Por Umberto Eco
No se puede sostener que algunas bellas páginas puedan solas cambiar el mundo. La obra entera de Dante no logró restituir el sacro Emperador romano a las comunas italianas. Sin embargo, el Manifiesto del Partido Comunista, publicado por Marx y Engels en 1848, y que ciertamente ha influido en los acontecimientos de dos siglos, debe ser releído desde el punto de vista de su calidad literaria, o por lo menos, de su extraordinaria estructura retórico-argumentativa.
En 1971 apareció el pequeño libro de un autor venezolano, Ludovico Silva, El estilo literario de Marx, publicado en Italia en 1973 por Bompiani. Creo que está ya agotado, y valdría la pena reeditarlo.
Refiriéndose a la historia de la formación literaria de Marx (pocos saben que escribió también poemas, muy malos en la opinión de los que los leyeron), Silva analizó toda la obra marxiana.
Curiosamente, dedicó sólo pocas páginas al Manifiesto, quizás porque no es una obra estrictamente personal.
Es una lástima: se trata de un texto formidable que alterna tonos apocalípticos e ironía, eslogans eficaces y explicaciones claras, y que —si realmente la sociedad capitalista quiere vengarse de los fastidios que estas no muy numerosas páginas le han causado— debería ser religiosamente analizado hoy en las escuelas para publicistas.
Reléanlo, por favor. Empieza con un formidable golpe de timbal, como la Quinta de Beethoven: “Un fantasma recorre Europa” (no olvidemos que estamos cerca ya del comienzo prerromántico de la novela gótica, y los espectros son entidades que se deben tomar en serio).
Sigue inmediatamente después una historia a vuelo de pájaro de las luchas sociales, desde la antigua Roma hasta el nacimiento y desarrollo de la burguesía, y las páginas dedicadas a las conquistas de esta nueva clase “revolucionaria” constituyen su poema fundador, todavía válido para los sostenedores del liberalismo.
Se ve (quiero decir exactamente “se ve”, en sentido casi cinematográfico) esta nueva fuerza irrefrenable que, impulsada por la necesidad de nuevas salidas para sus mercancías, cruza todo el orbe terráqueo (y a mi parecer aquí el judío y mesiánico Marx piensa en el inicio del Génesis), trastorna y transforma países lejanos porque los bajos precios de sus productos son una especie de artillería pesada con la que derrumba cualquier muralla china, hace capitular a los bárbaros más endurecidos en el odio contra el extranjero, instaura y desarrolla las ciudades como signo y fundamento de su propio poder, se multinacionaliza, se globaliza, hasta inventa una literatura ya no nacional sino mundial…
Al final de esta apología (que convence porque es sinceramente sentida) llega de improviso el viraje dramático: el nigromante se halla impotente para dominar las fuerzas subterráneas que ha evocado, el vencedor se ahoga en su propia sobreproducción y genera en su propio regazo, de sus mismas entrañas, a sus sepultureros, los proletarios.
Entra ahora en escena esta nueva fuerza que, en un primer momento dividida y confusa, se empeña con furia en la destrucción de las máquinas y se deja usar por la burguesía como masa de choque, obligada a luchar contra los enemigos de sus propios enemigos, y absorbe gradualmente la parte de los adversarios que la gran burguesía proletariza: artesanos, negociantes, campesinos propietarios.
La revuelta se vuelve lucha organizada, los obreros están en contacto recíproco por medio de otro poder que los burgueses han desarrollado para su propio provecho: las comunicaciones. Y aquí el Manifiesto cita los ferrocarriles, pero piensa también en las nuevas comunicaciones de masas (no olvidemos que Marx y Engels, en La Sagrada Familia, supieron usar la televisión de la época, es decir, la novela de folletín, como modelo del imaginario colectivo, criticando su ideología pero al mismo tiempo utilizando lenguaje y situaciones que ella había popularizado).
En este punto entran a escena los comunistas. Antes de decir de manera programática quiénes son y qué quieren, el Manifiesto (con un movimiento retórico soberbio), desde el punto de vista de la burguesía, plantea que los teme y levanta algunas aterradoras preguntas: ¿pero ustedes quieren abolir la propiedad privada?,¿quieren la comunidad de las mujeres?,¿ quieren abolir la religión, la familia, la patria?
Aquí, el juego se hace sutil, porque a todas estas preguntas el Manifiesto parece contestar de manera tranquilizadora, como para ablandar al adversario, pero luego, con un movimiento repentino, lo golpea en el plexo solar y obtiene el aplauso del público proletario… ¿Queremos abolir la propiedad privada? ¡Qué va!, las relaciones de propiedad han sido siempre objeto de transformación: ¿Acaso la revolución francesa no ha abolido la propiedad feudal a favor de la burguesa? ¿Queremos abolir la propiedad privada? Que tontería, no existe, porque es una propiedad de un diez por ciento de la población en contra del 90 por ciento. ¿Nos acusan entonces de querer abolir “su” propiedad? Si, es exactamente lo que queremos hacer. ¿La comunidad de las mujeres? ¡Pero, vamos, lo que nosotros queremos es más bien quitarles el carácter de instrumento de producción! ¿Creen realmente que queremos comunizar a las mujeres? ¡Pero si la comunidad de las mujeres la han inventado precisamente ustedes, que además de usar a sus propias esposas aprovechan a las de los obreros y como mejor pasatiempo practican el arte de seducir a las de sus iguales! ¿Destruir a la patria? ¿Cómo se puede quitar a los obreros lo que no tienen? Nosotros queremos más bien que, triunfando, los proletarios se constituyan en nación…
Dos slogans memorables
Y así sucesivamente, hasta aquella obra maestra de reticencia que es la respuesta sobre la religión. Se intuye que la respuesta es “queremos destruir esta religión” pero el texto no lo dice: antes de enfrentar un tema tan delicado, que pasa por alto, da a entender que todas las transformaciones tienen un precio, pero mejor por ahora no abrir capítulos demasiado candentes…
Sigue luego la parte más doctrinaria, el programa del movimiento, la crítica a los varios socialismos, pero en este punto el lector está ya fascinado por las páginas anteriores. Y si la parte doctrinaria resultara demasiado difícil, he aquí el golpe final, dos eslogans que cortan la respiración, fáciles de retener en la memoria, destinados (me parece) a una fortuna fabulosa: “los proletarios no tienen nada que perder (…) salvo sus propias cadenas” y “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.
Además de la capacidad poética para inventar metáforas memorables, el Manifiesto permanece como una obra maestra de retórica política (y no solamente) que debería ser estudiada en las escuelas, junto con las Catilinarias y el discurso shakesperiano de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César. Porque, dada la amplia cultura clásica de Marx, no hay que excluir que haya tenido presentes estos textos.