Eugenia me pasó una nota de opinión de Nicolás Casullo. Es interesante para reflexionar como el matrimonio Kirchner viene resistiendo a una tendencia con larga data en la política argentina: dejarse llevar por la agenda impuesta por las grandes corporaciones mediáticas.
Además resalta la reinvención de la política por el “Movimiento Kirchnerista” (Que no lo lea Perón porque me mata)
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En los escasos días que lleva el nuevo gobierno aparece con claridad el eje que organiza la escena política: la disputa entre el Ejecutivo y los grandes medios por imponer, desde perspectivas diferentes, la agenda de “continuidad” o “cambio” que definirá el rumbo nacional.
Por Nicolás Casullo
Opinion
Posiblemente contestarse qué es hacer política desde una perspectiva popular en los actuales marcos de la democracia sea el debate de estos próximos cuatro años en la Argentina y en Latinoamérica. La pregunta no es retórica, ni postergable en nuestro caso, en la era de un proceso que hoy preside Cristina Fernández. La pregunta no ceja de estar a la orden del día todos los días. Y envuelta en esa pregunta madre, se elucidará “la redistribución de la riqueza”, la “política sobre los recursos energéticos”, las ampliaciones democráticas. No desde la abstracción o muletillas.
¿Hasta dónde alcanza una mecánica normativista republicana que canalice acertadamente el imprevisto, la dificultad, la terca historia, todo lo que resta? ¿Hasta dónde, en cambio, pesa la decisión política de gestar política siempre, sin otro reaseguro que las palancas ejecutivas de poder? Hasta dónde ese difícil arte de construir el conflicto, de hacerlo lo más inteligible que permitan las circunstancias, dentro de una normalidad despolitizadora que supura la sociedad de mercado desde sus mitologías, que van desde “gerenciar el mundo sin ideologías” hasta los más ínfimos detalles para la construcción de nuevas subjetividades de época.
En el juego de nuestra democracia vernácula, básicamente mediática, los únicos interlocutores válidos -gestores de relatos “reales”- parecen ser, hoy por hoy, un gobierno actuante y un haz de medios de masas: para un diagrama cotidiano, entre ellos, de una guerra por imponer agendas-relatos.
Las jornadas políticas que se viven son esas dos voces: lo son desde un poder de gobernar el país que se arroga, puede y se permite un itinerario de opciones. Y desde el calendario que produce periodísticamente cierta prensa gráfica matutina, que luego usufructúa y repite gran parte de una radio sin mayores “producciones” propias, y que corona entre crónica roja, melodrama social y movileros a la intemperie los noticieros nocturnos en pantalla.
Es lo que hay, diría un escéptico, refiriéndose al pasaje desde el tiempo de las
masas siglo XX al tiempo de los públicos del XXI. Pero lo cierto es que no se
puede hacer politicología hoy sin esta escena completa -neocultural- de las
narratividades actuantes, que supera en mucho la propia especificidad teórica de “la política” con sus actores y espacios clásicos.
La Presidenta no se equivoca cuando apunta que se trata de una disputa por los relatos. Ella lo dice con cierto eco del campo de los estudios político-culturales, en el intento de darle mayores fronteras comprensivas, de abarcar un fenómeno social amplio y complejo (que fuga de las lecturas inmediatistas y abruma a la propia política). Hace referencia a una narratología que articulan las grandes corporaciones dominantes y sus voceros, en su tarea de tipologizar gentes, relaciones, negocios, rumbos, recetas y vaticinios, tarea que intenta hacerse dueña del día, de la semana, de la encrucijada. Patrimonializar la realidad es situar un relato como centro radiante. En todo caso el kirchnerismo, a los biandazos y sopapos, fue la política que trató de diversas formas de no domesticarse a esa “Constitución Argentina” sin preámbulo ni artículos editados.
Si tomamos las últimas secuencias del acontecer nacional volvemos a encontrarnos con esa escena de los relatos. El gobierno de Cristina Fernández “estaba obligado a cambiar muchos ministros y secretarios cuestionados”. A la vez por “tales y cuales lógicas y señales a la vista” no tenía más remedio que aceitar aceleradamente las relaciones con USA. La deuda con el Club de París “obligaba a una rápida respuesta” a como diese lugar. La relación con el presidente Hugo Chávez comenzaría un gradual enfriamiento. La política del nuevo ministro de Economía reconocería los errores del último tiempo de Kirchner. El modelo de las relaciones con el sindicalista Hugo Moyano llegaba a su abrupto fin, habría notables cambios de perspectivas en el Ministerio de Defensa, el presidente saliente se distanciaría hasta geográficamente de su esposa para simular y aparentar su condición de “ex”, la relación de Cristina con los medios sin duda iba a dejar atrás la disputa política sobre los medios que caracterizó la conciencia de los habitantes de la Casa Rosada.
He aquí una agenda en oferta. No sólo un derrotero a cumplir, sino una instalación de la Argentina “conveniente”, un estado de los valores, una
bucólica y “neutra” estampa informativa, una fabricación del país verdadero, un puro presente sin pasado histórico, la imposición de un léxico, una
neutralización de los nudos que hacen a la política, la instauración de una
mirada analítica conservadora, un curso de tesis políticas sobre la comprensión del mundo. Podría decirse que en la gestación de un relato, este, lo menos importante es la superficie escrita, el copete, la frase del tecnócrata autorizado, si no ese inestimable mundo de sentidos callados que la narración derrama por debajo de sí misma como el efectivo estado de las cosas. El relato es la disputa por la historia nacional.
El otro relato
La renovada discusión sobre la índole de la política en la Argentina -para una
democracia ceñida por una alta injusticia social y en un capitalismo
globalizado- es un campo de actuación y debate reabierto por el kirchnerismo de manera contradictoria, limitada pero a la vez lo suficientemente despejada. Un claro en el bosque para repensar las cosas, diría un discutido filósofo alemán.
Los últimos cuatro años fueron un desaliñado cortar maleza, lazos, lianas y
follajes carcelarios de por lo menos medio siglo de un paquete o país
político-económico-social. Selva de símbolos aprisionantes que la dictadura del ’76 radicalizó hasta convertir en el paisaje hegemónico de una vasta sociedad media nativa. Sobre todo capitalina. Sociedad que de diversas formas se hace representativa “de todos los que somos de por aquí”. Y que la crisis del 2001 soliviantó y desperdigó en muchas direcciones, pero que no cambió lo sustancial de sus valorizaciones, atavismos y autodefensas.
Por el contrario, la carga antipolítica en las calles del finales del 2001 no
fue sólo un gesto de ruptura que libera y desfonda un modelo. Sino también, y en gran medida, un retorno eclosionante de lo siniestro, de la idea de caos y miedo a la pérdida de un mundo nacional “que siempre se pierde” y precisa un orden (desde el origen histórico de la barbarie en Sarmiento, o desde los exilios de inmigrantes con sus historias desaparecidas atrás).
La temeraria apuesta kirchnerista desde su 22 por ciento de votos fue una
reapertura, desde la política, en discusión crítica contra todo aquello que
aparecía como supuesta presencia dominante “desde la no política”, y desde la antipolítica. ¿Quiénes? Los poderes institucionalizados en sectores, espacios, corporaciones, intereses, medios, autoridades y universos simbólicos con la enorme capacidad de reiterar una y otra vez lo dado. Y también contra una desagregada sociedad silvestre en descampado ideológico por la frustración democrática y por el denostado imperio de los partidos políticos. Un mundo histórico liberal-conservador no nuevo, pero ahora extremado, que desde 1955 fue siempre pura “restauración de una antigua historia” (diría Metternich en la Viena del siglo XIX). Restauración antipolítica. Y donde lo político popular de 1973-75 resultó solo fracaso, muerte y fin de un determinado peronismo que no hizo mella en aquella constante.
Solo desde esta perspectiva mayor de narraciones, de memoria, debe también contabilizarse el corto tiempo de la presidencia de Cristina Fernández que repone de inmediato el sello kirchnerista: el poder de la política para fijar un relato de litigio contra la imposición de agendas desde aquellos bastiones tradicionales nunca votados en comicios. La propia puesta en escena de ella, en su discurso de asunción, remite al eje del drama: fue sobre todo un relato, alguien que cuenta. Y así fue tomado en su meditada improvisación. La pieza de la presidenta fue el relato, en su significado más prístino. La evidencia de ese día fue esa dimensión literaria, ese fondo ético-estético con que la política finalmente quiere dirimir un curso comunitario, o abdica frente al mismo.
Y a partir de ese día la escena argentina del presente retomó eso que se decía al principio: la disputa, clave, por la articulación entre voluntad política y
fundamentación argumentativa. Articulación entre decisión de poder y
construcción republicana. Entre la real gobernanza política de las cosas y la
edificación de lo institucional ciudadano bajo una impronta popular. En
definitiva: entre política, verdad y proceso histórico en democracia. Es decir,
la cuestión central a encarar en términos de construcción política diaria, y de
construcción de nuevas identidades políticas semiextraviadas.
Frente a la citada más arriba imposición de aquella agenda “caída del cielo”
desde el sistema de poderes históricos, el nuevo gobierno de Cristina buscó otra vez exponer su mando político del país: “continuidad” ministerial, embestida contra Estados Unidos, postergación de negociaciones con Club de París, ratificación de sus estrechas relaciones con Chávez, confirmación de los lineamientos económicos, ratificación de la relación con la actual CGT, la misma línea de acción para recrear la biografía de las fuerzas armadas, no esconder la figura de Kirchner, y reponer la idea (ya no como producto de encontronazos sino como lectura de un presente) del papel “curiosamente coincidente”, dice ella, entre medios de comunicación y oposición a los gobiernos capitalistas democráticos populares en América latina.
Los nuevos escenarios
Se puede afirmar que la política es esa capacidad decisoria que confronta
democráticamente con lo adversario, ni antes ni después de su justo momento. Que para hacerlo en todo caso no puede perder -aquí, en Washington o París- lo que hoy es tildado de rasgo “populista”, píldora sin embargo que la vitaliza cuandohace falta en término de respuesta, contenido, práctica de una soberanía, simbolización del conflicto, marcado de cancha, visualización de aliados y contrincantes. Esto es, de la invención imprescindible de la política como poder, ya no solo como tesis, hipótesis o bibliografías amedrentadas.
Pero a su vez el combate de los relatos contrapuestos que signan la actualidad argentina exige bastante más que esta voluntad política de acción inmediata, coyuntural. Lo que no logra institucionalizarse, organizar universos delegativos, desplegarse ciudadanamente de manera visible y audible, crear fundamentación, texturas y estructuras políticas para un ordenamiento democratizante, intervenir en un campo político, cultural e intelectual argumentativo para la batalla de las ideas por una nueva república, el relato que no avanza estas piezas en el tablero debilita esa propia política que hace las veces de corazón alerta del cazador solitario, ese arte siempre en tensión de ataque frente a los infortunios diarios del mundo.
El gobierno de Cristina Fernández confirmó este litigio de relatos a partir de
una nueva escena inaugurada en realidad en el 2003. Escena donde la política de la política no resigna atributos decisivos, y donde a la vez el espacio que hace inteligible lo político remite y revela una ecuación mayor de crisis y metamorfosis nacionales profundas: de corte histórico-cultural, biográfico-social, mediático-productivas.
Se habita políticamente una ecuación de globalización y “re” nacionalización de imaginarios, que obliga a una nueva combinación y a otro tratamiento distinto del tema de la república, la democracia y la calidad institucional que directa o disfrazadamente impuso el neoliberalismo de época como único molde. Se vive en una neoescena donde decisión política y el armado de un sistema democrático se lastiman todavía mutuamente en esta edad capitalista de tránsito y mutaciones, como cuestión que no solamente aflige a la Argentina. Se hace política a veces temeraria creando ciudadanía para otra democracia modificadora de lo que impera. O se cuida la democracia pero como hueco y vaciado retórico y se renuncia a lo más genuino de lo político. ¿Cómo superar los límites de ambos relatos latinoamericanos?
Sociedad, políticas y representación
Si nos retrotraemos al principio del gobierno Kirchner, ya se percibe ese choque de relatos. Uno, aquel famoso decálogo del diario La Nación para ser cumplido por el nuevo mandatario: límpida pieza, perla sintetizadora de la dominación histórica de la Argentina siglo XX. Dos, el despliegue desde presidencia de una batería política reformuladora, que más que representar “bases” buscó producir nueva ciudadanía y nueva inteligibilidad de los conflictos. La baja de veintitantos altos mandos de las fuerzas armadas, la profunda reformulación de la Corte, la política no represiva contra permanentes protestas en las calles y piquetes, el respaldo al temible e “inflacionario” poder sindical, Fidel Castro hablando a los estudiantes argentinos en las explanadas de Derecho, el fuerte rechazo al ALCA, el alto quite de la deuda, el fin de los disciplinamientos al FMI, un inédito Mercosur de centroizquierda, la tenaz solicitud del Ejecutivo de juicios al terror militar del ’76, ¿fue un pedido de las mayorías sociales? ¿Fue un desemboque de conciencia sufragista colectiva?
Me temo que no. El triunfo electoral de Menem ese año, y la anecdótica
diferencia entre Kirchner y López Murphy no indican ese derrotero de “las
mayorías”. Pero a la vez señalan, para el período 2003-07, el encuentro de un proyecto capitalista de reforma y desarrollo productivo socialmente inclusor, con un teorema peronista distinto de la relación entre política y sociedad. Con la construcción de un relato de hechos, enunciaciones y memorias que inauguró otros horizontes sociales. Que habilitó otros cursos representativos, y donde una ciudadanía potencial es llevada hacia un “sí misma” distinto a aquel donde supuestamente la historia coyunturalmente la retenía.
En las antípodas ideológicas de esta experiencia del kirchnerismo (que
interpreta en el 2003 una potencialidad social democratizante sin correlato
político todavía que la represente ni que vote tal cosa, potencialidad a
resituar en otro espacio), hace unos días la revista Pensamiento de los Confines publicó una larga y puntillosa entrevista hecha en 1980 por la revista Redacción al almirante Emilio Massera. Diálogo bastante previo a la debacle de las Malvinas, donde el militar en pleno apogeo de la dictadura se propone como candidato a la presidencia para una nueva etapa, y busca leer a la sociedad que él mismo gobierna: “Creo que los argentinos aún sienten miedo de vivir en democracia. Es un modo de explicar la recurrente crisis institucional en la que estamos envueltos desde hace medio siglo. El miedo a la democracia se traduce en lo que sienten distintos sectores de nuestra sociedad unos hacia otros”, miedo a la anterior inseguridad, a “la política”, él quiere representar ese miedo, inmovilizarlo, plantear la política como despolitización, como armado policial. Que todos permanezcan en sus lugares.
La política es una pragmática que abre cursos históricos, de ser ejercida
realmente. Tiene esencialmente contenidos, exigidos de formas democráticas a respetar. Proyectos sociales necesitados de la república ordenadora. Lecturas resolutivas que precisan organizaciones nucleadoras. Pero sobre todo relatos magnos que proponen qué historia emprender, por qué y hacia dónde. Ahí no hay equivalencias ni administraciones compartidas. En esta dimensión hay derechas e izquierdas, proyectos populares y antipopulares. Política o simulacro.