Los pedidos de captura lanzados por un juez francés contra personalidades ligadas al poder ruandés -acusados de haber desencadenado el genocidio de 1994- provocaron la ruptura de relaciones entre París y Kigali. Ruanda se escuda en una historia oficial y Francia busca hacer olvidar sus lazos con el régimen racista del ex presidente Juvénal Habyarimana
Kigali se atrevió. Después de doce años de moderación, durante los que disimulaba mal la desconfianza, si no el aborrecimiento, a mediados de noviembre de 2006 el gobierno ruandés rompió relaciones diplomáticas con París.
Fueron retirados los embajadores, el centro cultural francés quedó clausurado y la escuela francesa cerró. La prensa local tradujo los sentimientos oficiales, en los cuales el rencor rivaliza con la indignación. El motivo de la ruptura es la orden del juez antiterrorista Jean-Louis Bruguière, transmitida al ministerio público de París el 17 de noviembre, donde le pide emitir nueve órdenes de captura internacional contra miembros del entorno del presidente ruandés Paul Kagame.
Hasta el momento, París se ha contentado con notificarse de la ruptura, recordando el principio de separación entre el poder político y el poder judicial. Sin embargo, en este caso, tanto en Ruanda como en Francia, cabe dudar de la realidad de esa separación.
Entre las personalidades a las que apunta el juez Bruguière se encuentra el general James Kabarebe, jefe de estado mayor del ejército, Faustin Nyamwasa Kayumba, embajador de Ruanda en India, Charles Kayonga, jefe de estado mayor del ejército de tierra y varios militares y altos funcionarios. Aunque las autoridades judiciales no han discutido la decisión del juez, se han negado a emprender acciones contra el propio jefe de Estado ruandés. A los “inculpados” se les impondrán restricciones para su desplazamiento al extranjero y particularmente a los países europeos.
Desde 1998, a pedido de las familias de los tres miembros de la tripulación francesa, el juez antiterrorista está a cargo de una instrucción sobre el atentado contra el avión del presidente ruandés Juvénal Habyarimana, derribado el 6 de abril de 1994, a las 20 horas treinta minutos, cuando a su retorno de Dar es Salaam (Tanzania), estaba en la fase de aproximación al aeropuerto de Kanombe (Kigali). En las semanas siguientes, fueron masacrados un millón de tutsis y de hutus moderados que se oponían al genocidio.
En ocho años el juez procedió a cincuenta audiencias cuya síntesis entrega en una resolución de 64 páginas, donde se concluye en la posible complicidad de Paul Kagame. A la cabeza del Frente Patriótico Ruandés (FPR), en esa época Kagame dirigía la oposición armada al régimen de Habyarimana. Yendo más allá del simple enunciado de los hechos, el juez emite una consideración muy política: estima que el general Kagame, al elegir la opción del atentado, “optó deliberadamente por un modus operandi que, en el contexto particularmente tenso de Ruanda, no podía sino acarrear, como reacción, represalias sangrientas”.
En otras palabras, el razonamiento del magistrado francés, ya desarrollado en ocasión de “filtraciones” con las que se había beneficiado el periodista Stephen Smith (en marzo de 2004) y el escritor Pierre Péan (en 2005) (1) se sostiene en tres puntos: 1) a la cabeza del FPR, compuesto de exilados tutsis que operaban desde Uganda, el general Kagame dio la orden de derribar el avión de su enemigo; 2) este atentado fue la señal para el inicio del genocidio; 3) su intención era tomar el poder a cualquier precio, aun cuando sabía que los tutsis que vivían en el interior de Ruanda corrían el riesgo de ser víctimas de matanzas.
En definitiva, y como conclusión, Kagame y los suyos son los verdaderos responsables del genocidio de los tutsis. Lo que había que demostrar.
No es de extrañar que este silogismo haya provocado la indignación de Kigali. Si se aceptara la tesis del juez Bruguière, podría alimentar el resentimiento de los supervivientes, ya que daría a entender que los tutsis que vivían en Ruanda antes de la toma del poder por el FPR habrían sido sacrificados deliberadamente.
Esta tesis atenta también contra los propios fundamentos del régimen: recordando sistemáticamente su rechazo a la intervención de la “comunidad internacional” en 1994, el FPR invoca haber puesto fin al genocidio y haber derrotado militarmente a las fuerzas que lo habían desatado.
También reivindica haber eliminado de la nueva Constitución ruandesa las referencias étnicas, calificadas como “divisionistas”.
Además, la voluntad de garantizar a cualquier precio la seguridad de los ciudadanos ruandeses y de impedir cualquier retorno ofensivo de las “fuerzas genocidas” es lo que incitó al ejército ruandés a llevar la guerra a la República Democrática de Congo (RDC), un país vecino, y a ocupar durante varios años amplias porciones de su territorio.
Estimando que los tribunales militares nacionales, que ya sancionaron crímenes cometidos por soldados y oficiales del FPR, representan una instancia suficiente, y negándose a poner en un mismo plano los actos de genocidio y de guerra, Kigali rechazó siempre que el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) instalado en Arusha (Tanzania) se hiciera cargo de las exacciones y matanzas cometidas por las tropas del FPR en 1994 o durante la guerra en la RDC, y nunca dudó en ejercer presiones sobre la justicia internacional, reteniendo, por ejemplo, a testigos llamados a Arusha.
Kigali se niega a considerar la acción del juez Bruguière como una iniciativa judicial aislada. A pesar de los esfuerzos de acercamiento desplegados por el último embajador de Francia en Kigali, Dominique Decherf, en acuerdo con el ministro francés de Relaciones Exteriores, Ruanda piensa que desde hace doce años Francia no sólo mantiene su cooperación en un nivel mínimo (2 millones de euros) sino que trata de sabotear al nuevo régimen denigrándolo, entre otras cosas, ante las instituciones financieras internacionales y rechazando numerosas ofertas africanas de mediación.
Desde el punto de vista francés, es evidente que Ruanda sigue siendo un desafío arduo. La polémica en torno al atentado contra el avión presidencial, que tuvo repercusiones extravagantes, como el descubrimiento (luego desmentido) de la caja negra del avión en un placard del edificio de Naciones Unidas en Nueva York, tiende a veces a ocultar una cuestión mucho más fundamental: el apoyo del ejército francés a las fuerzas que cometieron el genocidio.
Según Gabriel Périès y Davis Servenay (2), este apoyo se intensificó después de que se desencadenara la guerra de 1990, pero estuvo precedido por una preparación ideológica durante la cual quienes llevaron a cabo el genocidio, como el coronel Théoneste Bagasora, habían estudiado en París los mecanismos de la lucha antisubversiva.
Parece que durante la guerra (1990-1994) llevada a cabo por el FPR contra el régimen de Hagyarimana, militares franceses armaron y entrenaron a las fuerzas gubernamentales y que, a pesar de los acuerdos de Arusha, de agosto de 1993, “cooperantes militares franceses” se quedaron en el país. En 1998, una misión de Información Parlamentaria dirigida por Paul Quilès liberó ampliamente a París de las acusaciones de apoyo a las fuerzas genocidas, sin que por eso se extinguiera la polémica.
Existe el riesgo de que la polémica sea reactivada por nuevas revelaciones de testigos ruandeses ante la Comisión de Investigación Nacional encargada, según el título oficial (y sin equívoco sobre las intenciones de los investigadores) “de determinar el involucramiento de Francia en el genocidio”.
Durante las sesiones públicas que se desarrollaron en Kigali en diciembre 2006, ex miembros de las fuerzas gubernamentales y milicianos que participaron en el genocidio, declararon que “instructores franceses” los habían formado en el manejo de armas tales como morteros, y también en el combate cuerpo a cuerpo o con armas blancas. Aseguraron, apoyándose en ejemplos, que las entregas de material militar traído de Francia continuaron durante el genocidio, a través de la ciudad congoleña de Goma, y explicaron largamente las ambigüedades de la Operación Turquesa (3), durante la cual prosiguieron las matanzas en varios lugares, como, por ejemplo, en la colina de Bisesero.
Una sóla hipótesis
Varios libros y documentales, entre ellos Tuez les tous (4) (Mátenlos a todos), realizado en 2005, así como una Comisión de investigación de ciudadanos, mencionaron esta participación francesa, suscitando en Francia la indignación de miles de militares y del sistema de informaciones. La decisión del juez Bruguière representa entonces el punto culminante de una dolorosa polémica, y plantea varias preguntas.
La primera se refiere, evidentemente, a la eventual parcialidad de la instrucción del magistrado francés.
De las cinco hipótesis que se le ofrecían, él sólo eligió una: demostrar la responsabilidad del FPR en el atentado. Para lo cual, desde su oficina parisina, el juez privilegió a los testigos que corroboraban su tesis: 1) oficiales del ex ejército ruandés que en esos días comparecían ante el TPIR, donde eran acusados de genocidio; 2) el capitán Paul Barril, ex dirigente del Grupo de Intervención de la Gendarmería Nacional (GIGN) que en mayo de 1994 estuvo destacado en misión en Ruanda por cuenta de la viuda de Habyarimana; pero que, según sus propios dichos, habría estado también en Kigali en abril, en el momento del genocidio; y 3) tránsfugas del Frente Patriótico Ruandés refugiados en Europa y Estados Unidos.
Considerado por el juez como testigo principal, el más locuaz de esos tránsfugas es el mayor Abdul Ruzibiza, al que ya habíamos encontrado en Kampala (Uganda) en junio de 2003. Presentado a la Dirección General del Servicio Exterior (DGSE, servicio de información francés) por los servicios de seguridad de Uganda, fue llevado a París, dio su testimonio al juez Bruguière y luego recibió asilo político en Noruega, donde sigue residiendo.
Sus superiores jerárquicos en el ejército ruandés, entre quienes se cuenta el general James Kabarebe, aseguran que Ruzibiza, un auxiliar de enfermería formado en el puesto de trabajo, se encontraba en abril de 1994 en Byumba, en el norte del país, y que dado su rango jerárquico, queda excluida la posibilidad de que haya participado jamás en una reunión del Estado Mayor del FPR.
Pero sobre todo, Ruzibiza no teme contradecirse: aun cuando había asegurado inicialmente haber formado parte del “network commando”, autor del atentado, hoy afirma que no era más que un técnico infiltrado, encargado de efectuar patrullajes de reconocimiento en la colina de Masaka, desde donde se efectuó el disparo contra el avión (5).
Reconoce no haber estado más de una hora con el juez de instrucción francés. Otro testigo, Emmanuel Ruzigana, se excusó. Después de la publicación de la decisión judicial, le escribió al magistrado para precisar: “Usted me atribuye falsamente la pertenencia a ese network commando, un grupo cuya existencia yo había negado”.
Sin embargo, las exposiciones de estos dos testigos clave fueron las que le permitieron al magistrado concluir que un comando del FPR, entre los cuales había dos tiradores, abandonó la sede del Parlamento ruandés donde estaba acantonado un destacamiento de 600 hombres del FPR, y tomó posición en la colina de Masaka para vigilar la llegada del avión presidencial y luego, una vez terminado el operativo, volvió a su base en taxi. No sin haber dejado en el lugar del crimen dos lanzadores que luego permitieron identificar los misiles utilizados, dos Sam-16 de origen ruso, que habrían sido puestos a disposición del FPR por su aliado ugandés.
Si el juez francés se hubiera desplazado en comisión rogatoria al terreno de los hechos, habría descubierto que la colina de Masaka se encuentra en una prolongación de la pista del aeropuerto y del campo militar de Kanombe, y que en esa época era un feudo de la guardia presidencial de Habyarimana, compuesta por los más duros del régimen. Hubiera encontrado en el lugar testigos que le hubieran señalado que en el momento de los hechos, en los pocos kilómetros que separan el Parlamento del lugar desde donde presuntamente partió el disparo, se habían erigido no menos de siete barreras, en las cuales esta guardia presidencial, en alerta máxima, controlaba severamente las identidades de las personas que transitaban y el paso de vehículos.
¿Cómo los tutsis, físicamente muy reconocibles, habrían podido abandonar primero sin dificultades el recinto del Parlamento ruandés, custodiado por los Cascos Azules de la Misión de Naciones Unidas para la Asistencia a Ruanda (Minuar), y luego franquear todos los puestos de control custodiados por sus peores enemigos?
Suponiendo que hubieran llegado vivos a Masaka, habrían tenido que disimularse entre el orfanato Sainte Agathe -que alojaba a los protegidos de la esposa del presidente y era defendido por la Guardia Presidencial- y el lugar denominado “la Ferme” (la chacra), un dominio que también pertenecía al jefe de Estado y al cual sólo tenían acceso la guardia presidencial y los militares franceses. Las dos vías de acceso a Masaka (la ruta Kigali-Kibungo y un camino adyacente), erizados de retenes de control, se extienden a lo largo de dos pantanos imposibles de atravesar en automóvil.
El origen presunto de los misiles es otro tema polémico. El juez, que viajó en comisión rogatoria a Moscú, asegura haber podido identificar un lote de 40 misiles fabricados en la ex-URSS y entregados a Uganda. El presidente ugandés Yoweri Museveni los habría cedido enseguida al FPR.
El informe de identificación y las fotos de esos lanzamisiles están tomados de documentos elaborados por la Misión de Información del Parlamento francés. La dificultad consiste en que después de haber hecho pericias de esas fotos y constatado que los misiles se encontraban todavía en los lanzadores y, por lo tanto, no habían sido disparados, la Misión concluyó que hubo una probable manipulación.
Además, estas conclusiones no tienen en cuenta informaciones que fueron comunicadas al tribunal de Arusha durante el proceso del coronel Théneste Bagosora, considerado como el “cerebro del genocidio”.
Documentos producidos en esa ocasión demuestran que desde 1992, el ejército gubernamental ruandés, temiendo un ataque aéreo proveniente de Uganda, trataba desesperadamente de adquirir misiles tierra-aire y había contactado a varios proveedores.
Una oferta detallada, producida en Arusha y que provenía del Ministerio de Defensa de Egipto, ofrecía un lote de 100 misiles y de 20 lanzadores, provenientes de la ex-URSS y de Bulgaria. Aunque siempre se dijo que las fuerzas gubernamentales no poseían misiles y no habían aprendido a usarlos, desde entonces quedó establecido que trataron por todos los medios de procurárselos.
Por otra parte, en una conferencia de prensa celebrada el 31 de noviembre de 2006, el portavoz del TPIR, Everard O’Donnell, parece asestar una áspera desmentida a la decisión del juez Bruguière. Recordando todos los juicios ya realizados por el TPIR, señala que en cada oportunidad los jueces concluyeron en la realidad de “una conspiración planificada y sistemáticamente organizada con el propósito de cometer un genocidio”. Los asesinatos y luego las matanzas, que en algunos lugares habían comenzado antes del 6 de abril, no pueden ser considerados como “una reacción espontánea” por la muerte del presidente Habyarimana.
El portavoz del TPIR recuerda también que la colina de Masaka y el lugar del derribamiento del avión estaban en ese momento controlados por la guardia presidencial, y que ésta le impidió a todo el mundo, incluyendo a los Cascos Azules belgas, acceder a los restos del avión. El portavoz señala también que una vez hallados los lanzadores de misiles, fueron confiados al Ministerio de Defensa del gobierno interino, bajo la autoridad del coronel Bagosora, que los envió a Gisenyi, en la frontera congolesa.
De estos diversos testimonios puede concluirse que si el FPR podía efectivamente haber tenido misiles en su poder, las fuerzas gubernamentales también podrían haberlos adquirido. Y que, aunque se había establecido que no disponían de tiradores de elite en sus filas, habrían podido recibir la ayuda técnica de expertos extranjeros. Este es, precisamente, el testimonio que, desde hace doce años, repite el belga Paul Henrion.
Ex militar, reciclado en realizador de obras públicas, este hombre que vivió más de treinta años en Ruanda, mantuvo su entrada al ámbito presidencial y recuerda que pasando por Masaka, el 6 de abril por la mañana, notó que había militares que habían tomado posiciones, dotados de un cañón anti carros de asalto.
Al volver a pasar por el lugar a la tarde, observó que esos hombres seguían allí, observando el cielo. Notó entonces un detalle que ya lo había sorprendido a la mañana: esos hombres, con uniforme de la guardia presidencial, llevaban sin embargo su gorra de una manera no habitual, inclinada hacia la derecha, como suelen hacerlo las fuerzas francesas, mientras los belgas y los ruandeses la inclinan hacia la izquierda. Desde ese momento, se plantea la pregunta de si algunos extranjeros se habrían disimulado entre las filas de la guardia presidencial (6).
Al leer la decisión del juez Bruguière, también impacta constatar que este texto, fruto de ocho años de trabajo, tiene numerosos errores, menores tal vez, pero que indican una cierta ligereza en su elaboración: la sigla de la Radio Televisión de las Mil Colinas, que alentaba a matar, no está escrita correctamente; y los milicianos hutus interahamwe se convierten en “interahawe”, mientras que la mayoría de los acusados, altos dignatarios del régimen ruandés, son presentados como de “nacionalidad desconocida”.
¿Por qué el juez Bruguière eligió publicar en noviembre de 2006 una investigación cerrada desde hacía dos años, ya ampliamente mediatizada, violando el secreto de la instrucción, y no la modificó teniendo en cuenta las nuevas informaciones provenientes de Arusha? ¿Por qué el magistrado, que se prepara para dejar la carrera judicial, y que está considerando presentarse en las próximas elecciones legislativas francesas del 10 y 17 de junio de 2007 en las listas de la Unión por un Movimiento Popular (UMP), habría decidido cerrar todas sus actuaciones, entre las cuales está la investigación ruandesa?
Denuncias admisibles
Es forzoso constatar que esa piedra en el agua, cuyas consecuencias parecen haber consternado al Quai d’Orsay, fue saludada con entusiasmo en los medios militares franceses.
En efecto, están en curso varios procesos engorrosos. Desde hace dos años, están radicadas en el Tribunal Militar denuncias presentadas por seis víctimas del genocidio, en contra de militares franceses que participaron en la Operación Turquesa. Cuatro de esas denuncias fueron juzgadas admisibles.
Uno de los denunciantes, el ex seminarista Bernard Kayumwa, que estuvo refugiado en la colina de Bisesero, le reprocha a los franceses haber descubierto, el 27 de junio de 1994, a su grupo de tutsis sobreviviente y prometido enviar ayuda. En realidad, “después de su partida, la población convergió hacia nosotros con machetes, y los gritos y las explosiones debían oírse hasta Kibuye. Muy debilitados, perdimos más gente todavía . Cuando los franceses volvieron el 30 de junio, nos quitaron nuestras armas tradicionales y nos llevaron hacia Kibuye. Pero a los Interahamwe los dejaron dirigirse hacia el bosque con sus armas.”.
Aun cuando París recuerda que lo judicial y lo político están separados, eso no impide que, en dos oportunidades, el Magisterio Público se haya opuesto a que el Tribunal Militar llevara la investigación sobre el terreno.
El efecto colateral de la ruptura de las relaciones diplomáticas, consecutivo a la ordenanza del juez Bruguière, es que ahora cualquier investigación será imposible en Ruanda.
El segundo procedimiento que puede inquietar a Francia se desarrolla en Ruanda, y la crisis actual sólo puede estimular el celo de la Comisión de Investigación Nacional, que obtuvo el acceso a los archivos de los ministerios ruandeses de Relaciones Exteriores y de Defensa, y que recibe declaraciones de numerosos testigos.
La síntesis de los trabajos de la comisión ruandesa debería apoyar las acusaciones ya realizadas en Kigali y esto representará un nuevo episodio de la guerra de palabras a que se han entregado en este momento Francia y Ruanda.
Más allá de las acusaciones cruzadas, el problema entre ambos países es también de orden psicológico, ya que el ejército francés no soportaría haber fracasado ante el FPR, que en julio de 1994 se apoderó del poder en Kigali sin haber consentido negociar con los aliados de París.
Y desde el punto de vista ruandés, no sólo se le reprocha a Francia el apoyo que le diera a las fuerzas genocidas en un pasado no tan lejano, sino también el hecho de que las autoridades francesas, a diferencia del primer ministro belga Guy Verhofstadt, del presidente estadounidense William Clinton, y del secretario general de la ONU Kofi Annan, no hayan hecho nunca un acto de contrición. Esto es percibido como una perseverancia en el error.
Notas:
1 Le Monde, París, 28-3-04; Pierre Péan, Noires Fureurs Blanc Menteurs, L’Esprit Frappeur, París, noviembre de 2005.
2 Gabriel Périès y David Servenay, Une guerre noire. Enquète sur les origines du genocide rwandais (1959-1994), La Decouverte, a publicarse el 25-1-07.
3 Oficialmente la Operación Turquesa decidida con el aval de la ONU en julio de 1994 tenía un objetivo humanitario. Sin embargo, la acción del ejército francés siempre fue cuestionada: en realidad habría demorado la marcha del FPR que ponía fin militarmente a las matanzas, y permitido la evacuación de los criminales.
4 Raphaël Glucksmann, David Hazan y Pierre Mezerette, Tuez les tous, Dum Dum Films y La Classe Americaine, 2004.
5 Libération, París, 28-11-06.
6 El supuesto móvil de los franceses es el siguiente: el presidente Habyarimana, bajo la presión internacional, había terminado por aceptar que se constituyera un gobierno de transición. Lo compondrían ministros surgidos del FPR. Pero este acuerdo sobre todo hubiera abierto el camino a la reforma del ejército, el 40% de cuyos efectivos, soldados pero sobre todo oficiales, provendrían del FRP. Más jóvenes, mejor formados, más combativos, rápidamente podrían suplantar a oficiales como Bagosora y otros y sobre todo su presencia habría impedido algunos tráficos realizados por el clan presidencial y sellado la partida definitiva de los colaboradores militares franceses, que habían terminado por abrazar la causa ruandesa. En Kigali, en vísperas del 6 de abril, muchos observadores presentían la “rendición” de Habyarimana y temían que sus días estuvieran contados. Es lo que explica que la responsabilidad del atentado haya sido atribuida a los extremistas Hutus, que liquidaron rápidamente a todos los Hutus moderados que hubieran podido aplicar los acuerdos.
C.B.