Naomi Klein. PERIODISTA Y ENSAYISTA
Mi primer encuentro con el Ejército Mahdi liderado por el clérigo chiíta Muqtada al-Sadr se registró en Bagdad. El jefe de la ocupación norteamericana, Paul Bremer, acababa de clausurar en marzo el diario Al Hawza, portavoz del clérigo, tras denunciar que los artículos donde se comparaba a Bremer con Saddam Hussein incitaban a la violencia contra los estadounidenses. Sadr convocó a simpatizantes para que protestaran, exigiendo la reapertura del periódico.
Fui a la demostración, pero no estaba vestida como para integrar una multitud de devotos chiítas. De repente, un miembro del Ejército Mahdi, todo vestido de negro, dijo que quería hablar con mi traductor. La situación se agravó. Otro soldado islámico agarró a mi traductor y lo empujó contra un muro, lesionando su espalda.
Fue una buena lección acerca de lo que es al-Sadr: no alguien que intenta liberar a los iraquíes del yugo imperialista, como lo consideran algunos sectores de izquierda, sino alguien que desea que los extranjeros se vayan de Irak a fin de maniatar y controlar grandes sectores de la población por su cuenta.
Tampoco es al-Sadr un villano unidimensional tal como lo describe la prensa. Su pedido para que haya elecciones limpias y se ponga fin a la ocupación exigen nuestro inequívoco respaldo. No porque seamos ciegos a las amenazas que plantea, sino porque el respeto a la autodeterminación significa admitir que no nos corresponde a nosotros controlar el desarrollo de una democracia.(…) No existe duda alguna que los iraquíes encaran una creciente amenaza del fanatismo religioso, pero los soldados norteamericanos no protegerán a las mujeres y a las minorías en Irak mucho más de lo que protegieron a los iraquíes que fueron torturados en la cárcel de Abu Ghraib, o a los que fueron bombardeados en Faluya o en ciudad Sadr. Inclusive bajo la mejor perspectiva, la actual opción en Irak no es entre el peligroso fundamentalismo de al- Sadr y un gobierno democrático secular.
Es entre elecciones limpias — con riesgo de entregar el poder a los fundamentalistas, aún cuando también se permitirá la organización de fuerzas seculares y moderadas— o elecciones fraudulentas destinadas a dejar el país en manos de Iyad Alaui y el resto de sus pistoleros entrenados por la CIA. Es por eso que al-Sadr está siendo buscado, debido a que es la principal amenaza al control militar y económico de Irak por parte de Estados Unidos. Los intentos por silenciar a al-Sadr han servido para que los chiítas se sientan acosados: muchos de ellos buscan refugio en el fundamentalismo.
Este cambio de actitud es evidente en todas las encuestas. Una encuesta de la Autoridad Provisional de la Coalición realizada en mayo, luego del primer asedio a Nayaf, determinó que la opinión acerca de al-Sadr había mejorado en un 81 por ciento de los entrevistados. Otra encuesta, del Centro de Investigaciones y Estudios Estratégicos de Irak, señaló que al-Sadr, una figura absolutamente marginal seis meses antes, era el segundo político más influyente del país después de al-Sistani. Más alarmante: los ataques parecieron acrecentar el respaldo no sólo hacia al-Sadr sino hacia la teocracia en general.
Un mes antes de que Bremer ordenara la clausura del diario de al-Sadr, una encuesta de Oxford Research International indicó que una mayoría de iraquíes deseaba un gobierno secular. Sólo un 21 por ciento de los entrevistados dijo estar en favor de un “estado islámico”, y sólo un 14 por ciento prefería a “políticos religiosos”.
Pero con la ciudad de Nayaf sitiada, en agosto, por fuerzas norteamericanas, el Instituto Internacional Republicano dijo que un 70 por ciento de los iraquíes deseaban que el islamismo fuese la base del estado.
Así, las personas que me dijeron en marzo que respaldaban a al-Sadr pero nunca votarían por él, están cambiando de opinión. Es que los helicópteros artillados son buenos para matar gente. Pero las creencias, cuando son atacadas, tienden a diseminarse.