Alicia Jurado nació el 22 de mayo de 1922 en Buenos Aires.
Cursó el Doctorado de Ciencias Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Fue colaboradora de la revista Sur, de La Nación y La Prensa.
Obtuvo el Primer Premio Municipal de Novela y de Ensayo; Primer Premio Nacional de Ensayo; Premio Interamericano Alberdi-Sarmiento.
Fue parte del Directorio del Fondo Nacional de las Artes y presidenta del P.E.N. Club Internacional.
Obtuvo de la John Simon Guggenheim Foundation y Fulbright.
Presidió la Comisión de Cultura de la Asociación Argentina de la Cultura Inglesa.
Es Miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Real Academia española.
Es autora de novelas, cuentos biografías memorias y traducciones.
Tuvo dos hijos, ama la cultura, el arte, la música , la naturaleza, el campo y su patria, la Argentina.
Viajó incansablemente y escribió innumerables cuadernos de viaje donde describe lugares, la flora, culturas y costumbres a través de la palabra, con la fuerza de la imagen visual.
Vive en Buenos Aires y está casada con Marcos Sastre.
Una reunión de mas de doscientas personas es, sin duda, poco propicia para el silencio; la que se llamó, acaso un poco extensamente, Primera Reunión Nacional para la Experiencia Piloto de Desarrollo Cultural en La Rioja, no difería otras en ese aspecto; la organizó la Subsecretaría de Cultura de la Nación y fue interesante y fructífera pero, como era de esperarse, se habló en ella sin cesar. Sin embargo, tengo que agradecerle la oportunidad de gozar de silencios admirables en tres provincias del país: San Juan, La Rioja y Catamarca.
Tal vez fui al Valle de la Luna porque me sedujo su nombre; porque este año, querámoslo o no, la luna anda dando vueltas por la imaginación de todos. Aunque tiene acceso por La Rioja, ha pasado a la jurisdicción de San Juan después de lo que habrá sido, supongo, una ardua cuestión de límites, ya que el examen a que fuimos sometidos en el puesto policial daba la impresión de un cruce de fronteras al llegar a un país extranjero y más bien hostil. El viaje había durado varias horas y lo agravaron la incomodidad del vehículo y el número excesivo de sus ocupantes. Pasando Patquía el camino se vuelve cada vez peor y el paisaje, árido siempre, acentúa su carácter desértico. La vegetación-ese monte xerófito nuestro, heroico y sin gracia, que nos cubre casi todo el país con sus arbolitos raquíticos-empieza a ralear y a ser sustituida por una especie de estremecedora belleza mineral.
Dejamos atrás el algarrobo, el más corpulento y grácil de la flora; la brea y el chañar de troncos verdes; la pelada retama, la jarilla tiesa y olorosa a resina; el quebracho blanco, como un sauce rígido que se hubiese olvidado del agua. Dejamos atrás hasta el cardón y ya casi no nos va quedando sino el viento y la arena. Un paredón de arenisca roja, profundamente surcado, tiende un espectacular telón de fondo para unos extraños cerros de formas romas y color grisáceo, que parecen gigantescos paquidermos yacentes.
La casa donde buscamos un guía, porque las huellas son inciertas y el suelo móvil y arenoso podría paralizar el automóvil, tiene algo de alucinante: es como si hubiese brotado de la tierra al conjuro de alguna brujería. Las paredes son de algarrobo y barro; de algarrobo las vigas, los horcones que sostienen el techo y el alero, el cerco de troncos que rodea el rancho; todo colocado allí tal como fuera cortado, sin trabajar, con sus formas naturales y retorcidas. El techo de ramitas de pus-pus, está cubierto de barro: el bebedero para los animales y las bateas para lavar son troncos ahuecados; las rústicas sillas que nos ofrecen, de una primitivez enternecedora, son de madera y cuero, con un arco ojival por respaldo.
Dentro del rancho, en una de las columnas naturales, está colgada a manera de decoración la tapa de una lata de dulce La Gioconda y me quedo mirándola, absorta al contemplar en aquel confín de la civilización un rostro de Leonardo.
Nos lanzamos hacia la aventura entre los grandes trozos de mica que brillan como espejuelos esparcidos en derredor. Solo entonces comienza la verdadera soledad y ese paisaje que se ha calificado como lunar, con sus montículos de color gris verdoso y su aspecto de virginidad gris trágica, de no haber sido amado por hombre alguno. La erosión del viento ha trabajado las rocas blandas hasta labrar formas sorprendentes, como las del valle Encantado en Neuquén o, en su escala mucho mayor, las de los parques nacionales de Arizona y de Utah en los Estados Unidos. Una parece un pájaro, otra una esfinge, una tercera se alza como una columna solitaria, coronada por un capitel que nada sostiene, como si fuese el último vestigio de un templo desaparecido.
No hay una gota de agua; el único cauce que hemos cruzado es un río de sal, una cinta blanca que se retuerce como una espectral serpiente maléfica, acentuando la desolación del desierto. Unas pocas matas verdes llamadas planta del huanaco, sobreviven como por milagro en aquel yermo: no se ven animales ni pájaros, pero nuestro guía asegura que por allí pasan guanacos y que los persigue el león.
Después de almorzar me aparté un poco para percibir el silencio. ¿Cómo describirlo? No se parecía a ningún otro. Era el silencio del mundo antes de que fuese creada la vida: un mundo geológico, áspero y puro, que no ha conocido aún el grito del animal herido, el aullido de terror, el bramido de la fiera en celo, pero que de alguna manera atroz los presiente. Y sin embargo es un importante yacimiento de fósiles que atestiguan la presencia pretérita de helechos y megaterios.
En contraste con este paisaje sobrecogedor estaba el de Aschá, una finca cerca de Aimogasta donde fuimos a pasar unos días cuatro rezagados de la reunión cultural, después de concluida ésta. El dueño de casa, Julián Cáceres Freyre, nos va llevando de pueblo en pueblo para que conozcamos a la gente del lugar y nos convidan con tortilla de harina cocida en las brasas y vino patero que, como su nombre lo indica, está hecho con uvas pisadas en lagares primitivos. Las tejedoras nos muestran sus mantas de colores vivos, sus matras y peleros de gruesa lana.
A mí todo me fascina: el catre de algarrobo y tientos, los morteros de piedra donde pisan el maíz para el locro, las grandes tinajas de barro que servían en otros tiempos para guardar ese vino riojano perfumado y trepador, que es una versión criolla del néctar de los dioses. Pero nada más encantador que la gente misma, con su pausado hablar apoyado en las primeras sílabas y esas maneras sobrias, recatadas y dignas del hombre de tierra adentro a quien todavía no ha contaminado la marea inmigratoria. Todas las mantas de la finca están hechas por estas mujeres hábiles y pacientes que hilan, tiñen y tejen su lana; recuerdo una bellísima , a rayas de colores violeta, naranja, blanco y negro y otra con los castaños y blancos de la lana natural, realzados de vez en cuando por unas hebras verdes.
En Aschá nos recibe la fingida primavera de los almendros en flor. Hace mucho frío pero el sol es dulce y el cielo azul; si no fuese por el zonda, que nos castigó la víspera con su azote de arena, envolviéndonos en remolinos tan densos que el automóvil debía detenerse de vez en cuando, el panorama desde la altura tendría una nitidez total. Rodean la casa mil plantas de nogal, ahora sin hojas, cuyas ramificaciones muy divergentes son un laberinto donde, al caer la noche, quedan atrapadas las estrellas. En la casa hay un fuego de troncos y una cocinera criolla que nos prepara locro y chanfaina, corderos asados, ensaladas de deliciosos berros recogidos en el arroyo y unas infusiones de yuyos de eufónicos nombres: inca-yuyo, hierbabuena, cedrón, hierba larga.
Pero es afuera, subiendo sola por la quebrada a la hora de la siesta invernal, donde hallo el segundo de mis silencios, delicadamente subrayado por cantos de pájaros y el rumor del agua que fluye entre los berros. Siento un placer inmenso al volver a la soledad y tocar las cosas misteriosas del mundo que nos hemos creado: la piedra, la corteza, la tierra, el pétalo; su aspereza o su tersura, su humedad o su tibieza. No se que afán de reconocimiento-tal vez de incorporación a mi pequeño universo tan limitado, al que quisiera ensanchar y enriquecer-me lleva a esa avidez de contacto con las cosas y el escalofrío de la piel junto al granito es tan revelador como la dulzura de una flor de durazno recién abierta, entibiada por el sol, contra mis labios. Quiero acariciarlo todo: los líquenes anaranjados que salpican las piedras, las verdes hojas del molle, el agua glacial, los troncos lisos de los nogales que repiten su blancura desnuda por la quebrada. ¿Qué estoy acariciando, me pregunto, con este amor no devuelto que derramo sobre el mundo? Y de pronto comprendo que estoy acariciando a mi patria: no la Rioja, no la Argentina, sino el campo. Tanto tiempo sin ella y la redescubro aquí, en los confines del país, siempre nueva y antigua y mía, cada vez con un rostro diferente. El de hoy tiene cardones trepados a las cuestas y balidos de ovejitas negras que bajan a beber; hace frío, pero el sol ayuda a sobrellevar la brisa y el aire es tan seco que da gusto oír correr el agua de la acequia, invisible detrás del matorral. Entre tantos rostros inolvidables de esta patria mía, dispersa por el mundo, el de Aschá quedará en mi memoria como uno de los más gratos; me lo llevo para siempre o para el tiempo en que la memoria dure.
Vueltos a La Rioja, me despedí de mis amigos y seguí viaje sola hasta Catamarca; veo salir el sol por el valle, entre las formas azules del Ancasti y el Ambato, y los lapachos floridos de la plaza, tan verde y alegre, me consuelan de aquellas leguas de monte polvoriento.
Catamarca tiene encantos insospechados: despertarse con las campanas de San Francisco y el coro de los gallos me parece maravillosos en una ciudad; no lo es menos encontrar en pleno centro dos casa antiguas construidas en esquinas sin ochava, con un poste de madera en el vértice contra el cual se cierran las puertas formando un ángulo de noventa grados. Una puede entretenerse buscando imágenes antiguas en las iglesias, aunque halle pocas, y admirar la pequeña Virgen del Valle en su alto camarín (tratando de olvidar el oropel charro y los ex-votos de plata que tapizan las paredes) y caminar por el museo en repetidas hileras de vasijas calchaquíes. También puede, desde luego, distraerse interminablemente en tiendas de tejidos regionales comprando ponchos de alpaca, puyos de llama, cubrecamas y alforjas bordadas, fajas y matras. Y puede, teniendo entre las manos la levedad de pluma de una chalina o un poncho de vicuña, maldecir la desidia de quienes no toman medidas urgentísimas para hacer cumplir las leyes de protección a este animalito delicioso, encanto de nuestra fauna andina, que corre peligro de ser extinguido porque para obtener su lana se le da muerte. La caza ya está prohibida, pero es absurdo suponer que sea posible vigilarla en vastas extensiones deshabitadas; la única medida eficaz sería prohibir cuanto antes la comercialización de la lana; en una palabra, la venta de artículos de vicuña. Tendríamos que privarnos de los tejidos más hermosos del mundo, pero creo que no es un precio demasiado alto para salvar una especie.
El tercero de mis silencios fue en Las Tres Marías, la finca del señor Gaspar Guzmán. Queda en los cerros de Las Juntas, punto de confluencia de tres ríos de montaña y allí me fui en el largo viaje matutino de un colectivo lento y atestado; llevaba una carta para el capataz con la recomendación de que me diese algo de comer, ya que en esa población no hay hostería.
La familia de don Andrés Olmos vive en un rancho de adobe y paja, bastándose a si misma como en los tiempos bíblicos: las mujeres tejen las prendas de la casa, los varones trenzan tientos. Rosa me enseña su frazada que crece en el telar rústico, naranja con dibujos verde vivo y luego me agasajan con locro, sopa y pollo, seguidos de dulce de membrillo casero. El camino ha sido pintoresco, bastante arbolado, pero los cerros están pelados casi, con pastos duros y alguna planta de churqui, piquillín o carqueja; a lo lejos parecen recubiertos de un suave terciopelo, cuyo tono está entre el castaño y el verde, opaco bajo el nublado. Pasa una bandada de catitas, otra de palomas pequeñas; varios hombre, acompañados por perros, arrean una majada de cabras. El efecto es de pureza y desolación, pero hechas a la medida humana y no casi cósmicas, como en el Valle de la Luna. El silencio es profundo pero no hostil: es la soledad del hombre cuando se halla solo, no de la soledad en donde nunca hubo hombres. Abajo corre un río y en sus orillas crecen álamos, algún frutal, grandes sauces llorones, que se empiezan a teñir de una suave bruma precursora del follaje.
Sé que allí hay inmensos pedrones que interceptan el agua y que ésta rumorea formando remansos y cascadas y peina las algas verdes que se aferran a las rocas; sé que el ruido de las acequias entre los frutales, mas manso y continuo, tiene un susurro lánguido al correr por la tierra rojiza. Pero nada de esto llega a los cerros. Allí están el viento que sacude las matas de pasto, el pájaro solitario que se destaca sobre el cielo gris, el aire enrarecido y delicioso y ese silencio exterior que tiene un eco en el silencio del alma.
Me llevo todo esto al fragor de Buenos Aires como un antídoto luminoso; lo guardaré para protegerme de tanto ruido inútil, de tanta estridencia cruel y de tanto sonido innoble que me acecharán desde la calle, las radios portátiles, la música funcional del supermercado, el televisor ajeno. Silencio sobrecogedor, silencio tierno, silencio esperanzado. Menos mal que el país todavía es grande y tenemos muchas leguas para ir a buscarlo.
Y Alicia Jurado es la primera biógrafa de Jorge Luis Borges,
nada menos.
Miroslav