De Spleen de París
Por CHARLES BAUDELAIRE
Traducción de Nydia Lamarque 1º edición, 1961, México, Editorial Aguilar.
Cae la tarde. Un gran apaciguamiento se produce en los pobres espíritus fatigados por la labor de la jornada, y sus pensamientos toman ahora los colores tiernos e indecisos del crepúsculo.
No obstante, desde lo alto de la montaña, a través de los transparentes vapores de la tarde, llega hasta mi balcón un gran aullido compuesto por una cantidad de gritos discordantes, que el espacio transforma en una lúgubre armonía como la de la marca creciente o la de la tempestad que se despierta.
¿Quiénes son los infortunados a los que la tarde no calma y que, como los búhos, toman la venida de la noche por la señal del aquelarre? Este siniestro ulular nos llega del negro hospicio posado en la montaña; y por la tarde, mientras fumo y contemplo el reposo del inmenso valle donde cada ventana dice: “Aquí reina la paz; aquí se gozan las dichas familiares”, puedo yo, cuando el viento sopla de ese lado, mecer mi pensamiento atónito en esa imitación de las armonías del infierno.
El crepúsculo excita a los locos. Me acuerdo de haber tenido dos amigos a quienes el crepúsculo enfermaba. Uno olvidaba entonces todas las relaciones de amistad y cortesía, y maltrataba como un salvaje a cualquiera que se le acercara. Yo lo vi arrojar a la cabeza de un maître d’ hôtel un pollo excelente, en el que creía encontrar no sé qué insultante jeroglífico. La tarde, precursora de las voluptuosidades profundas, le estropeaba las cosas más suculentas.
El otro, un ambicioso fracasado, volvíase, a medida que la luz menguaba, más agrio, más sombrío, más incómodo. Indulgente y sociable aun durante el día, era implacable al atardecer, pues su manía crepuscular se manifestaba rabiosamente no sólo a expensas de los demás, sino también a expensas de sí mismo.
El primero murió loco, incapaz de reconocer a su mujer y a su hijo; el segundo lleva dentro de sí la inquietud de un malestar perpetuo y, aunque se viera gratificado con todos los honores que pueden conferir las repúblicas y los príncipes, creo que el crepúsculo seguiría encendiendo en él la quemante codicia de imaginarias distinciones. La noche, que insuflaba sus tinieblas dentro de aquel espíritu, ilumina el mío, y aunque no sea raro ver que la misma causa engendra dos efectos contrarios, esto me intriga siempre y despierta en mí algo como una alarma.
¡Oh, noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Ustedes son para mí la señal de una fiesta íntima, Ustedes son la liberación de la angustia! ¡En la soledad de las llanuras, en los laberintos pétreos de una capital, centelleo de estrellas, explosión de reverberos, son los fuegos artificiales de la diosa Libertad!
¡Crepúsculo, qué dulce y tierno eres! Las rosadas lumbres que perduran en el horizonte como la agonía del día bajo la opresión victoriosa de su noche, las luces de los candelabros que manchan con un rojo opaco las postreras glorias del poniente, las pesadas colgaduras que una mano invisible corre desde las profundidades del oriente, imitan todos los complicados sentimientos que se disputan el alma del hombre en las horas solemnes de la vida.
También se las podría comparar con esos extraños trajes de bailarina, en los que una gasa transparente y sombría deja entrever los amortiguados esplendores de una falda rutilante, como bajo el negro presente se trasluce el delicioso pasado; y las vacilantes estrellas de oro y plata que la realzan, representan los fuegos de la fantasía que sólo arden bien bajo el profundo luto de la Noche.