día. Pero fue un día –ayer mismo– que no olvidaré fácilmente. Todo un día dedicado a un libro que ya estoy olvidando.
Verdades mentirosas
Alcanza con apenas mojarse los pies en las orillas de la Web para comprobar los maremotos y tsunamis causados por esta novelita. Sólo en la entrada correspondiente a El Código Da Vinci de la librería virtual Amazon.com hay 2917 mensajes –y subiendo– de creyentes y agnósticos. Allí adentro –en ese otro planeta dentro de éste– se baten a duelo los furibundos católicos que acusan a Brown de blasfemar sin ton ni son y los brownitas que lo defienden como un iluminado investigador de las patrañas y conjuras de una Iglesia corrupta y criminal. No opinaré sobre este asunto porque no es de mi interés y –si nos ponemos a hilar fino– lo que se defiende y se ataca es la legendaria figura de un mesías para la que no existe ninguna evidencia histórica firme más allá de los Evangelios y de una reciente película de Mel Gibson. Tampoco puedo decir que me caiga muy bien el Opus Dei (los malos del asunto para Brown) o que no pueda apreciar la sinuosa astucia del autor a la hora de teñir toda su novela con un apenas subliminal perfume feminista: porque aquí la cosa va de reivindicación de la prostituida figura de María Magdalena, santa madre de un hijo de Jesús, devota intérprete de la mejor canción de Jesus Christ Superstar y bla bla bla. Y ya se sabe: no hay mejor publicista que la Iglesia a la hora de denunciar algo que no le guste. Alcanza con que la Iglesia condene algo para que los fieles e infieles salgan corriendo a morder la manzana prohibida. Brown y su agente y su editor, seguro, cayeron de rodillas cuando se empezó a condenar la novela desde publicaciones católicas porque –lo tenían muy claro– todos esos católicos consumidores de esas revistas saldrían corriendo hacia la librería Barnes & Noble más cercana para hacerse de su ejemplar del fruto prohibido.
Pero sí me siento con derecho y obligación de defender la figura de Leonardo a la que Brown –con su telaraña de frágiles y pegajosas teorías– convierte en poco menos que en un idiota a partir de sus “descubrimientos”, que tuvieron lugar cuando Brown “estudiaba Historia del Arte en Sevilla”. Mucho más respetuosa –y divertida– es la “falsificación” de Leonardo que se nos presenta en la serie Alias –esa lograda cruza de Felicity con la Jo de Mujercitas con una Emma Peel estilo Britney Spears– bajo el nombre de Rambaldi: un genio renacentista que ya en la época de los Medici –mientras el resto de sus colegas perdía el tiempo esculpiendo Madonnas o pintando Primaveras– se divertía diseñando futuristas armas de destrucción masiva por las que hoy luchan y se matan las agencias de inteligencia de todo el planeta.
A ver: Brown asegura que en el fresco de Leonardo titulado La última cena, el apóstol sentado a la derecha de Jesús no es Juan sino María Magdalena. Así nomás. El problema es que Brown parece ignorar por completo la existencia de bocetos previos y consultables del gran fresco: retratos de todos y cada uno de los apóstoles donde aparecen clara y perfectamente identíficados –ahí están los nombres con su preciosa y precisa caligrafía– de puño y letra de Leonardo. Y pregunta: si –contra todaevidencia– esa figura sí fuera la de María Magdalena, entonces dónde está Juan: ¿fue al baño?, ¿salió a ver si llovía?
Otra: Brown gana páginas y nos hace perder el tiempo teorizando sobre la misteriosa ausencia en el cuadro del cáliz o santo grial (para Brown el nombre en clave del divino feto que Juan…, perdón, María Magdalena ya lleva en sus tripas) sin darse cuenta que lo que se representa en La última cena no es el momento de la eucaristía sino el instante previo en el que Jesús comunica a sus seguidores que uno de ellos lo traicionará. De ahí la expresión pasmada de los comensales que, no, no se muestran consternados porque alguien se robó una copa sino porque hay una serpiente oculta entre ellos.
Otra más: Brown advierte sobre la presencia de una misteriosa letra M en el cuadro. Juro y vuelvo a jurar que la busqué en las reproducciones y ampliaciones del megalibro que Taschen le dedicó al genio nacido en Vinci y la M no aparece por ninguna parte.
Y para ir saliendo: Brown segura que la mano del apóstol sentado junto a “María Magdalena” (no sé quién, tal vez sea la novicia rebelde con barba postiza) está ejecutando esa señal mafiosa de pasar el dedo por la garganta para comunicarle a alguien que muy pronto estará –Corleone dixit– “durmiendo con los peces” y, ahora que lo pienso, el pez es el símbolo de los primeros cristianos y cómo se le escapó semejante “descubrimiento” a Brown.
Y muchas más; pero mejor lo dejamos aquí para no perder el tiempo en otras afirmaciones todavía más delirantes de Brown como, por ejemplo, su teoría sobre el origen de los anillos olímpicos (que él atribuye a no sé cuál diosa pagana, cuando es sabido que representan el número de disciplinas olímpicas en los principios del festejo deportivo, que se pensó en ir agregando sucesivos anillos, pero que se dieron cuenta que quedaba más lindo así); su delirio en cuanto a que las plantas y portales de las catedrales góticas eran representaciones codificadas y arquitectónicas de vulvas y clítoris; o su “certeza” de que los merovingios fundaron París. Total, ya lo van a agarrar Asterix y Obelix.
Estados desunidos
El verdadero misterio, el auténtico código a develar es, sí, cómo es posible que esta novela mediocre –habiendo tantas otras novelas mediocres y mucho mejores en este género– tenga semejante éxito y goce de la patológica necesidad de ser considerada verosímil, cierta, palabra sagrada por sus lectores. Está claro que muchos de quienes consumen este libro pertenecen a esa fe del que lee, con suerte, nada más que un libro al año y que necesita creer en él con la misma pasión ya olvidada con la que alguna vez juró por La novena revelación. Pero eso no explica la cantidad de personas inteligentes que aseguran que se trata de “un buen thriller de ritmo desenfrenado” y “exhaustivamente documentado”, etc. Misterio de misterios. Que Dios y su hijo y su nieto y linaje incoporated nos ayuden.
Digamos que las sectas y las conspiraciones –desde los tiempos de los magnates Morgan y Ford iniciados en los misterios de los Protocolos de Sión, pasando por el nunca del todo esclarecido magnicidio de Kennedy, hasta llegar a estos días de comisiones investigando los cómos y porqués del 11 de septiembre– siempre han fascinado al inconsciente norteamericano y, por lo tanto, mundial. No es casual que los veteranos en estas lides Dominique Lapierra y Larry Collins –aprovechando el fragor apocalíptico de nuestros días– se hayan vuelto a juntar luego de veinticuatro años para confeccionar una oportunista remake actualizado de su propio El quinto jinete con el título de ¿Arde New York? Nada les gusta más a los norteamericanos que leer ficciones sobre su final mientras habitan una no ficción que creen inmortal, eterna. Sumarle a esta creencia en su país como manifestación geográfica del Espíritu Santo el factorconspirativo-religioso (mientras cada vez caen desde la gloria más sacerdotes pederastas) más el factor hembra prohibida (mientras se tacha de anatema el pezón oscuro de Janet Jackson) y así tenemos un lindo producto que no es otra cosa que un viejo producto con tapas nuevas pero contenidos reciclados.
Digamos que el culpable involuntario de todo este género donde la religión se mezcla con el crimen y la obra de arte –y donde la alta cultura desciende a los territorios de la novela “de género” con intenciones posmo– fue Umberto Eco con El nombre de la rosa. Digamos también en su defensa que él mismo se propuso destruir el monstruo que había creado con El péndulo de Focault: su segunda novela y un casi ilegible tractat folletinesco en el que el semiólogo se reía de los obsesivos consumidores de teorías, cábalas y rumores. Lo cierto es que Eco no lo consiguió y que hoy sus hijos bastardos se cuentan por cientos y sus lectores por millones. Y –puestos a recomendar una perversión divertida– ahí están las novelas de Christopher Golden donde una secta de benéficos vampiros se enfrenta a los demoníacos ángeles cultivados en los sótanos del Vaticano por la custodia de un “Evangelio de las Sombras”, texto/cerradura que abre las puertas del infierno o los cielos del paraíso.
Ya en 1966 –en plena muy caliente Guerra Fría– el escritor invisible Thomas Pynchon se había reído de toda esta locura en su novela más breve (no alcanza las 150 páginas) pero, también, la más inmensa. En La subasta del Lote 49 se nos cuentan las peripecias de una tal Oedipa Mass, heredera involuntaria de un viejo amante y magnate que la pone en el punto de mira de varias organizaciones más o menos secretas obsesionadas con la existencia de un sistema postal clandestino llamado WASTE o Trystero que se remonta a los tiempos de Jacobo I y que continúa “una tradición de 800 años de fraude postal” para acabar conformando una “historia secreta del mundo” que conecta directamente con “la locura inducida artificialmente en los campos de exterminio de Hitler”.
Al final –como corresponde, como bien canta Bob Dylan en una de sus varias canciones codificadas– “Nada es revelado”. Mejor esto –la caótica realidad verdadera– que lo que nos propone Brown: la ordenada mentira irreal.
El poeta americano Ishmael Reed lo explicó mejor que nadie: “La historia del mundo es la historia de la guerra entre sociedades secretas”. Así que, mejor, un consejo: que se maten entre ellos. Entre templarios, illuminatis, cátaros, castrati, monjes zen, rosacruces, protocolarios, opusdeicos, legionarios de cristo, tradición y familia y propiedad y lo que venga. Que mueran felices y que sean best-sellers, da igual. Mientras tanto uno reza por la pronta manifestación de Police Gazette, conclusión de la trilogía americana de James Ellroy –que ya incluye a American Tabloid y a The Cold Six Thousand– que narra al detalle la locura intrigante de sociedades públicas como el FBI, la CIA, las Mafias italiana y judía y cubana y, last but not least, aquella a la que pertenecen los inquilinos en rotación de la negra Casa Blanca y del anguloso Pentágono: esas sí que son conspiraciones, esos sí que son códigos, esos sí que hacen dinero con sus fantasías verdaderas.
Y también –cuando todo ha sido consumado, cuando se preguntan eso de “padre, por qué me has abandonado” y se consuelan pidiendo un “perdónalos porque no saben lo que hacen”– escriben best-sellers mentirosos para que la gente se los crea.
Y la gente se los cree.