"La guerra por las agendas" por Nicolás Casullo

Eugenia me pasó una nota de opinión de Nicolás Casullo. Es interesante para reflexionar como el matrimonio Kirchner viene resistiendo a una tendencia con larga data en la política argentina: dejarse llevar por la agenda impuesta por las grandes corporaciones mediáticas.

Además resalta la reinvención de la política por el “Movimiento Kirchnerista” (Que no lo lea Perón porque me mata)

————–

En los escasos días que lleva el nuevo gobierno aparece con claridad el eje que organiza la escena política: la disputa entre el Ejecutivo y los grandes medios por imponer, desde perspectivas diferentes, la agenda de “continuidad” o “cambio” que definirá el rumbo nacional.

Por Nicolás Casullo
Opinion

Posiblemente contestarse qué es hacer política desde una perspectiva popular en los actuales marcos de la democracia sea el debate de estos próximos cuatro años en la Argentina y en Latinoamérica. La pregunta no es retórica, ni postergable en nuestro caso, en la era de un proceso que hoy preside Cristina Fernández. La pregunta no ceja de estar a la orden del día todos los días. Y envuelta en esa pregunta madre, se elucidará “la redistribución de la riqueza”, la “política sobre los recursos energéticos”, las ampliaciones democráticas. No desde la abstracción o muletillas.

¿Hasta dónde alcanza una mecánica normativista republicana que canalice acertadamente el imprevisto, la dificultad, la terca historia, todo lo que resta? ¿Hasta dónde, en cambio, pesa la decisión política de gestar política siempre, sin otro reaseguro que las palancas ejecutivas de poder? Hasta dónde ese difícil arte de construir el conflicto, de hacerlo lo más inteligible que permitan las circunstancias, dentro de una normalidad despolitizadora que supura la sociedad de mercado desde sus mitologías, que van desde “gerenciar el mundo sin ideologías” hasta los más ínfimos detalles para la construcción de nuevas subjetividades de época.

En el juego de nuestra democracia vernácula, básicamente mediática, los únicos interlocutores válidos -gestores de relatos “reales”- parecen ser, hoy por hoy, un gobierno actuante y un haz de medios de masas: para un diagrama cotidiano, entre ellos, de una guerra por imponer agendas-relatos.

Las jornadas políticas que se viven son esas dos voces: lo son desde un poder de gobernar el país que se arroga, puede y se permite un itinerario de opciones. Y desde el calendario que produce periodísticamente cierta prensa gráfica matutina, que luego usufructúa y repite gran parte de una radio sin mayores “producciones” propias, y que corona entre crónica roja, melodrama social y movileros a la intemperie los noticieros nocturnos en pantalla.

Es lo que hay, diría un escéptico, refiriéndose al pasaje desde el tiempo de las
masas siglo XX al tiempo de los públicos del XXI. Pero lo cierto es que no se
puede hacer politicología hoy sin esta escena completa -neocultural- de las
narratividades actuantes, que supera en mucho la propia especificidad teórica de “la política” con sus actores y espacios clásicos.

La Presidenta no se equivoca cuando apunta que se trata de una disputa por los relatos. Ella lo dice con cierto eco del campo de los estudios político-culturales, en el intento de darle mayores fronteras comprensivas, de abarcar un fenómeno social amplio y complejo (que fuga de las lecturas inmediatistas y abruma a la propia política). Hace referencia a una narratología que articulan las grandes corporaciones dominantes y sus voceros, en su tarea de tipologizar gentes, relaciones, negocios, rumbos, recetas y vaticinios, tarea que intenta hacerse dueña del día, de la semana, de la encrucijada. Patrimonializar la realidad es situar un relato como centro radiante. En todo caso el kirchnerismo, a los biandazos y sopapos, fue la política que trató de diversas formas de no domesticarse a esa “Constitución Argentina” sin preámbulo ni artículos editados.

Si tomamos las últimas secuencias del acontecer nacional volvemos a encontrarnos con esa escena de los relatos. El gobierno de Cristina Fernández “estaba obligado a cambiar muchos ministros y secretarios cuestionados”. A la vez por “tales y cuales lógicas y señales a la vista” no tenía más remedio que aceitar aceleradamente las relaciones con USA. La deuda con el Club de París “obligaba a una rápida respuesta” a como diese lugar. La relación con el presidente Hugo Chávez comenzaría un gradual enfriamiento. La política del nuevo ministro de Economía reconocería los errores del último tiempo de Kirchner. El modelo de las relaciones con el sindicalista Hugo Moyano llegaba a su abrupto fin, habría notables cambios de perspectivas en el Ministerio de Defensa, el presidente saliente se distanciaría hasta geográficamente de su esposa para simular y aparentar su condición de “ex”, la relación de Cristina con los medios sin duda iba a dejar atrás la disputa política sobre los medios que caracterizó la conciencia de los habitantes de la Casa Rosada.

He aquí una agenda en oferta. No sólo un derrotero a cumplir, sino una instalación de la Argentina “conveniente”, un estado de los valores, una
bucólica y “neutra” estampa informativa, una fabricación del país verdadero, un puro presente sin pasado histórico, la imposición de un léxico, una
neutralización de los nudos que hacen a la política, la instauración de una
mirada analítica conservadora, un curso de tesis políticas sobre la comprensión del mundo. Podría decirse que en la gestación de un relato, este, lo menos importante es la superficie escrita, el copete, la frase del tecnócrata autorizado, si no ese inestimable mundo de sentidos callados que la narración derrama por debajo de sí misma como el efectivo estado de las cosas. El relato es la disputa por la historia nacional.

El otro relato

La renovada discusión sobre la índole de la política en la Argentina -para una
democracia ceñida por una alta injusticia social y en un capitalismo
globalizado- es un campo de actuación y debate reabierto por el kirchnerismo de manera contradictoria, limitada pero a la vez lo suficientemente despejada. Un claro en el bosque para repensar las cosas, diría un discutido filósofo alemán.

Los últimos cuatro años fueron un desaliñado cortar maleza, lazos, lianas y
follajes carcelarios de por lo menos medio siglo de un paquete o país
político-económico-social. Selva de símbolos aprisionantes que la dictadura del ’76 radicalizó hasta convertir en el paisaje hegemónico de una vasta sociedad media nativa. Sobre todo capitalina. Sociedad que de diversas formas se hace representativa “de todos los que somos de por aquí”. Y que la crisis del 2001 soliviantó y desperdigó en muchas direcciones, pero que no cambió lo sustancial de sus valorizaciones, atavismos y autodefensas.

Por el contrario, la carga antipolítica en las calles del finales del 2001 no
fue sólo un gesto de ruptura que libera y desfonda un modelo. Sino también, y en gran medida, un retorno eclosionante de lo siniestro, de la idea de caos y miedo a la pérdida de un mundo nacional “que siempre se pierde” y precisa un orden (desde el origen histórico de la barbarie en Sarmiento, o desde los exilios de inmigrantes con sus historias desaparecidas atrás).

La temeraria apuesta kirchnerista desde su 22 por ciento de votos fue una
reapertura, desde la política, en discusión crítica contra todo aquello que
aparecía como supuesta presencia dominante “desde la no política”, y desde la antipolítica. ¿Quiénes? Los poderes institucionalizados en sectores, espacios, corporaciones, intereses, medios, autoridades y universos simbólicos con la enorme capacidad de reiterar una y otra vez lo dado. Y también contra una desagregada sociedad silvestre en descampado ideológico por la frustración democrática y por el denostado imperio de los partidos políticos. Un mundo histórico liberal-conservador no nuevo, pero ahora extremado, que desde 1955 fue siempre pura “restauración de una antigua historia” (diría Metternich en la Viena del siglo XIX). Restauración antipolítica. Y donde lo político popular de 1973-75 resultó solo fracaso, muerte y fin de un determinado peronismo que no hizo mella en aquella constante.

Solo desde esta perspectiva mayor de narraciones, de memoria, debe también contabilizarse el corto tiempo de la presidencia de Cristina Fernández que repone de inmediato el sello kirchnerista: el poder de la política para fijar un relato de litigio contra la imposición de agendas desde aquellos bastiones tradicionales nunca votados en comicios. La propia puesta en escena de ella, en su discurso de asunción, remite al eje del drama: fue sobre todo un relato, alguien que cuenta. Y así fue tomado en su meditada improvisación. La pieza de la presidenta fue el relato, en su significado más prístino. La evidencia de ese día fue esa dimensión literaria, ese fondo ético-estético con que la política finalmente quiere dirimir un curso comunitario, o abdica frente al mismo.

Y a partir de ese día la escena argentina del presente retomó eso que se decía al principio: la disputa, clave, por la articulación entre voluntad política y
fundamentación argumentativa. Articulación entre decisión de poder y
construcción republicana. Entre la real gobernanza política de las cosas y la
edificación de lo institucional ciudadano bajo una impronta popular. En
definitiva: entre política, verdad y proceso histórico en democracia. Es decir,
la cuestión central a encarar en términos de construcción política diaria, y de
construcción de nuevas identidades políticas semiextraviadas.

Frente a la citada más arriba imposición de aquella agenda “caída del cielo”
desde el sistema de poderes históricos, el nuevo gobierno de Cristina buscó otra vez exponer su mando político del país: “continuidad” ministerial, embestida contra Estados Unidos, postergación de negociaciones con Club de París, ratificación de sus estrechas relaciones con Chávez, confirmación de los lineamientos económicos, ratificación de la relación con la actual CGT, la misma línea de acción para recrear la biografía de las fuerzas armadas, no esconder la figura de Kirchner, y reponer la idea (ya no como producto de encontronazos sino como lectura de un presente) del papel “curiosamente coincidente”, dice ella, entre medios de comunicación y oposición a los gobiernos capitalistas democráticos populares en América latina.

Los nuevos escenarios

Se puede afirmar que la política es esa capacidad decisoria que confronta
democráticamente con lo adversario, ni antes ni después de su justo momento. Que para hacerlo en todo caso no puede perder -aquí, en Washington o París- lo que hoy es tildado de rasgo “populista”, píldora sin embargo que la vitaliza cuandohace falta en término de respuesta, contenido, práctica de una soberanía, simbolización del conflicto, marcado de cancha, visualización de aliados y contrincantes. Esto es, de la invención imprescindible de la política como poder, ya no solo como tesis, hipótesis o bibliografías amedrentadas.

Pero a su vez el combate de los relatos contrapuestos que signan la actualidad argentina exige bastante más que esta voluntad política de acción inmediata, coyuntural. Lo que no logra institucionalizarse, organizar universos delegativos, desplegarse ciudadanamente de manera visible y audible, crear fundamentación, texturas y estructuras políticas para un ordenamiento democratizante, intervenir en un campo político, cultural e intelectual argumentativo para la batalla de las ideas por una nueva república, el relato que no avanza estas piezas en el tablero debilita esa propia política que hace las veces de corazón alerta del cazador solitario, ese arte siempre en tensión de ataque frente a los infortunios diarios del mundo.

El gobierno de Cristina Fernández confirmó este litigio de relatos a partir de
una nueva escena inaugurada en realidad en el 2003. Escena donde la política de la política no resigna atributos decisivos, y donde a la vez el espacio que hace inteligible lo político remite y revela una ecuación mayor de crisis y metamorfosis nacionales profundas: de corte histórico-cultural, biográfico-social, mediático-productivas.

Se habita políticamente una ecuación de globalización y “re” nacionalización de imaginarios, que obliga a una nueva combinación y a otro tratamiento distinto del tema de la república, la democracia y la calidad institucional que directa o disfrazadamente impuso el neoliberalismo de época como único molde. Se vive en una neoescena donde decisión política y el armado de un sistema democrático se lastiman todavía mutuamente en esta edad capitalista de tránsito y mutaciones, como cuestión que no solamente aflige a la Argentina. Se hace política a veces temeraria creando ciudadanía para otra democracia modificadora de lo que impera. O se cuida la democracia pero como hueco y vaciado retórico y se renuncia a lo más genuino de lo político. ¿Cómo superar los límites de ambos relatos latinoamericanos?

Sociedad, políticas y representación

Si nos retrotraemos al principio del gobierno Kirchner, ya se percibe ese choque de relatos. Uno, aquel famoso decálogo del diario La Nación para ser cumplido por el nuevo mandatario: límpida pieza, perla sintetizadora de la dominación histórica de la Argentina siglo XX. Dos, el despliegue desde presidencia de una batería política reformuladora, que más que representar “bases” buscó producir nueva ciudadanía y nueva inteligibilidad de los conflictos. La baja de veintitantos altos mandos de las fuerzas armadas, la profunda reformulación de la Corte, la política no represiva contra permanentes protestas en las calles y piquetes, el respaldo al temible e “inflacionario” poder sindical, Fidel Castro hablando a los estudiantes argentinos en las explanadas de Derecho, el fuerte rechazo al ALCA, el alto quite de la deuda, el fin de los disciplinamientos al FMI, un inédito Mercosur de centroizquierda, la tenaz solicitud del Ejecutivo de juicios al terror militar del ’76, ¿fue un pedido de las mayorías sociales? ¿Fue un desemboque de conciencia sufragista colectiva?

Me temo que no. El triunfo electoral de Menem ese año, y la anecdótica
diferencia entre Kirchner y López Murphy no indican ese derrotero de “las
mayorías”. Pero a la vez señalan, para el período 2003-07, el encuentro de un proyecto capitalista de reforma y desarrollo productivo socialmente inclusor, con un teorema peronista distinto de la relación entre política y sociedad. Con la construcción de un relato de hechos, enunciaciones y memorias que inauguró otros horizontes sociales. Que habilitó otros cursos representativos, y donde una ciudadanía potencial es llevada hacia un “sí misma” distinto a aquel donde supuestamente la historia coyunturalmente la retenía.

En las antípodas ideológicas de esta experiencia del kirchnerismo (que
interpreta en el 2003 una potencialidad social democratizante sin correlato
político todavía que la represente ni que vote tal cosa, potencialidad a
resituar en otro espacio), hace unos días la revista Pensamiento de los Confines publicó una larga y puntillosa entrevista hecha en 1980 por la revista Redacción al almirante Emilio Massera. Diálogo bastante previo a la debacle de las Malvinas, donde el militar en pleno apogeo de la dictadura se propone como candidato a la presidencia para una nueva etapa, y busca leer a la sociedad que él mismo gobierna: “Creo que los argentinos aún sienten miedo de vivir en democracia. Es un modo de explicar la recurrente crisis institucional en la que estamos envueltos desde hace medio siglo. El miedo a la democracia se traduce en lo que sienten distintos sectores de nuestra sociedad unos hacia otros”, miedo a la anterior inseguridad, a “la política”, él quiere representar ese miedo, inmovilizarlo, plantear la política como despolitización, como armado policial. Que todos permanezcan en sus lugares.

La política es una pragmática que abre cursos históricos, de ser ejercida
realmente. Tiene esencialmente contenidos, exigidos de formas democráticas a respetar. Proyectos sociales necesitados de la república ordenadora. Lecturas resolutivas que precisan organizaciones nucleadoras. Pero sobre todo relatos magnos que proponen qué historia emprender, por qué y hacia dónde. Ahí no hay equivalencias ni administraciones compartidas. En esta dimensión hay derechas e izquierdas, proyectos populares y antipopulares. Política o simulacro.

Publicidad Censurada en Francia

El país fundado bajo los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad ha olvidado sus principios y muestra su lado más retrógrado.

En Francia, la Asociación de Profesionales por una Publicidad Responsable ha censurado una campaña institucional contra la propagación del virus del sida entre el colectivo homosexual porque el cartel que muestra a la pareja les resulta demasiado explícito.

El veto de la asociación ha hecho que otras organizaciones, como Act Up París, dedicadas a la lucha contra el sida, criticaran el doble estándar que se aplica todavía en la publicidad dependiendo de si en los anuncios aparecen gays o heterosexuales. “Este tipo de medidas no se toman cuando los protagonistas son heterosexuales. Es un agravio para la comunidad gay”, ha declarado un portavoz de la asociación.

El grupo ha exigido que continúe la difusión de la campaña tanto en medios gays como en los demás medios de comunicación y que el Instituto Nacional de Prevención y Educación para la Salud y el Ministerio de Sanidad condenen el veto de la campaña por parte de la Asociación de Profesionales por una Publicidad Responsable.

Colectivos de gays y lesbianas se lamentaron ayer de la tendencia de la sociedad para dosificar los mensajes que tienen que ver con temas como la homosexualidad o el VIH y de que éstos sean frecuentemente esquivados para evitar herir los sentimientos del espectador.

En España, en cambio, rostros de personajes conocidos como el del juez Grande-Marlaska, el escritor Boris Izaguirre y el presentador Jesús Vázquez protagonizan la última campaña del Ministerio de Sanidad para la prevención del sida entre homosexuales.

Publicidades contra el cambio climático

Una buena campaña publicitaria de la filial de Kuala Lumpur de la agencia McCann Erickson.

Hacé click sobre las imágenes para verlas en tamaño más grande y para ver como se aplican sobre elementos cotidianos a modo de relacionar directamente el cambio climático con las actividades que realizamos en nuestra vida todos los días.



Director Creativo: Szu-Hung Lee
Director de Arte: Jules Tan, Sonny Low
Copywriter: Allison Kiew, Szu-Hung Lee
Ilustradores: Sonny Low, Jules Tan, Yien-Keat Wong

Publicidades en Vía Pública

Si todavía no te registraste en Mercado Libre hacelo haciendo click aquí

No te alumbres como el culo, usa lamparas de bajo consumo (Video excelente)

Excelente publicidad de Greenpeace Internacional. (Antes había publicado que era de España pero debo corregirme. Esta pieza es obra de mi ex jefe, Oscar Soria y fue realizada en Junio de este año.

Un modo muy creativo, original (y transgresor) de hablar y enseñar sobre un tema que suele resultar aburrido: la eficiencia energética.

El hombrecito del azulejo

Para ir finalizando el año, les regalo uno de los cuentos que más me gustan “El Hombrecito del Azulejo” del gran escritor argentino Manuel Mujica Láinez.

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:

-Esta noche será la crisis.

-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.

-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.

Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.

El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.

Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.

-¡Martinito! ¡Martinito!

El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.

Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.

Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.

El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.

Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.

Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.

Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.

La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.

La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.

-Madame la Mort…

A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.

-Madame la Mort…

La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.

-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.

Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.

Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?

La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.

Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando…

La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.

Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.

Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.

La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.

-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.

Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.

-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.

Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.

Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.

Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.

El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:

-¡Ahí va algo, abarájenlo!

Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

¿Querés leer más cuentos?