Autor: Noam Chomsky
Alentado por estos tiempos de invasiones y evasiones, el debate de la “guerra justa” ha resurgido entre los expertos e incluso entre los que se ocupan de crear políticas.
Pero, discusiones aparte, los hechos en el mundo real con demasiada frecuencia refuerzan la máxima de Thucydides de que “El poderoso hace lo que puede, mientras que el débil sufre lo que debe” – lo cual, además de ser indiscutiblemente injusto, constituye, en la actual fase de la civilización de la humanidad, una amenaza literal para la supervivencia de la especie.
En sus celebradas reflexiones sobre la guerra justa Michael Walzer describe la invasión de Afganistán como “un triunfo de la teoría de la guerra justa”, colocándola en el mismo plano que la “guerra justa” de Kosovo. Por desgracia, en ambos casos, como en muchos otros, sus argumentos se basan principalmente en premisas tales como “parece plenamente justificado…”, “creo que…”, o “seguramente”.
Los hechos, incluso los más obvios, se ignoran. Veamos Afganistán. En el momento en el que comenzaron los bombardeos en octubre de 2001, el Presidente Bush advertía a los afganos de que los ataques no cesarían mientras no entregaran a las personas a las que los Estados Unidos consideraba sospechosas de terrorismo.
El término “sospechosas” es importante. Ocho meses después de lo que a buen seguro debió de ser una de las cruzadas más intensas de la historia, el máximo responsable del FBI Robert S. Mueller III declaraba ante los redactores de The Washington Post: “Creemos que los cerebros de los ataques (del 11 de septiembre), la cúpula de Al-Qaeda, estuvieron en Afganistán. Los instigadores – los actores principales, llegaron juntos a Alemania y cabe que también a otros lugares”.
Lo que aún seguía siendo incierto en junio de 2002 difícilmente pudo haberse sabido con certeza en octubre del año anterior, por pocos que fueran los que cuestionaran su veracidad en el momento. Yo tampoco dudé en un principio; pero la presunción y la prueba son dos cosas bien distintas. Y, al menos, podemos asegurar que las circunstancias han puesto en entredicho que el bombardeo contra los afganos fuera un claro ejemplo de “guerra justa”.
Los argumentos de Walzer van dirigidos a grupos indeterminados – como por ejemplo, a colectivos universitarios “pacifistas”. Para ‘el, su “pacifismo” es un “pésimo argumento”, dado que, a su juicio, la violencia es legítima en algunas ocasiones. Cabe que estemos perfectamente de acuerdo (yo lo estoy) en que hay ocasiones en las que la violencia es legítima, si bien, su “creo que…” es un argumento de escasa solidez en lo que a estos dos casos concretos del mundo real se refiere. Mediante la lógica de la “guerra justa”, del contraterrorismo y demás tipos de razonamiento, Estados Unidos se exime del cumplimiento de los principios fundamentales del orden mundial en cuya formulación e implantación ha jugado el papel estelar.
Tras la II Guerra Mundial se instituyó un nuevo orden legal internacional cuyas disposiciones referentes al procedimiento en tiempos de guerra están plasmadas en la Carta de las Naciones Unidas, en la Convención de Ginebra y en los principios de Nuremberg, adoptados por la Asamblea General de la ONU. La Carta proscribe la amenaza o el uso de la fuerza, salvo que la autorice el Consejo de Seguridad, o que, en conformidad con el Artículo 51, se utilice en defensa propia ante un ataque armado, hasta que actúe el Consejo de Seguridad.
En 2004, un grupo de alto nivel de la ONU, en el que, entre otros, se hallaba el antiguo Consejero de Seguridad Nacional (estadounidense), Brent Scowcroft, concluía que “no era preciso ampliar ni restringir la ampliamente concebida cobertura del Articulo 51… En un mundo plagado de supuestas amenazas potenciales, el riesgo para el orden global y para el principio de no-intervención en el que se basa dicho orden es sencillamente excesivo, como para legalizar un principio de acción preventiva unilateral distinto del principio de acción colectiva consensuada. Permitir ese tipo de procedimiento a uno sería equivalente a permitírselo a todos”.
La Estrategia de Seguridad Nacional (estadounidense) de septiembre de 2002, ratificada en marzo en su mayoría, otorgó a los Estados Unidos el derecho de librar lo que denomina “guerra preventiva”, lo cual no significa disuadir el animo agresor del adversario, sino “tomar la delantera” para ser el primero en atacar. Esto es, simple y llanamente, el derecho de agresión.
Según la tipificación del Tribunal de Nuremberg, la guerra de agresión es “el máximo crimen internacional, y tan sólo difiere de cualquier otro crimen de guerra en que constituye en sí mismo un compendio del mal en su conjunto” — por ejemplo, todo el mal que la invasión que el binomio Estados Unidos-Reino Unido ha implantado en la torturada tierra iraquí.
El concepto de agresión lo definía claramente el juez del Tribunal Supremo de los EE.UU., Robert Jackson, quien actuara de fiscal jefe en el Tribunal de Nuremberg en representación de su país. Su definición quedaba formalmente recogida en una resolución firme de la Asamblea General: Un “agresor”, proponía Jackson al tribunal, es cualquier estado que emprenda acciones tales como “la invasión armada del territorio de otro estado, con o sin una declaración de guerra”.
Tal es el caso de la invasión de Irak. Igual de relevantes resultan las elocuentes palabras del Juez Jackson en Nuremberg: “Si la contravención de tratados es constitutiva de delito, resulta irrelevante quién la cometa, sean los Estados Unidos o Alemania, y no estamos dispuestos a crear una legislación penal que juzgue conductas delictivas para el prójimo que no estemos dispuestos a aplicarnos y acatar nosotros mismos”. En otra parte de su ponencia dice: “Jamás debemos olvidar que los principios legales sobre los cuales hoy juzgamos a los acusados serán los mismos a los que mañana recurra la historia para juzgarnos a nosotros. Ofrecer un cáliz envenenado a estos acusados equivaldría a ponerlo en nuestros propios labios”.
Para la dirigencia política el riesgo implícito en la adherencia a estos principios —y al imperio de la ley en general — es verdaderamente serio. O, lo sería, “si es que alguien se atreviera a plantar cara a un “superpoder despótico sin parangón para el que no existe la ley, y el cual pretende modelar el mundo conforme a su visión militarista del universo”, como lo expresara Reuven Pedatzur en Haaretz el pasado mayo.
Permítanme exponer dos verdades elementales. La primera es que los actos se miden sobre la base del alcance de sus posibles consecuencias; la segunda es el principio de universalidad, es decir, que hemos de aplicarnos las mismas reglas que imponemos a los demás, cuando no de forma más estricta, si cabe.
Además de ser éstas dos máximas esenciales, estos principios conforman los cimientos sobre los que se asienta la teoría de la guerra justa, o, al menos, de cualquier versión de la misma digna de ser tomada en serio.