Pablo Escobar, recordado ahora por la exitosa serie de televisión “El Patrón del Mal” y varios libros que salieron en los últimos meses, fue uno de los personajes más siniestros y también que más interés (y debate) generan en la opinión pública de América Latina.
Sin embargo, casi nada se conoce de las relaciones que el jefe narco Pablo Escobar tuvo con Klaus Barbie, el jerarca nazi conocido como el Carnicero de Lyon. Ambos personajes, sellaron acuerdos con presidentes en Panamá, combinaron sus ejércitos personales de paramilitares, combatieron el sandinismo en Nicaragua y montaron negocios con el Banco del Vaticano. La droga fue la excusa para el encuentro entre el narcotraficante más famoso de la historia y el viejo nazi que, con ayuda de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), huyó de Europa cuando acabó la Segunda Guerra Mundial.
Por Boris Miranda
A finales de 2012, un libro le recordó a Bolivia que el tráfico de drogas pisaba tan fuerte hace tres décadas que podía disponer de la silla presidencial el rato que se le antojaba. Ayda Levy, la autora de El rey de la cocaína. Mi vida con Roberto Suárez Gómez y el nacimiento del primer narcoestado1, mundo bautizaron aquel cuartelazo como «el golpe de la cocaína».
«El Rey», como le decían a Suárez, fue el primer motivo que juntó en un mismo salón al Carnicero de Lyon con el Patrón. El alemán y el colombiano se conocieron en una celebración por el cumpleaños de Roberto.
Gracias al contacto con uno de sus hijos, logré que Ayda Levy respondiera brevemente algunas de mis preguntas. «La relación entre Altmann-Barbie, Gonzalo Rodríguez Gacha (alias El Mexicano) y Escobar, aunque no está detallada en mi libro, comienza el 8 de enero del año 1981 en la fiesta de cumpleaños de Roberto en nuestra casa del barrio Equipetrol de la ciudad de Santa Cruz», rememora la autora de El rey de la cocaína.
Altmann es el apellido que Barbie recibió del Vaticano en los primeros años de la década de 1950. Derrotados los nazis, el Carnicero de Lyon comenzó a colaborar con la cia para combatir al bloque socialista de Europa del Este. Sus contactos y «habilidades» le permitieron ser uno de los «reciclados» por los estadounidenses. Sin embargo, la incesante búsqueda montada por los franceses para que pagara por las muertes y los confinamientos masivos de los que fue responsable lo obligó a escapar a través una de las ratlines habilitadas por el clero católico para ayudar a algunos seguidores de Adolf Hitler.
La División de Criminales del Ministerio de Justicia de eeuu elaboró un informe confidencial sobre Barbie en 1983 que revela los detalles de su llegada a Sudamérica. El documento fue liberado y está disponible en internet2.
La relación de Barbie con la Casa Blanca comenzó en abril de 1947, cuando fue reclutado por un comando del Ejército estadounidense. Cooperó con esa unidad de inteligencia durante dos años en la construcción de una red de informantes de las actividades británicas, alemanas y soviéticas. En Lyon, mientras tanto, se lo juzgaba en ausencia y nadie dudaba de que el veredicto final fuera pena de muerte o prisión perpetua. En 1949, el gobierno francés ya estaba al tanto de sus actividades en Múnich y solicitó la extradición de inmediato. Había llegado el momento de desaparecer. El 28 de abril de 1950, según el informe confidencial, el Comando de Inteligencia de eeuu en Europa decidió que Barbie «no debía ser puesto en manos de Francia».
Después de pasar unos meses en una casa de seguridad en Augsburgo, el Carnicero partió a Italia y, con un nuevo apellido, se embarcó en el buque Corrientes, que lo llevaría de Génova a Buenos Aires. Viajó acompañado por su esposa y sus dos pequeños hijos. El padre Krunoslav Draganovic, del clero vaticano, fue quien consiguió las visas para el ingreso de todos a Argentina y a Bolivia, además de pases de viajero como miembros de la Cruz Roja Internacional. Los «Altmann» arribaron a la capital porteña el 10 de abril de 1951. La relación de Klaus con la cia y Roma estaba muy lejos de terminar. Un año después recibiría la pena capital en los juzgados franceses. Era demasiado tarde: el Carnicero había escapado.
Desde La Paz hay que tomar tres pequeños buses para llegar a un caminito de tierra en Senkata, uno de los barrios más grandes y caóticos de El Alto. En una casa modesta me espera uno de los paramilitares que actuó en el «golpe de la cocaína» y en los operativos posteriores a este. Vio a Barbie en una incontable cantidad de oportunidades en Cochabamba y La Paz.
Ahora tiene una vida mucho más sencilla. La democracia que llegó a Bolivia en 1982 desmontó la mayoría de los grupos armados irregulares y desde entonces él tuvo que remar a contracorriente para sobrevivir. Trabajó en peñas folclóricas, cuidó propiedades en el campo, a veces hizo de guardaespaldas e incluso tuvo encargos como detective. Nada comparado –él lo admite– con sus «días de gloria» de combate contra los subversivos. Algunos de sus ex-colegas de tropa se convirtieron en policías. Él no pudo seguir ese camino porque ya estaba muy expuesto.
Casi no le queda cabello pero mantiene el bigote, ahora completamente blanco, que llevó durante los meses que duró el «golpe de la cocaína». Cuando le propongo la posibilidad de entrevistarlo me desahucia con mucha facilidad. «Mira, yo tengo una condena y nunca la pagué. Prefiero que mi nombre no vuelva a sonar en ningún lado». No me miente. Antes de visitarlo, verifiqué que su nombre aparece entre un grupo de 14 personas que fueron condenadas por genocidio y masacre sangrienta en 1986.
«¿Usted estuvo en la fiesta con Pablo Escobar, Luis Arce Gómez y Klaus Barbie?», le pregunto al ex-paramilitar después de comprometerme a no divulgar jamás su nombre y guardar la grabadora. «Me contaron que Pablo Escobar venía algunas veces. Yo nunca lo vi. Creo que esa vez fue una parrillada, ¿no?», me responde impreciso y con un gesto de indisimulable incomodidad.
Parece que no quiere hablar mucho del tema que le propongo; sin embargo, su dato era preciso. Aquella tarde de enero de 1981, el Rey de la Cocaína ofreció un churrasco a sus invitados. Entiendo que debo cambiar de estrategia y creo que acompañarlo en el repaso de sus «días de gloria» serviría. Veo un libro sobre la mesa que me sirve de perfecta excusa para tratar de entrar en confianza con él. «Es una excelente investigación, muy detallada y bien contada», le digo y apunto a la tapa roja de Teoponte, la otra guerrilla guevarista en Bolivia, de Gustavo Rodríguez Ostria3.
Me pregunta si lo leí y le respondo que aún no lo he terminado. Se no-ta que hablar de su vieja guerra contra los «zurdos» le apasiona más. «Yo los conocí a toditos. Hasta a los cubanos que los ayudaban», me dice. Mientras hojea el libro, comienza por asegurar que al cantautor folclórico boliviano Benjo Cruz lo engañaron «los comunistas» para entrar en la guerrilla en 1970. «Él iba a triunfar al lado de Horacio Guaraní en Argentina, pero lo mandaron a Teoponte. Tenía una carrera prometedora porque Guaraní también era zurdo. Se metió al eln [Ejército de Liberación Nacional] y se fue a la mierda. Incluso los elenos [miembros del eln] le inventaron versos que él nunca escribió. Lo utilizaron».
Han pasado más de 40 años desde que este señor comenzó a combatir a las distintas fuerzas de izquierda que operaron en el país y todavía exhala bronca contra los elenos. Me asegura que a ese ejército guerrillero, fundado por Ernesto «Che» Guevara, le llegaba mucho dinero de Cuba y de la urss y que varios de sus integrantes se quedaron con esos recursos. Con vehemencia me dijo: «Ellos robaban también», aunque aclaró de inmediato que no se refiere a todos los elenos. «Había gente de mucho honor ahí, aunque estaban en guerra con nosotros».
Sobre la masacre de la calle Harrington del 15 de enero de 1981, en la que ocho líderes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (mir) fueron asesinados por paramilitares, asegura que hubo una d