El escritor argentino, Juan Octavio Prenz, relata un viaje a la capital bosnia y exalta el espíritu de convivencia que la animó hasta 1991. Entrevista al general serbio Jovan Divjak, que defendió Sarajevo durante el sitio y así se convirtió en traidor para los serbios y en héroe para los habitantes de la ciudad.
Hace cuarenta años, en un enero de nieve, con el bagaje de mi incipiente serbo-croata, llegué por primera vez a Sarajevo. Me llevaban hasta allí, en primer lugar, la curiosidad histórica y, en particular -atraído por mis lecturas sobre el rico patrimonio sefardí- el deseo de ver con mis propios ojos algunos textos, en especial el Hagadá, el valioso códex iluminado que los judíos españoles habían traído de España en la segunda mitad del siglo XVI, sin descontar el interés que me habían producido algunos textos de Kalmi Baruh, célebre hispanista bosnio de la primera mitad del siglo pasado.
Sarajevo era entonces, a primera vista y para un argentino, una ciudad pintoresca, en el sentido exacto de este término; me bastó caminar pocos metros para salir de la parte con impronta de los Habsburgo para entrar en la Barcarsija, el viejo y deslumbrante barrio de los musulmanes, centro comercial por excelencia de la vieja Sarajevo, con su miríada de cafés y restoranes y la imponencia de sus mezquitas. Las calles eran un incansable vocerío humano, donde el caminante se cruzaba, aquí y allá, con judíos, musulmanes, serbios, croatas, skipetaris. Recuerdo haber entrado en un pequeño local de la Bascarsija, que tenía fama de servir el mejor café de Sarajevo, a medio andar entre la mezquita y la sinagoga. La frase del mozo me quedó grabada: “Aquí el café no se hierve, se fríe”.
Los tiempos habían cambiado, pero el respeto por la lengua y la cultura de cada comunidad -que venía manteniéndose durante siglos, aun en medio de ásperos conflictos políticos- no había variado.
Del más conocido de esos conflictos, quedaba entonces, en mi primera visita -como un signo de las contradicciones de la historia-, la horma de los pies de Gavrilo Princip, en el lugar desde el cual había disparado contra el príncipe Francisco Ferdinando. Había allí también un museo dedicado a la Joven Bosnia, la organización independentista bosnia, a la que había pertenecido también Ivo Andrich, más tarde Premio Nobel de Literatura.
En aquellos años y en Belgrado, alguna vez le pregunté a Andrich sobre las circunstancias de su adhesión. Se limitó a decirme que bastaba con situar aquella trágica circunstancia -el atentado contra Ferdinando- en el contexto histórico-político de entonces.
El signo de la convivencia
Sarajevo ha vivido, desde siempre, en un clima multicultural que, no sólo por imperio de las circunstancias de la convivencia, sino por una decidida vocación, se convertía en intercultural. Allí, un término como tolerancia , invocado tantas veces cuando se habla de multiculturalidad y que parece implicar un esfuerzo, cuando no un fastidio, en la comprensión del otro, tiene poco que ver con el desarrollo histórico de Sarajevo, bajo el signo, siempre, de una fuerte cultura de la convivencia. ¿Cómo no recordar que ya en la segunda mitad del siglo XIV, en los tiempos del rey Tvrko, cuando Bosnia se extendía hasta algunas de las islas más importantes del Adriático, se instauraba la idea de superar las divisiones étnicas, mediante el respeto y el reconocimiento mutuos? La multiplicidad cultural era una realidad tangible. Baste recordar que en la Bosnia medieval se utilizaban cuatro alfabetos: el griego, el latino, el glagolítico y el cirílico, sin conflictos relevantes.
Tal vez porque una cultura sólo es tal cuando entra en relación con otra, o porque en una convivencia democrática, contrariamente a cuanto pueda pensarse, los seres humanos no somos todos iguales (sólo bajo las dictaduras lo somos), las distintas comunidades de Sarajevo han convivido en el respeto y en el acercamiento mutuos.
Pocos rastros ha dejado en la historia de esta ciudad algún planteo exasperado del tema de la identidad; la idea de pureza de una cultura o de pureza de la lengua le han sido extrañas.
En el desarrollo histórico de la humanidad, es casi un dato que ningún pueblo habla su propia lengua, porque la lengua, en tiempos verificables o no, le ha sido traída o impuesta, en el peor de los casos, por algún invasor.
Semejante pretensión de una pureza cultural o lingüística es un simple prejuicio y poco tiene que ver con las vici situdes históricas de cada pueblo.
En Sarajevo se encontraba gente de los más diversos grupos étnicos y se confundían, como en una feria permanente, sus lenguas. En tiempos del dominio austrohúngaro, el emperador Francisco José se había jactado de que en su imperio se hablaran una docena de lenguas.
Prácticamente no había analfabetos entre los hebreos. Durante cuatro siglos, los judeos-españoles hablaron su propia lengua, el dzhidzho , que así la denominaban, y escribieron en rashi , con caracteres hebreos.
Documentos comunales, periódicos y obras literarias transcriptos en caracteres rashi , amén de los romances y canciones que se entonaban familiarmente o en las festividades de la comunidad, rindieron testimonio de una vigencia que se enfrentaba con el influjo del serbo-croata hablado en la región y el turco, lengua oficial hasta la ocupación de Bosnia por parte del Imperio Austro-húngaro.
El conocimiento del serbocroata y del turco, que los sefardíes fueron adquiriendo en su contacto con el exterior, estaba determinado por la necesidad de las actividades comerciales o de su presentación ante los organismos del poder turco.
A partir de entonces, aunque en pronunciada decadencia, el dzhidzho continuó, no obstante, dominando en el ámbito familiar de los sefardíes bosnios hasta la Segunda Guerra Mundial, cuyos acontecimientos precipitaron su derrumbe. La lengua serbo-croata pasó a convertirse definitivamente en el vehículo de comunicación entre los judíos españoles y desplazó al dzhidzho como idioma materno.
En tren de ilustrar la cultura de la convivencia en Sarajevo, ningún ejemplo es más elocuente que las relaciones entre judíos y musulmanes. Se impone decir que tanto Bosnia como Herzegovina no sufrieron una islamización por la fuerza. Ya a comienzos del siglo XVI, el sultán Bayazit ordenó que las puertas de Turquía se abrieran de par en par para los judíos expulsados de España. Expresó entonces que, con semejante política, Fernando e Isabel empobrecían su propio país y enriquecían el Imperio turco. Abundan los ejemplos. En un texto que asume un carácter normativo, el sultán Mehmed II, conquistador de Constantinopla, Serbia y Bosnia, se dirige a los hebreos con estas palabras: “Escuchad, vosotros hebreos, que vivís en mi Estado. Cada uno de vosotros puede venir si lo desea a Constantinopla y puede decir a sus connacionales que aquí tiene asilo”.
Ya desde los primeros tiempos, en decretos sobre la administración de los bienes de la comunidad religiosa, de las escuelas confesionales hebreas y las sinagogas, se hace mención de la autonomía de creencias y se prohíbe expresamente la islamización de los judíos.
Un símbolo de esta apertura fue la sinagoga construida en la segunda mitad del siglo XVI, convertida en cárcel durante la ocupación alemana, restaurada en 1966 y transformada en Museo de los judíos de Bosnia y Herzegovina. Se llegará, a principios del siglo XIX, al reconocimiento de nuevos derechos que colocan a las comunidades no islámicas en igualdad con estas últimas. Esta apertura del poder turco se refleja también en sus relaciones con las otras religiones -la católica y la ortodoxa, en primer lugar- cuyos fieles pudieron continuar con el usufructo de sus bienes y posesiones en sus conventos y monasterios.
En 1962, durante mi primera estadía en Belgrado, Jozè Elea zar, uno de los sobrevivientes del terror ustasha contra los judíos, me recordaba que en 1941, cuando el Estado títere de Croacia, a cuyo mando estaba Ante Pavelich (personaje que en Argentina encontraría la protección de Perón), emitió, a comienzos de la persecución, un edicto que obligaba a los judíos a identificarse con un signo en el pecho, algunos amigos suyos, musulmanes, se colocaron, en señal de solidaridad, la insigna.
Cicatrices de guerra
Desde entonces, he regresado varias veces a Sarajevo,visitas sólo interrumpidas por la guerra, para disfrutar de sus calles y mis amigos, el primero entre los cuales, Izet Sarajlic, fue el poeta bosnio más importante de los últimos cincuenta años. Izet falleció hace pocos años y esta vez estoy aquí para asistir a un encuentro en su homenaje. Heredero de la gran tradición de los poetas rusos, en primer lugar de Esenin, Sarajlic ha escrito una poesía que conjugaba los afectos personales con los ideales de la resistencia yugoslava durante la Segunda Guerra Mundial.
En Sarajevo, su popularidad ha superado los límites de los círculos literarios y es común encontrar escolares y estudia ntes que recuerdan los versos de “Cika Izet” (el tío Izet). Ha sido traducido a numerosas lenguas y su fama internacional sigue creciendo. Durante la guerra su casa fue bombardeada e Izet resultó herido.
Mientras escribo esto, observo una fotografía que me hizo llegar, por correo militar, en tiempos de guerra. Izet, que durante el conflicto soñaba con una tortilla de tres huevos, como lo dejó escrito en un poema, aparece irreconocible, delgado, envejecido. El, que durante la Segunda Guerra Mundial había perdido a un hermano, fusilado por los nazis, me escribía que hasta el verdugo alemán era un ángel comparado con los nuevos invasores. En los viejos tiempos, recordábamos como una sentencia la frase de nuestro común amigo Danilo Kis : “El nacionalismo es una enfermedad mental”.
El círculo de amigos, años y guerra mediantes, se ha ido reduciendo; pero aquellos que cuentan, entre quienes viven, aún siguen como tales. Después de algunos años encuentro al poeta Abdulah Sidran, el célebre guionista de Papá en viaje de negocios y tantos otros filmes de Emir Kusturica. Ya no está Izet; en la acera, frente al museo de la Joven Bosnia, han desaparecido las huellas de Gavrilo Princip, al que los vaivenes de la historia transformaron de héroe en terrorista.
También en el plano personal la guerra produjo laceraciones entre intelec tuales que hasta entonces compartían mesas en los cafés de la ciudad y ha conducido a muchos ajustes de cuentas. Sidran y otros intelectuales no le perdonan a Kusturica -por citar el nombre más conocido- el haber abandonado Sarajevo en momentos dramáticos.
Tal vez, el caso más emblemático de quienes compartían los ideales comunes de la cultura de la convivencia es, por las circunstancias histórico-culturales que lo implican, el del general Jovan Divjak, el hombre más conocido de Sarajevo. El general y su familia son de origen serbio. En vísperas de la guerra, Divjak era uno de los comandantes de la guarnición yugoslava de Sarajevo. Al iniciarse las hostilidades, Divjak, a pesar de su ascendencia serbia, no vaciló; defendió lo que siempre había defendido: la convivencia entre los pueblos de Bosnia, el respeto por todas las religiones y todas las culturas. Y optó por organizar la defensa de Sarajevo. Desde ese momento, se convirtió en traidor para los nacionalistas serbios y en héroe (palabra que lo incomoda) para la gente de Sarajevo.
El general ha luchado contra la separación étnica. Frente a las exasperaciones nacionalistas, Divjak escogió el ideal de la convivencia, menos proclive a las exaltaciones fáciles y más arduo en el camino de la construcción histórica. Durante la guerra, denunció no sólo los crímenes de los nacionalistas serbios, sino también los de los musulmanes, en particular, los cometidos por la tristemente célebre banda de Musan Topalovic, apodado Caco.
Al terminar la contienda, con los acuerdos de Dayton, que dividen a Bosnia y legitiman así la separación étnica -hecho que, sin duda, pesará sobre la conciencia histórica de Occidente-, Divjak se convirtió, seguramente, en un personaje incómodo y fue pasado a retiro en 1996, resolución de la cual se enteró a través de la televisión. Dos años más tarde, en carta al presidente Izetbegovic, denunció la promoción de oficiales que él consideraba inhábiles desde el punto de vista profesional y ético y renunció a su grado de general.
En busca de Jovan Divjak
Fijar una cita con Divjak puede resultar un trámite difícil, sobre todo cuando, como sucedió ese sábado, la línea telefónica se corta una y otra vez. El general tenía su despacho en una asociación que se ocupa de los huérfanos de guerra, creada por él mismo y de la cual es director ejecutivo. A la tercera caída de la línea, busqué la complicidad de los poetas Mateja Matevski y Tone Pavcek (macedonio el primero, esloveno el segundo) para que sin más trámites me acompañaran a la asociación. Al oír “Dobojska 4”, el taxista, sin que le preguntáramos nada, nos informó que Divjak estaba en su despacho; lo sabía porque ya había traído a otros pasajeros.
El general nos recibe de inmediato en un despacho austero. “Jovan Divjak, jubilado”, se presenta. Sobre una mesa o colgadas de la pared, a merced de cualquier cleptómano de turno, están sus numerosas condecoraciones. “Sucede -nos dice, cuando aludo a las distinciones-, son los chicos los que quieren que estén allí; la Legión de Honor me da una alegría particular; la he recibido de manos del mismo Chirac”.
Afuera, en el jardín, hay un bullicio de chicos y jóvenes; es día de arreglar los canteros. Le explico que vinimos para saludarlo y, de paso, pedirle que nos indique el nombre de algún guía para recorrer los lugares más significativos de la guerra. Sonríe y comprendo que la estratagema ha funcionado; Divjak nos dice que él mismo nos acompañará. Mientras tanto, nos invita con un café y se despacha como un experto sobre la literatura latinoamericana. Nos confiesa que sigue de cerca todo lo que se traduce y no esconde su admiración por García Márquez. Cuando le cuento que todas las personas que he encontrado en Sarajevo lo consideran un héroe protesta casi tímidamente. “Soy un hombre normal, defiendo principios de toda mi vida”.
Es difícil refutarlo. Los héroes, antiguos y modernos, son grandilocuentes, de exasperados entusiasmos, al borde del delirio. Es difícil que un héroe se bata por valores a primera vista escasamente atractivos o espectaculares, como la convivencia entre pueblos y grupos étnicos diferentes.
A medida que el general habla, tenemos la impresión de estar frente a una categoría que se creía perdida: la del hombre común, cotidiano, alejado de las estridencias populistas y ramplonas. Le digo que he oído a mucha gente lamentarse de que él no se ocupe de política. “Están equivocados y mucho -asegura-, mi política está en mi trabajo con los huérfanos y los desamparados”. Habla como entre amigos : “Tengo un departamento de 64 metros cuadrados; con mi jubilación y el trabajo de mi mujer redondeamos unos quinientos euros mensuales, suficientes para vivir austeramente y poder ir al cine o al teatro, asistir a conciertos, comprarme libros. Al exterior viajo cuando me invitan”.
Las vicisitudes militares, que Divjak nos explica con detalles durante nuestro recorrido, están continuamente mechadas de reflexiones sobre el destino del hombre y las grandezas y miserias humanas (cita con comodidad filósofos y escritores), y siempre hay espacio para algunas historias individuales que el general se complace en recordar.
Hacemos un alto en un paraje del monte Grdonj. A nuestros pies se extiende la ciudad. Podría tratarse de un alto apropiado para disfrutar del panorama, si no fuera que la vista queda atrapada por esos espacios blancos, aquí y allá, los improvisados cementerios que albergan a las víctimas de la guerra, sepultadas en su mayoría durante la noche, para evitar los disparos de los francotiradores apostados en las colinas circundantes. Ni siquiera durante aquellos trágicos días, nos recuerda Divjak, dejaron de celebrarse matrimonios mixtos, entre personas pertenecientes a diferentes creencias y etnias. “Esto es Sarajevo”, afirma.
Nuestro viaje se extiende por horas y concluye con una visita al famoso túnel cavado por debajo de la pista del aeropuerto, para unir el territorio libre, en manos de la resistencia, con la ciudad, urgida de energía y alimentos. El aeropuerto, controlado entonces por la ONU, estaba a merced de los francotiradores del general Mladic y del psicoanalista Radovan Karadzic, personajes ambos requeridos por el tribunal de La Haya. Del último de los nombrados, pude escuchar en tiempos normales y ya lejanos, en un encuentro de poetas, algunos versos no tan malos que, releídos posteriormente, me pareció que prefiguraban ya al personaje actual.
Al bajar a la ciudad, el general Divjak nos pregunta por nuestro hotel. “Está pasando la Bascarsija”, le respondo. Le pedimos que nos deje en el típico barrio turco. “Está bien -nos dice-, aprovecho para comprar algunas cosas para la cena; mi mujer y yo nos repartimos esta tarea”. Al llegar a la Bascarsija, nos despedimos, decenas de manos se acercan para saludarlo y, así, este personaje singular de nuestro tiempo se va de compras, como tú, como yo, sin custodia.
La noche está ya encima, Sarajevo es un enjambre de voces diferentes. Antes de volver al hotel, nos sentamos a tomar el café en la terraza de un bar donde, en una atmósfera simplemente feliz, se confunden acentos y lenguas, como en los viejos tiempos. Es entonces cuando, como escribió Ivo Andrich, “El rostro de Sarajevo, con la última luz del crepúsculo, parece remotamente sabio”.