La voz de Eduardo Galeano en un video realizado por Nerea Ganzarain
Categoría: literatura
Torturas Antiguas y Falsos Profetas
Un cuento escrito en colaboración con Gonzalo Strano, más conocido en estos lares como “El Gato”.
Esperamos lo disfruten.
Sako Kensei, nació una noche estrellada atípica para esa época del año, donde las lluvias no dejan ver el cielo. Sin embargo, en el ombligo que forma la llanura Hangjihau, en la pequeña aldea de Nanxun, aquella noche no llovió. Sus padres vieron eso como una clara señal de que Sako había sido bendecido con algún don, cómo lo había sido su abuelo, famoso en casi toda China, por sus dotes para predecir catástrofes naturales.
Sako fue criado literalmente entre algodones. Desde aldeas lejanas llegaban en cada aniversario, mensajeros con ofrendas para el joven Kensei, que sería educado por su propio padre en las artes de la agricultura y en las de la adivinación.
Cuando cumplió doce años tuvo su primer sueño visionario, pero a diferencia de su abuelo, no fue sobre una catástrofe natural, ni mucho menos. Soñó que corría por las verdes llanuras que rodean las aguas del Yangtsé, escapando no sabía bien de qué o de quién. El pueblo entero se reunió para escuchar la primera profecía de Sako. Profecía que como tantas otras a lo largo de su vida, no se cumpliría. Aquella noche las ofrendas fueron numerosas, algunas familias incluso, donaron las pocas cosas que les quedaban para subsistir. Pero fue un cilindro brillante y frío el que cautivó, entre todas las ofrendas, al joven Sako. Un hombre que decía venir de Xitang, más allá del Yangtsé, le regaló una lata de Coca-cola.
Sako la estudió detenidamente. Nunca había visto un objeto similar. La mañana siguiente se sorprendió con el brillo de su superficie producto del reflejo de las primeras luces del día. Pasó la mañana tratando de adivinar (su juego preferido) para que serviría aquel objeto. Por más que se concentró todo lo que pudo, no vino ninguna respuesta a su mente. Intentó con sus piezas de Mah Jongg. Pero las señales no llegaban. Había algo que alteraba la calma espera necesaria para despojarse del ser y alcanzar la iluminación que mostraba. No almorzó. No tenía tiempo para perder.
Tomó su preciado objeto, y salió de su morada para, luego de caminar por más de una hora, sentarse bajo su duraznero preferido. Cuidadosmenete eligió la posición correcta para acomodar su cuerpo luego de haber depositado la lata sobre la gran piedra cuadrada que tan bien conocía. Su objetivo era, como siempre, adivinar la verdad. En este caso, de donde venia, cual era el sentido, y los poderes del regalo que el misterioso hombre le había encomendado, si encomendado a su ciudado. La única certeza que tuvo fue que no había sido un regalo.
Certezas como esa pocas veces le llegarían en su corta vida. El sol pegaba de lleno en el brillante objeto, ahora transformado en mágico deseo, arrancándole destellos.
¿Qué misterioso contenido tendría? Sin duda la respuesta a eso era simple: líquido. ¿Pero qué propiedades de los dioses tendría ese elixir? Pensamientos sobre vida eterna, curación de males y venenos sofisticados invadieron su mente. ¿Por qué aquél hombre entre todos los mortales lo había elegido a él para cuidar el extraño tesoro rojo y blanco?
Y los colores… La sangre y la pureza representadas juntas, como las antiguas pinturas de su pueblo. Rojo y blanco, el dolor y la esperanza. El fuego y la nieve, como si las altas cumbres fueran un día a estallar.
Sako se durmió bajo la protectora sombra del duraznero, y volvió a soñarse corriendo, pero esta vez, perseguido por un grupo de mercenarios, como los que antaño saqueaban su aldea, en los tiempos que su abuelo era un niño. Sako corría, vestido de impecable blanco, huyendo del rojo color de los ojos invasores.
La carrera terminó con una conversión confusa en una mariposa roja que volaba por sobre los muertos y los destrozos; y desaparecía en su infructoso camino para llegar al sol.
Se despertó con el rocío de la mañana. Ya no estaba tan caluroso como la noche anterior por lo que decidió volver a su hogar. Tomó la lata, la envolvió con una tela y la acomodó en su bolsa, cuidando que ningún otro objeto la rayara o dañara de cualquier modo.
Estaba de mal humor, cosa rara en él. Sentía impaciencia y sentía la imperiosiosa necesidad de saber todo sobre la lata en ese preciso instante. Todos las enseñanzas sobre la quietud y sobre la gozosa espera parecían haber desaparecido de su mente.
Ese día fue el primero de muchos donde la gente no reconocía a Sako, siempre tan afable, tan hablador. Su humor cambiaría constantemente, se volvería irritable ante cualquier pregunta, ante cualquier distracción que lo alejara de sus pensamientos en rojo y blanco. Sólo la esperanza que en su próximo cumpleaños el extraño hombre regresara lo mantenía con fuerzas. Su mente se llenaba de preguntas para hacerle, de posibles respuestas sobre el origen, el sentido y el por qué de su adorado objeto.
La noche antes de cumplir los 14, Sako soñó con un hombre ensangrentado, con plumas y charcos agua sucia. Sin embargo, lo extraño de su visión no era aquello, sino que todo sucedía como a través de una gran cortina de pequeñas burbujas.
Durante el día, cientos de regalos fueron entregados al joven Sako. La noche se avecinaba y el hombre no aparecía. Sako comenzó a pensar que quizás nunca podría entender el misterio de la lata. Sin embargo, cuando la luna estaba en lo alto, y la aldea dormía, tres suaves golpes en la puerta de su casa le indicaron que él había llegado.
Esta vez vestía ropa occidental. Blue jeans y una camisa a cuadros. Se presentó por su nombre: “Soy McGuertz. John McGuertz. ¿Puedo pasar?”. Confundido por su apariencia lo dejó entrar. Rapidamente el extraño se mezcló entre la gente y trató de evitar las miradas inquisitorias del joven Sako. El aprendiz de adivinador no pudo prestar atención a nada más que el hombre y el portafolios que cargaba. No habían cruzado más palabras que las de presentación. Sako lo notó preocupado y nervioso.
La reunión llegaba a su fin y todavía no habían hablado. Sako tomó coraje y se acercó. Sin rodeos, bruscamente, dijo: “¿Qué es?”. McGuertz lo miró por unos segundos, se dio vuelta y caminó hasta la puerta. Antes de salir, contestó: “Juro que te lo diría, pero no puedo”. Y se fue.
Sako aceptó con hidalguía este misterioso desplante. Pero se juró que la próxima vez sería diferente. Su instinto adivinador no podía fallarle. Por temor, o quizás por sabiduría, no se atrevía a tirar de la lengueta de aluminio que pondría fin a su tormento. Ese año transcurrió calmo, Sako comenzó a notar que su obsesión alarmaba a sus padres, e incluso, a la gente de la aldea. Decidió observar su precioso tesoro en secreto, y ante los demás, ser nuevamente el chico afable de antaño.
Durante todo el año buscó entre sus amigos, los adecuados para contarles el secreto. Luego de unos meses de charlas y muchas horas de meditación compartida, seleccionó a sus dos primeros discípulos:
McGuertz salió de la casa, la noche cargada de estrellas como en cada cumpleaños, lo sorprendió extrañamente fría. Sin mirar atrás, caminó por la calle principal de la aldea rumbo al río, cuando fue sorprendido por seis jóvenes que de inmediato lo inmovilizaron. McGuertz fue nuevamente conducido, sion ofrecer resistencia, a la casa de Sako.
Dentro, Sako lo esperaba en la posición del loto. Dos hombres lo ubicaron en una silla frente a él. Pasaron casi veinte minutos hasta que Sako finalmente abrió los ojos y lentamente se incorporó. Pidió una silla y separados por unos pocos centímetros hablaron lentamente.
-Usted sabe que no quiero su libro. Es hora de la verdad.
-Y usted sabe que no puedo revelarla.
-Lo hará.
-No
-No se preocupe. Su voluntad de silencio habrá desaparecido mañana a esta misma hora.
Un dolor en la cabeza fue lo único que sintió McGuertz antes de desvanecerse.
Al despertar se encontraba desnudo y atado a una especie de camastro de madera. Unas ruedas gigantes a cada lado daban la sensación de encontrarse dentro de un enorme reloj de engranajes. Sentía agudos dolores en las piernas y los brazos. Intentó moverse, desatarse, pero fue imposible. Tenía sed.
Desde una esquina de la habotación, Sako lo observaba con un libro en las manos.
– Se habría ahorrado mucho dolor Mr McGuertz si me hubiera dicho que en su libro también estaban las respuestas que buscaba. Claro que no todas! pero convengamos que saber por fin que mi tesoro no es el único en el mundo es todo un acontesimiento. Ya no me siento especial. Creo, sin embargo, que usted se estuvo burlando de mí…. – y con un rápido movimiento, Sako giró una manivela que puso en marcha los engranajes del camastro. Los pies del extranjero fueron jalados hacia abajo, mientras sus piernas permanecían rígidas sobre el camastro. McGuertz gritó y se desmayó.
– Siempre dependió de vos. Pero elegiste el silencio. Ahora dependerá de nosotros. Cuando terminemos con vos, no podrás recordar si quiera que alguna vez tuviste voluntad propia. Empiecen.Mc Gubert no entendió que era lo que los discipulos de Sako arrastraban con tanta fuerza. Desde su posición solo podía ver una parte de lo que paorecía ser un gran barril de madera.- Empezaremos por algo clásico que tiene la belleza de la simplicidad.Casi no podía ya moverse, sin embargo, le sujetaron aún más la cabeza con dos humedas correas de cuero.En seguida lo comprendió. Una gota fría golpeó su frente. Pocos segundos después la segunda. Las gotas caían a un ritmo lento pero constante. Experimentaría, sin saber cuanto tiempo, una de las más famosas torturas chinas.
– Sako, te lo ruego. Dejame libre y te diré todo.
– Sé que lo harás, pero todo a su tiempo. Adios.
Sako se fue. Sus ayudantes apagaron las dos lámparas que alumbraban el cuarto y Mc Gubert quedó solo en la completa y fría oscuridad de la cabaña.
No tenía sentido intentar dormir, pero al menos buscó focalizar sus pensamientos en Ohio, en las horas de su infancia cuando todo parecía mucho más sencillo. No lo logró. Esa maldita gota no lo dejaba pensar.
No supo con certeza cuanto tiempo había pasado cuando Sako volvió.
– Buenos Días amigo.
– Hijo de puta, soltame.
– ¿Sabés por qué el cerezo florece?
– No aguanto más, soltame, por favor.
– Esperaba más de vos.
Lo dejo nuevamente solo. Unas horas después, finalmente la última gota cayó. Y con ella sus ojos cayeron en un breve sueño que se cortó, minutos después, cuando los discipulos de Sako entraron y lo desataron. Lo arrastraron a una letrina fuera de la cabaña.
– Cinco minutos- le dijeron
Pensó como escapar. Dos hombres lo custodiaban y otros dos cargaban nuevamente el barril. Se le ocurrió que podría correr, pero descartó la idea. Con el cansancio y el poco conocimiento que tenía del bosque que lo rodeaba sería facilmente atrapado y solo complicaría las cosas.
Mansamente dijo: -Terminé.-
Lo llevaron a la cabaña y lo ubicaron en la misma posición. Las gotas volvieron a repetirse sobre su frente.
La mañana siguiente, antes que el agua se acabara un hombre entró y detuvo la tortura. Otro entró después y se llevaron el barril. Lo llevaron a la letrina. Luego a la cabaña donde encontró una mesa, una silla, un plato de arroz y una jarra de té. Luego se acostó en el piso y se durmió.
Lo primero que vio al despertarse, fueron los pies de Sako quien sentado delante suyo lo observaba entretenido.
– ¿Comprendiste por qué florece el cerezo?
– No entiendo que decís. ¿Cuando me vas a soltar? Por favor, te lo ruego.
– ¿Por qué florece?
– No se. No tengo idea. ¿Por qué?
– Muy bien.
Se fue. Tres hombres entraron y lo arrastraron violentamente fuera de la cabaña. Ataron sus manos y lo condujeron por un pequeño sendero en medio del bosque. Uno de ellos ató sus manos a una larga soga. Siguieron caminando hasta llegar a un gran hoyo en el suelo, de un par de metros de diámetro. Pensó que era su fin. Que lo iban a ultimar tirandolo dentro de ese pozo cuyo fin no podía divisar. Sin embargo, tenían otros planes. Sintió un fuerte golpe en la nuca y se desmayó.
Al despertarse estaba, desnudo, en el fondo del pozo. La respuesta llegó a él como si siempre hubiese estado presente en su cabeza. Cuando el cerezo florece es el momento de plantar el arroz, es el inicio de la nueva estación, del nuevo estadío donde los cambios son bienvenidos.
El prisionero comenzó a gritar llamando a Sako, su voz en lo profundo del pozo sonaba lastimada. Su garganta le ardía por la sed, no recordaba la última vez que había bebido agua. Se rió de la ironía…
Por la poca luz del exterior dedujo que estaría anocheciendo. Si bien tenía la respuesta a la pregunta de Sako, no lograba comprender la esencia del asunto. ¿Estaría Sako dispuesto a aceptar la verdad como un tren que avanza imparable? McGuertz sabía que Coca Cola invadiría China. Todo se había planeado en Atlanta hacía años. Todo. Buscar un niño mesías, ofrendar la lata, incluso, pensaba que hasta la angustia en la que estaba metido la habían planificado los ideólogos de la planta.
La noche caía sobre el pozo, su prisión de tierra. Los huesos le dolían todos, si se concentraba lo suficiente, podía nombrar uno por uno los dolores que tenía. Se durmió un rato, y despertó al escuchar la voz del joven Sako que iluminado por un candil le preguntaba :
– Buenas noches, Mr. McGuertz. ¿Sabe usted por qué florecen los cerezos?
McGuertz notó nuevamente la utilización del “usted” en la pregunta. Era un símbolo de respeto ganado en base al sufrimiento. Volvía a estar en posición de dialogar.
– Sí, Sako. Lo sé.
– Muy bien, Mr. McGuertz. Muy bien- repitió un Sako sonriente- Lo escucho.
– Florecen para advertir al pueblo de los cambios que avecinan. Florecen para aceptar lo irremediable. Florecen para remover las malezas y plantar una nueva cosecha- respondió el prisionero.
Con una respetuosa inclinación de la cabeza, Sako se dio por satisfecho.
– ¡Sáquenlo!- dijo a la noche.
Inmediatamente, una especie de hamaca sostenida por dos sogas fue arrojada dentro del pozo.
Al salir, lo esperaban con un manto seco y tibio con el que rapidamente lo envolvieron. Amablemente lo condujeron a una nueva cabaña más cercana a la casa de Sako. En ella, encontró una gran tina llena de agua caliente. Una mujer de mediana edad, arrojó en ella un polvo amarillo y lo invitó a entrar: “Bueno para el cuerpo” le dijo y lo dejó solo. Se durmió unos poco segundos después, mientras sus músculos agradecían relajados.
Le habían dejado vestimentas de seda roja y una gran variedad de comidas y bebidas. Una cómoda cama lo acogió en un sueño de largas horas en las que soñó repetidas veces con su tierra natal.
La mañana lo encontró con Sako sentado en una punta de la cabaña meditando en silencio. Sin abrir los ojos ni moverse de su posición le dio sus buenos días. McGuertz le respondió amablemente. Sabía que había triunfado. Sabía que los ejecutivos de Atlanta estarían felices de la aceptación de Sako, de la sumisión al misterio que fue específicamente creado y ubicado para ganar.
Sako habló con firmeza, pero en tono conciliador.
– Quiero saber todo a cerca de Coca Cola.
– Nadie sabe “todo”… Pero yo podría contarle al menos un buena parte.
– Desayune, McGuertz. Tendremos tiempo luego. Volveré al atardecer para escucharlo.- Y diciendo esto, se inclinó brevemente ante McGuertz, para luego abandonar la cabaña.
McGuertz desayunó con frutas, jugos y pan. Luego quiso dar una pequeña caminata para estirar el cuerpo, pero la puerta de la cabaña estaba cerrada por fuera. No le extrañó.
Caminó en círculos dentro de la sala hasta que decidió que lo más prudente era volver a dormir. Sako lo despertaría y entonces él contaría lo que tantas veces en Atlanta le había hecho memorizar como “la historia para Sako”. El sol se estaba ocultando detrás de los cerezos cuando Sako entró en la cabaña, iba vestido de impecable blanco, con una especie de vincha roja que envolvía su cabeza a la altura de la frente.
– ¿Listo?
– Hablaré. Sabrás todo lo que sé. Y quizás puedas explicarme lo que aún no comprendo.
Hace 10 años que trabajo en la empresa. Entré como cualquier americano que termina la preparatoria y no sabe que hacer de su vida. Empecé como repartidor. Mi trabajo era simple. Acompañar al chofer de esos enormes camiones y descargar las cajas de botellas en cada punto de entrega. Era un trabajo simple y pesado, pero me gustaba. Gracias a él conocí gran parte de mi extenso país.
Dos años después de empezar, pasó algo que cambió mi vida para siempre.
Fui elegido junto a tres empleados más para capacitarnos en el nuevo proyecto que llevaría adelante la empresa, el proyecto se llamaba “sin fronteras”. Nos subieron a un avión, nos hicieron firmar un montón de papeles y nos enseñaron español, chino, y ruso. Durante meses estudiábamos 10 horas diarias. Luego de un año, nos depositaron un millón de dólares en nuestras cuentas, y nos dieron un sobre cerrado, lacrado, con “nuestra misión”.
El mío decía simplemente, introducir Coca-Cola en Nanxun, y en palabras rojas, figuraba un nombre Sako Kensei. Todo lo demás, se fue dando solo. Durante meses estudié las costumbres de tu pueblo, hasta que se me ocurrió, ofrendarte la lata.
Coca-cola es simplemente una gaseosa. Aunque ese simplemente, involucre mucho más de lo que podés imaginar – McGuertz lucía cansado.
Sako escuchó con suma atención el relato del extranjero. Y comprendió con dolor que él y toda su angustia por su maravilloso regalo eran parte de un experimento de mercado. Se sintió ofendido.
Mc Guertz percibió rápidamente la perturbación de Sako:
– No te preocupes. No sos el único.
Sako se mostró más decepcionado aún.
El americano sonrió. Pero ante el silencio del oriental, comenzó a reír a carcajadas.
– No lo puedo creer. ¿Pensaste que eras el único? ¿Todavía no te das cuenta? Lo que yo hice fue hecho por decenas de empleados como yo, que encontraron hombres como vos, lo suficientemente acordes a lo que la compañía buscaba. Todo el territorio de tu país está llenándose de deseo por nuestro producto. La primera etapa está terminada. Pronto pasaremos a la segunda fase y la invasión de nuestras latas no podrá ser detenida nunca más.
Sako comprendió entonces que sus visiones no mentian. Los colores rojo y blanco de fuego y nieve dominarían su tierra, y más aún, su existencia. Comprendió que su mundo tal y cómo lo concebía desaparecería para siempre. Sin mirar al extranjero, buscó entre sus prendas una llave pequeña. Se despidió con una leve inclinación de su cabeza, pero McGuertz no lo percibió, estaba literalmente descompuesto de la risa.
Sako salió a la luz de las estrellas y se perdió entre los cerezos. Caminó un bune rato hasta que en un claro del bosque se detuvo, y escudriñó la oscuridad como para comprobar que nadie lo seguía.
Entonces se arrodilló sobre las hojas secas de la noche, y escarbó la tierra hasta que sus manos tocaron el cofre. Lo sacó, y suavemente sopló sobre él para retirar el polvo que lo cubría.
Introdujo la llave en la pequeña cerradura y el cofre se abrió ante él. Tomó la lata de su interior, y con la voluntad de los que han perdido todo, la abrió y bebió de ella.
Sus mejillas se enrojecieron ante el placer del nuevo sabor. El veneno hacía su efecto, la adicción en su mente se multiplicaba como una voz incesante que pedía más.
Se tumbó en el claro a mirar las estrellas y con una sonrisa dibujada en la boca, se durmió.
Nunca más se supo de McGuertz. Tres meses pasaron de aquella noche cuando en la feria local Sako comprobó que alguien vendía latas de Coca-Cola.
Al año siguiente, en su cumpleaños, un extraño apareció en su casa para dar una ofrenda. Era un moreno de ojos claros muy alto y bien vestido, que en un perfecto dialecto le ofreció a Sako un regalo, le dijo que se llamaba “Pepsi”.
Esa misma noche, en la plaza de la aldea, la cabeza del forastero colgaría de una pica, al lado del Cerezo Mayor.
"El Valle de la Luna y otros silencios" por Alicia Jurado
Alicia Jurado nació el 22 de mayo de 1922 en Buenos Aires.
Cursó el Doctorado de Ciencias Naturales de la Universidad de Buenos Aires. Fue colaboradora de la revista Sur, de La Nación y La Prensa.
Obtuvo el Primer Premio Municipal de Novela y de Ensayo; Primer Premio Nacional de Ensayo; Premio Interamericano Alberdi-Sarmiento.
Fue parte del Directorio del Fondo Nacional de las Artes y presidenta del P.E.N. Club Internacional.
Obtuvo de la John Simon Guggenheim Foundation y Fulbright.
Presidió la Comisión de Cultura de la Asociación Argentina de la Cultura Inglesa.
Es Miembro de la Academia Argentina de Letras y de la Real Academia española.
Es autora de novelas, cuentos biografías memorias y traducciones.
Tuvo dos hijos, ama la cultura, el arte, la música , la naturaleza, el campo y su patria, la Argentina.
Viajó incansablemente y escribió innumerables cuadernos de viaje donde describe lugares, la flora, culturas y costumbres a través de la palabra, con la fuerza de la imagen visual.
Vive en Buenos Aires y está casada con Marcos Sastre.
Una reunión de mas de doscientas personas es, sin duda, poco propicia para el silencio; la que se llamó, acaso un poco extensamente, Primera Reunión Nacional para la Experiencia Piloto de Desarrollo Cultural en La Rioja, no difería otras en ese aspecto; la organizó la Subsecretaría de Cultura de la Nación y fue interesante y fructífera pero, como era de esperarse, se habló en ella sin cesar. Sin embargo, tengo que agradecerle la oportunidad de gozar de silencios admirables en tres provincias del país: San Juan, La Rioja y Catamarca.
Tal vez fui al Valle de la Luna porque me sedujo su nombre; porque este año, querámoslo o no, la luna anda dando vueltas por la imaginación de todos. Aunque tiene acceso por La Rioja, ha pasado a la jurisdicción de San Juan después de lo que habrá sido, supongo, una ardua cuestión de límites, ya que el examen a que fuimos sometidos en el puesto policial daba la impresión de un cruce de fronteras al llegar a un país extranjero y más bien hostil. El viaje había durado varias horas y lo agravaron la incomodidad del vehículo y el número excesivo de sus ocupantes. Pasando Patquía el camino se vuelve cada vez peor y el paisaje, árido siempre, acentúa su carácter desértico. La vegetación-ese monte xerófito nuestro, heroico y sin gracia, que nos cubre casi todo el país con sus arbolitos raquíticos-empieza a ralear y a ser sustituida por una especie de estremecedora belleza mineral.
Dejamos atrás el algarrobo, el más corpulento y grácil de la flora; la brea y el chañar de troncos verdes; la pelada retama, la jarilla tiesa y olorosa a resina; el quebracho blanco, como un sauce rígido que se hubiese olvidado del agua. Dejamos atrás hasta el cardón y ya casi no nos va quedando sino el viento y la arena. Un paredón de arenisca roja, profundamente surcado, tiende un espectacular telón de fondo para unos extraños cerros de formas romas y color grisáceo, que parecen gigantescos paquidermos yacentes.
La casa donde buscamos un guía, porque las huellas son inciertas y el suelo móvil y arenoso podría paralizar el automóvil, tiene algo de alucinante: es como si hubiese brotado de la tierra al conjuro de alguna brujería. Las paredes son de algarrobo y barro; de algarrobo las vigas, los horcones que sostienen el techo y el alero, el cerco de troncos que rodea el rancho; todo colocado allí tal como fuera cortado, sin trabajar, con sus formas naturales y retorcidas. El techo de ramitas de pus-pus, está cubierto de barro: el bebedero para los animales y las bateas para lavar son troncos ahuecados; las rústicas sillas que nos ofrecen, de una primitivez enternecedora, son de madera y cuero, con un arco ojival por respaldo.
Dentro del rancho, en una de las columnas naturales, está colgada a manera de decoración la tapa de una lata de dulce La Gioconda y me quedo mirándola, absorta al contemplar en aquel confín de la civilización un rostro de Leonardo.
Nos lanzamos hacia la aventura entre los grandes trozos de mica que brillan como espejuelos esparcidos en derredor. Solo entonces comienza la verdadera soledad y ese paisaje que se ha calificado como lunar, con sus montículos de color gris verdoso y su aspecto de virginidad gris trágica, de no haber sido amado por hombre alguno. La erosión del viento ha trabajado las rocas blandas hasta labrar formas sorprendentes, como las del valle Encantado en Neuquén o, en su escala mucho mayor, las de los parques nacionales de Arizona y de Utah en los Estados Unidos. Una parece un pájaro, otra una esfinge, una tercera se alza como una columna solitaria, coronada por un capitel que nada sostiene, como si fuese el último vestigio de un templo desaparecido.
No hay una gota de agua; el único cauce que hemos cruzado es un río de sal, una cinta blanca que se retuerce como una espectral serpiente maléfica, acentuando la desolación del desierto. Unas pocas matas verdes llamadas planta del huanaco, sobreviven como por milagro en aquel yermo: no se ven animales ni pájaros, pero nuestro guía asegura que por allí pasan guanacos y que los persigue el león.
Después de almorzar me aparté un poco para percibir el silencio. ¿Cómo describirlo? No se parecía a ningún otro. Era el silencio del mundo antes de que fuese creada la vida: un mundo geológico, áspero y puro, que no ha conocido aún el grito del animal herido, el aullido de terror, el bramido de la fiera en celo, pero que de alguna manera atroz los presiente. Y sin embargo es un importante yacimiento de fósiles que atestiguan la presencia pretérita de helechos y megaterios.
En contraste con este paisaje sobrecogedor estaba el de Aschá, una finca cerca de Aimogasta donde fuimos a pasar unos días cuatro rezagados de la reunión cultural, después de concluida ésta. El dueño de casa, Julián Cáceres Freyre, nos va llevando de pueblo en pueblo para que conozcamos a la gente del lugar y nos convidan con tortilla de harina cocida en las brasas y vino patero que, como su nombre lo indica, está hecho con uvas pisadas en lagares primitivos. Las tejedoras nos muestran sus mantas de colores vivos, sus matras y peleros de gruesa lana.
A mí todo me fascina: el catre de algarrobo y tientos, los morteros de piedra donde pisan el maíz para el locro, las grandes tinajas de barro que servían en otros tiempos para guardar ese vino riojano perfumado y trepador, que es una versión criolla del néctar de los dioses. Pero nada más encantador que la gente misma, con su pausado hablar apoyado en las primeras sílabas y esas maneras sobrias, recatadas y dignas del hombre de tierra adentro a quien todavía no ha contaminado la marea inmigratoria. Todas las mantas de la finca están hechas por estas mujeres hábiles y pacientes que hilan, tiñen y tejen su lana; recuerdo una bellísima , a rayas de colores violeta, naranja, blanco y negro y otra con los castaños y blancos de la lana natural, realzados de vez en cuando por unas hebras verdes.
En Aschá nos recibe la fingida primavera de los almendros en flor. Hace mucho frío pero el sol es dulce y el cielo azul; si no fuese por el zonda, que nos castigó la víspera con su azote de arena, envolviéndonos en remolinos tan densos que el automóvil debía detenerse de vez en cuando, el panorama desde la altura tendría una nitidez total. Rodean la casa mil plantas de nogal, ahora sin hojas, cuyas ramificaciones muy divergentes son un laberinto donde, al caer la noche, quedan atrapadas las estrellas. En la casa hay un fuego de troncos y una cocinera criolla que nos prepara locro y chanfaina, corderos asados, ensaladas de deliciosos berros recogidos en el arroyo y unas infusiones de yuyos de eufónicos nombres: inca-yuyo, hierbabuena, cedrón, hierba larga.
Pero es afuera, subiendo sola por la quebrada a la hora de la siesta invernal, donde hallo el segundo de mis silencios, delicadamente subrayado por cantos de pájaros y el rumor del agua que fluye entre los berros. Siento un placer inmenso al volver a la soledad y tocar las cosas misteriosas del mundo que nos hemos creado: la piedra, la corteza, la tierra, el pétalo; su aspereza o su tersura, su humedad o su tibieza. No se que afán de reconocimiento-tal vez de incorporación a mi pequeño universo tan limitado, al que quisiera ensanchar y enriquecer-me lleva a esa avidez de contacto con las cosas y el escalofrío de la piel junto al granito es tan revelador como la dulzura de una flor de durazno recién abierta, entibiada por el sol, contra mis labios. Quiero acariciarlo todo: los líquenes anaranjados que salpican las piedras, las verdes hojas del molle, el agua glacial, los troncos lisos de los nogales que repiten su blancura desnuda por la quebrada. ¿Qué estoy acariciando, me pregunto, con este amor no devuelto que derramo sobre el mundo? Y de pronto comprendo que estoy acariciando a mi patria: no la Rioja, no la Argentina, sino el campo. Tanto tiempo sin ella y la redescubro aquí, en los confines del país, siempre nueva y antigua y mía, cada vez con un rostro diferente. El de hoy tiene cardones trepados a las cuestas y balidos de ovejitas negras que bajan a beber; hace frío, pero el sol ayuda a sobrellevar la brisa y el aire es tan seco que da gusto oír correr el agua de la acequia, invisible detrás del matorral. Entre tantos rostros inolvidables de esta patria mía, dispersa por el mundo, el de Aschá quedará en mi memoria como uno de los más gratos; me lo llevo para siempre o para el tiempo en que la memoria dure.
Vueltos a La Rioja, me despedí de mis amigos y seguí viaje sola hasta Catamarca; veo salir el sol por el valle, entre las formas azules del Ancasti y el Ambato, y los lapachos floridos de la plaza, tan verde y alegre, me consuelan de aquellas leguas de monte polvoriento.
Catamarca tiene encantos insospechados: despertarse con las campanas de San Francisco y el coro de los gallos me parece maravillosos en una ciudad; no lo es menos encontrar en pleno centro dos casa antiguas construidas en esquinas sin ochava, con un poste de madera en el vértice contra el cual se cierran las puertas formando un ángulo de noventa grados. Una puede entretenerse buscando imágenes antiguas en las iglesias, aunque halle pocas, y admirar la pequeña Virgen del Valle en su alto camarín (tratando de olvidar el oropel charro y los ex-votos de plata que tapizan las paredes) y caminar por el museo en repetidas hileras de vasijas calchaquíes. También puede, desde luego, distraerse interminablemente en tiendas de tejidos regionales comprando ponchos de alpaca, puyos de llama, cubrecamas y alforjas bordadas, fajas y matras. Y puede, teniendo entre las manos la levedad de pluma de una chalina o un poncho de vicuña, maldecir la desidia de quienes no toman medidas urgentísimas para hacer cumplir las leyes de protección a este animalito delicioso, encanto de nuestra fauna andina, que corre peligro de ser extinguido porque para obtener su lana se le da muerte. La caza ya está prohibida, pero es absurdo suponer que sea posible vigilarla en vastas extensiones deshabitadas; la única medida eficaz sería prohibir cuanto antes la comercialización de la lana; en una palabra, la venta de artículos de vicuña. Tendríamos que privarnos de los tejidos más hermosos del mundo, pero creo que no es un precio demasiado alto para salvar una especie.
El tercero de mis silencios fue en Las Tres Marías, la finca del señor Gaspar Guzmán. Queda en los cerros de Las Juntas, punto de confluencia de tres ríos de montaña y allí me fui en el largo viaje matutino de un colectivo lento y atestado; llevaba una carta para el capataz con la recomendación de que me diese algo de comer, ya que en esa población no hay hostería.
La familia de don Andrés Olmos vive en un rancho de adobe y paja, bastándose a si misma como en los tiempos bíblicos: las mujeres tejen las prendas de la casa, los varones trenzan tientos. Rosa me enseña su frazada que crece en el telar rústico, naranja con dibujos verde vivo y luego me agasajan con locro, sopa y pollo, seguidos de dulce de membrillo casero. El camino ha sido pintoresco, bastante arbolado, pero los cerros están pelados casi, con pastos duros y alguna planta de churqui, piquillín o carqueja; a lo lejos parecen recubiertos de un suave terciopelo, cuyo tono está entre el castaño y el verde, opaco bajo el nublado. Pasa una bandada de catitas, otra de palomas pequeñas; varios hombre, acompañados por perros, arrean una majada de cabras. El efecto es de pureza y desolación, pero hechas a la medida humana y no casi cósmicas, como en el Valle de la Luna. El silencio es profundo pero no hostil: es la soledad del hombre cuando se halla solo, no de la soledad en donde nunca hubo hombres. Abajo corre un río y en sus orillas crecen álamos, algún frutal, grandes sauces llorones, que se empiezan a teñir de una suave bruma precursora del follaje.
Sé que allí hay inmensos pedrones que interceptan el agua y que ésta rumorea formando remansos y cascadas y peina las algas verdes que se aferran a las rocas; sé que el ruido de las acequias entre los frutales, mas manso y continuo, tiene un susurro lánguido al correr por la tierra rojiza. Pero nada de esto llega a los cerros. Allí están el viento que sacude las matas de pasto, el pájaro solitario que se destaca sobre el cielo gris, el aire enrarecido y delicioso y ese silencio exterior que tiene un eco en el silencio del alma.
Me llevo todo esto al fragor de Buenos Aires como un antídoto luminoso; lo guardaré para protegerme de tanto ruido inútil, de tanta estridencia cruel y de tanto sonido innoble que me acecharán desde la calle, las radios portátiles, la música funcional del supermercado, el televisor ajeno. Silencio sobrecogedor, silencio tierno, silencio esperanzado. Menos mal que el país todavía es grande y tenemos muchas leguas para ir a buscarlo.
Concurso de relatos sobre refugiados ambientales
Son cada vez más las organizaciones que día a día trabajan por concienciar a la población mundial de las devastadoras consecuencias de la degradación ambiental. A sabiendas que el ser humano es el primer causante de esta problemática y que se sigue alimentando desde los poderes políticos el ataque incesante a la naturaleza, desde la Fundacion CEAR cabe un atisbo de esperanza de cara a frenar las injusticias que estos procesos generan. La intención de esta organización es visibilizar las causas de una realidad injusta que sufren millones de personas desplazadas víctimas de los desastres naturales y de la falta de protección que padecen en sus países de origen y de destino.
Por Armando Quintana
La FCEAR te invita a participar en el presente concurso, como parte de su labor de sensibilización. La intención es que te documentes bien sobre la realidad de las personas refugiadas por causas medioambientales en África, te inspires y elabores un relato dirigido a menores con edades comprendidas entre los 12 y los 15 años.
Si eres una persona creativa, con espíritu solidario y con ganas de participar, puedes mandar tu relato, desde cualquier lugar donde vivas. Si el tuyo está entre los mejores, se publicará ilustrado y será difundido entre la comunidad educativa de Canarias. Tu obra pasará a convertirse en un instrumento artístico de carácter pedagógico, que contribuirá enormemente a conseguir un mundo más igualitario.
Anímate a escribir contribuyendo a una hermosa causa. Infórmate bien leyendo las bases que se encuentran publicadas en la página web de la Fundación.
Otros artículos de Armando Quintana para Listao:
Esencia de las enseñanzas de Krishnamurti
"70 Verbos" por Leo Masliah
Dormía, creo. Amanecí anhelando prosperar. Apetecía triunfar. Decidí jugar. Salí corriendo. Conduje volando. arriesgando morir. Calculé. Aposté, proyectando ganar. Logré empatar. Debí parar. Presumiendo continué. Odié perder. Sufrí, recuerdo. ¿Habría podido acertar?, especulé. Supe olvidar. Recapacité. Elegí renacer. Resolví mejorar. Ansío aprender, ¿entendés? Sigo temiendo fracasar. Pretendo ir volviendo, regresar partiendo. Intentaré llorar, chillar, patalear: podría reventar. Estuve tratando. Desearía conseguir explotar. ¿Llegaré? Detesto alardear. Quiero probar. Terminaría diciendo: llueve.
(«70 verbos» es un cuento breve de Leo Masliah, que aparece en el libro La buena noticia y otros cuentos, Ediciones de la Flor, 1996.)
Leído en Juegos de Ingenio
La danza de las mercancías
Les transcribo un artículo de Daniel Link publicado en su blog Linkillo
En 1851 fue inaugurada, en un clima de apoteosis, la primera Exposición Universal en Hyde Park. Karl Marx, quien por entonces afinaba en Londres su monumental análisis de la forma mercancía, la visitó.
Si hay que creer a los comentaristas más contemporáneos y más italianos de Marx (Agamben), es probable que en sus consideraciones sobre el fetichismo de la mercancía (la cuarta parte del capítulo primero del Capital que lleva por título “El carácter de fetiche de la mercancía y su secreto”) haya contribuido el recuerdo de la impresión experimentada en aquella ocasión.
Marx se preocupa por la transformación de los productos del
trabajo humano (las cosas) en meras apariencias fantasmagóricas de cosas (la mercancía cae y a la vez no cae bajo los sentidos).
Si las cosas se caracterizan por su valor de uso (por su capacidad para satisfacer necesidades de algún tipo), la mercancía, en cambio, “a la vez inasible e inasible”, es un bien inmaterial y abstracto, cuyo goce concreto es imposible salvo a través de la acumulación y el intercambio.
La mercancía sepulta el valor de uso de las cosas bajo el valor de cambio que le agrega y, así, el producto del trabajo humano adquiere un “carácter místico” (“se abandona a caprichos más extraños que si se pusiera a bailar”, escribe Marx).
El secreto de la mercancía, su carácter de fetiche (es decir: objeto a la vez presente y ausente, sensible e inmaterial) se encuentra no en un centro vacío, sino en la juntura entre el valor de uso y el valor de cambio, que progresivamente va aniquilando la posibilidad de goce concreto de las cosas, transformándolas en objetos mágicos sólo sujetos a la contemplación, pero no a la apropiación.
Muchos años después, Walter Benjamin definirá a las Exposiciones Universales como “lugares de peregrinación al fetiche-mercancía”. Los peregrinos concurren (para reforzar un credo) en tanto público, que sabe ya que no podrá gozar de tales apariencias de cosas, por completo alejadas de su esfera de experiencias: van a contemplar un caprichoso baile de fantasmas.
Muchos malosentendidos desencadenó una caracterización tan decimonónica (Marx no sabía que era el don y no el trueque la forma original del intercambio), cuando se intentó trasladar ese conjunto de definiciones al universo cultural (donde los bienes simbólicos no son, propiamente, cosas).
¿Habría que decir que los libros, como mercancía, sepultan el valor de uso (la lectura) y que, por lo tanto, las Ferias del Libro no son sino la apología del fetiche-mercancía? ¿Habría que decir que la Feria del Libro de Buenos Aires (“Del autor al lector”), sostiene la fetichización del libro y sobre todo, de esas ominosas nociones, el autor y el lector, transformados mágicamente en mercancías?
¿Habría que insistir en que el público que concurre a la Feria del Libro carece, por principio, de toda capacidad de uso (de lectura) de las mercancías que se exponen ante sus ojos y que éstas han perdido su potencia? ¿Nos abandonaremos a la nostalgia marxiana por el valor de uso perdido?
Mejor sería pensar la Feria del Libro (que se postula, indudablemente, como celebración y como epifanía) en el contexto de una teoría de la fiesta (es decir, del gasto improductivo, del potlatch).
Mejor sería pensar los fundamentos de un programa que se propusiera una nueva relación con las cosas, que permitiera una apropiación de la irrealidad más allá de la acumulación capitalista y más allá del retorno imposible al goce del valor de uso, que nos pusiera a bailar con los fantasmas. No hay otra redención posible sino ese programa de apropiación y de desposesión.
Doble de cuerpo
La vida de Hedy Lamarr fue como la de todas las divas de Hollywood: puro glamour. Le decían “la mujer más linda de las películas”, se casó seis veces y fue la primera actriz en aparecer desnuda en el cine. En su carrera hizo unos veinte films como productora, treinta y ocho como intérprete (junto a Jimmy Stewart, Spencer Tracy y Clark Gable), y rechazó dos papeles memorables: le dijo no a “Gaslight” de Alfred Hitchcock y al rol de Ilsa Lunde (que luego interpretó Ingrid Bergman) en la película “Casablanca”.
Hasta ahí la versión oficial. Lo que muchos no saben, es que antes de pisar Hollywood, en su Austria natal, Hedy Lamarr fue ingeniera, lesbiana por conveniencia, cleptómana, y espía para los aliados. Sus padres la habían casado con un rígido nazi llamado Fritz Mandl, que la tenía encerrada en una habitación bajo la custodia de una asistenta con quien Hedy, sin embargo, mantenía un romance clandestino. Hedy aprovechó esos cuatro años de reclusión para estudiar telecomunicaciones y sonsacarle información a los ingenieros nazis en las fiestas de su marido. Luego, en 1937, drogó a su asistenta, saltó por la ventana y huyó a Los Angeles.
Extraído del blog de Bestiaria, por obvias razones, no lo transcribo todo. De paso, pueden visitar este blog increíble y demoledor. El libro esta a la par.
John McCain contra Eduardo Galeano
No se quién será el ignorante que actualiza el Twitter del Senador John McCain, ex candidato a presidente de los Estados Unidos.
Hace un rato leo que publica un tweet diciendo: Chavez’s book – best cure for insomnia!!
El comentario, nacido del desconocimiento de la historia y la literatura latinoamericana y de la soberbia de los marketineros digitales de Mc Cain, hace referencia al libro “Las Venas abiertas de latinoamerica” de Eduardo Galeano, que Chavez le regaló a Obama.
¿Será que no conocen este ensayo escrito hace casi 40 años porque relataba claramente como fue saqueada América Latina?
Si más norteamericanos hubieran leído y comprendido las ideas de Eduardo Galeano, otra hubiera sido la historia de ese y otros países del mundo.
Los que tengan cuenta en Twitter y quieran responderle al Senador “Papa Frita” pueden hacerlo anteponiendo a su mensaje @SenJohnMcCain
Por suerte no todos son como los muchachos que escriben por Mc Cain.
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Cartas de amor
Escribir es comunicarse, es entregar el alma a un papel en blanco. Escribir una carta a un ser amado, es darte por completo al juego de la fe, del amor y de la pasión.
Escribir una carta de amor, es ante todo, un acto de valentía.
Comparto con ustedes una de las cartas más lindas de la historia argentina. La escribió María Guadalupe Cuenca, a su amado… Mariano Moreno. Ella pensaba en su marido en Londres, pero Mariano, envenenado, ya descanzaba en el fondo del mar.
(mantengo el formato original de la escritura colonial)
Bs.As., 14 de marzo de 1811.
Maria Guadalupe Moreno.