En el banco, frente a las ventanillas, había tres colas y ninguna era muy larga, pero la de la izquierda estaba casi desierta. Era la que estaba disponible para los clientes VIP. Llegué y leí los tres letreros: VIP, Personas y Empresas. Hice un rápido repaso mental sobre mi propia condición y me paré en la de Personas. Delante de mí, último en esa fila, acababa de ubicarse un hombre alto, apenas canoso pero de aspecto juvenil, vestido con jeans y campera de montañista. Colgaba de su espalda una mochila de una marca muy cara, que le daba un aire de turista o extranjero; supuse que era un hombre de paso por ese microcentro atestado de mediodía. Ni tuve tiempo de pararme con todo el peso en una de mis piernas, que es lo que uno hace cuando se autoacomoda en una cola de banco atrás de una docena de personas. Llegó otro hombre, más viejo y trajeado, que sobre mi oído preguntó:
–¿Las tres colas son iguales? ¿Por qué en ésta no hay nadie?
El hombre alto con campera de montañista se dio vuelta y le dijo:
–Esa es para los giles que pagan quince pesos más por mes para que los atiendan más rápido.
–No me digas –le dijo el viejo trajeado, ubicándose en mi fila. Quedé hecha un sandwich entre ambos, lo cual no habría sido grave si los dos se hubiesen quedado callados como corresponde en una cola de banco, caray, que uno va al banco a hacer un trámite que siempre prefiere obviar, y en todo caso cualquier persona normal comenta o bien que el clima de Buenos Aires está tremendo, o bien que es una vergüenza que haya tan pocos cajeros en todos los bancos. ¿O hay acaso alguien en este mundo que se sienta a sus anchas en una cola de banco? Yo pensaba que no, pero me equivocaba. El montañista era un hombre que se sentía a sus anchas en todas partes, se diría que el mundo era suyo por la seguridad con la que hablaba, y también por el tono de voz elevado que hacía que todos escucháramos lo que decía. Sobre todo yo, que estaba hecha un jamón entre el montañista y el viejo trajeado. El montañista era una de esas personas que no pueden controlar su incontinencia verbal y cerebral. Y su flujo mental era tremendo.
–En Chile esto no pasa –le dijo el montañista al viejo trajeado. Era tan alto y yo soy tan petisa que el tipo ni siquiera tenía que hacer un mínimo gesto para mirar al viejo. Sencillamente, me salteaba.
–¿En Chile? ¡No! ¡Qué va a pasar! –dijo el viejo.
–¿Conocés Chile? –le preguntó el montañista, que debía tener unos treinta años menos que el viejo, pero que como se sentía tan seguro de sí mismo y era tan comunicativo, tuteó al viejo durante toda esa conversación, dándole incluso ánimo, con el tuteo, para que el viejo de-senrollara la lengua.
–Sí, estuve muchas veces en Chile. Tengo dos grandes amigos. Viven en Las Condes.
–Yo tengo mi oficina en Las Condes, mirá qué casualidad. ¿A qué se dedican tus amigos? Conozco mucha gente por ahí.
–Son generales. De carabineros.
–¡Ah, qué bien! ¡Generales! –dijo el montañista. Yo ya empezaba a mirar para el costado, a la fila que decía Empresas. Había menos gente. Un jovencito también trajeado y con una escarapela en la solapa revisaba unas boletas. Un cadete, seguro.
–Sí, son dos grandes amigos. Dos caballeros –dijo el viejo–. Si los paran con el auto, ¿vos te creés que sacan la credencial para presentarse como generales? Eso haría un milico de acá. ¡No! Primero escuchan si estuvieron en falta, escuchan con todo respeto y ojo, que los carabineros que los paran también son muy respetuosos. Por favor, señor, si es tan amable, tenga usted la amabilidad, ¿viste? Mucha educación.
–Típico de Chile, claro. Una educación increíble.
–Recién si les están por hacer una boleta o es muy necesario, ahí sí se dan a conocer. Pero no como acá, que todo el mundo saca chapa antes de tiempo.
–Es que este país es el peor del mundo, hermano –le dijo el montañista–. Y que me perdone si hay algún peronista presente, pero el cáncer de este país se llamó Juan Domingo Perón. No sé si estás de acuerdo –dijo, chequeando, aunque era evidente que su “que me perdone” era equivalente a un “me cago en que haya un peronista en esta fila”.
El montañista era, definitivamente, un camorrero. Y yo, que agarro no sólo los guantes que me tiran sino también los que se caen, me empecé a morder la lengua. Y eso que no soy peronista.
–¡Pero sí! –dijo el viejo, creo que sin haber prestado mucha atención a aquello con lo que estaba de acuerdo, incluso más allá de estar de acuerdo, porque estaba perdido en sus evocaciones–. Mis amigos son dos tipos de primera. Qué bien la hemos pasado cada vez que los fui a visitar. Fuimos a Valparaíso un verano.
–Las Condes es el barrio más fashion, diríamos –dijo el montañista, que estaba atrapado a su vez en su propio relato y al que era evidente que el hermoso verano del que amenazaba hablarle el viejo le importaba tres pitos.
–Las Condes. Muy lindo barrio. Fuimos una vez a Reñaca también.
–Yo tengo mi oficina en Las Condes –repitió el montañista–, la abrimos hace poco. Un lujo. En Chile nadie le tiene miedo al lujo, como acá, que hay que pedir disculpas si uno es más capaz que los demás para hacer guita. ¿Vos qué hacés?
–Soy jubilado. Hago trámites –dijo el viejo. Yo pensé que su lugar estaba entonces en la fila de al lado, pero a esa altura no iba a meterme en esa conversación ni aunque bajara Dios en persona a ofrecerme crecer quince centímetros de golpe. Y eso que para mí sería importante.
–Te voy a decir una cosa –le dijo el montañista–. La culpa de cómo nos van las cosas la tenemos todos, todos, todos, todos, todos.
–Todos –sintetizó el viejo.
–Porque no nos ponemos los pantalones largos –agregó el montañista–. Mirá: yo soy sanjuanino, mi familia tiene una calera y estamos trabajando en Chile pero, qué te puedo decir, de maravillas. Vendemos a lo loco. Los chilenos no miran para arriba. Miran todos para abajo. Es un país que tiene mucho que agradecerle a un señor, a un verdadero señor que se llamó Augusto Pinochet.
A esa altura yo quería ser más petisa de lo que soy. Hundirme en la junta de las baldosas de porcelanato, hacerme engrudo, evaporarme, porque me venían unas ganas feroces de ser varón y de decirle vamos afuera, macho, que te cago a trompadas. Pero últimamente, con todo esto del campo, estoy muy irritable. Y no sé si ustedes lo advirtieron, pero salvo la gente muy descarada, la gente muy jodida o la gente muy de mierda, en general, hasta en los taxis, reina un silencio de radio para no herir susceptibilidades ajenas o acaso para evitar irse a las manos. Ese clima de distensión que hemos logrado gracias al voto no positivo de Cobos (y del que hablan sobre todo los radicales y Chiche Duhalde) es una escenografía a la que en cualquier momento se le cae el techo o una puerta. Lo que hay es discreción y hartazgo de estar tan enemistados. Pero queda gente como este montañista, al que me tuve que seguir aguantando. Ya me pasó de levantarme precipitadamente de la mesa de un bar, después de pedirle a un mozo:
–Cobrame pronto porque si esta vieja de la mesa de al lado sigue hablando le parto un sifón en la cabeza.
Vuelvo al banco. Yo estaba haciendo ejercicios de respiración que nunca aprendí en yoga, porque yoga no hice, pero bueno, me imagino cómo serán: uno respira profundo, profundo, con el diafragma, y se concentra en el aire que inspira, y después lo va soltando despacio, tratando de concentrarse sólo en el aire, tratando de no escuchar a un montañista que dice:
–Tenemos a esta yegua gobernando, ¿te das cuenta? ¡Una yegua! ¿Y no hacemos nada? ¿Por qué aguantamos? –parecía estar interpelando a todo ser viviente que lo escuchara en el banco.
–Y… –dijo el viejo, que a pesar de tener amigos carabineros no había ido al banco a buscar roña. Hasta él se empezó a sentir incómodo. Eran varios los que daban vuelta las cabezas, y cada uno parecía calibrar su reacción, porque ninguno lo miraba asintiendo. Es que más allá de lo que decía el montañista, su prepotencia y su inadecuación lo hacían un blanco perfecto de hipotéticos escupitajos, que yo me imaginaba por millones. El pendejo de la cola de al lado, el de la escarapela, me puso cara de “qué pelotudo” y yo le hice cara de “impresionante”.
Por suerte la cola había ido avanzando y le tocó a él. Fue hasta la ventanilla y dijo, fuerte, para que nadie se lo perdiera:
–Quiero retirar diez mil pesos de mi cuenta.
La cajera le dijo algo que no se escuchó. El montañista habló fuerte:
–¿Tanto problema por diez mil pesos? ¿Qué son diez mil pesos? Qué país de mierda.
La cajera acercó la boca a la ventanilla y dijo, también en tono alto:
–Tiene que esperar veinte minutos. Si no va a hacer el trámite déjele el turno al que sigue.
–Bueno, nena, dale. En este país…
–Lo de nena se lo guarda. Ponga el pin –le dijo ella.
El montañista puso el pin y lo mandaron a sentarse y a esperar veinte minutos. Me tocó a mí. Hice mi trámite. Salí de ahí y me fui a terapia. Cuando llegué le dije a mi analista:
–Yo no sé qué me pasa. Ando con ganas de patear montañistas con la calle.
Mi analista se acomodó en su sillón y preguntó:
–¿En qué sentido?