Una nota de Torcuato Di Tella en la Revista Debate. Para debatir.
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Un socialismo para el siglo XXI
Sobre la base de un repaso de la historia del socialismo trasandino, con la trágica experiencia de Salvador Allende, el autor plantea la importancia de las elecciones presidenciales del próximo domingo en Chile para la evolución del modelo del socialismo democrático en la región.
Por Torcuato Di Tella
La próxima elección presidencial en Chile es esencial, por dos razones. Una es que se sabrá si continúa el actual gobierno de la Concertación, que es una alianza entre socialistas, democristianos y radicales. La otra es que robustecerá la experiencia política y la evolución ideológica del socialismo trasandino, uno de los más aggiornados del continente, y posible modelo para muchos otros, empezando por el uruguayo del Frente Amplio y el brasileño del Partido de los Trabajadores de Lula, y siguiendo por nada imposibles revisiones de orientación desde la Venezuela de Hugo Chávez hasta una Bolivia gobernada por Evo Morales.
A estos dos últimos hay que darles tiempo para que eso ocurra, aunque no necesariamente tanto como el que le llevó a la izquierda chilena recuperarse de sus fantasías ideológicas de los años setenta.
Lo que ocurre es que en esa época todavía podía tener algún influjo el modelo cubano, y formarse algunas esperanzas sobre liberalización en la Unión Soviética y en Europa Oriental, o aún en una China supuestamente más “popular” que la burocrática Rusia.
Al socialismo chileno le costó mucho entender lo que pasaba en esas partes del mundo, pero al final lo logró, y se dio cuenta de que de ninguna manera podía tomar como fuentes de inspiración esas experiencias.
Su situación fue particularmente central, porque a diferencia de otros movimientos populares había llegado por las urnas al gobierno, y desperdició esa gran ocasión de hacer reformas sociales, las cuales habrían necesitado, claro está, de algunos aliados moderados, puesto que Salvador Allende ganó con sólo un 37 por ciento de los votos, apenas un par de puntos por encima del candidato de la derecha, Jorge Alessandri.
Se ilusionaron con una “vía chilena al socialismo”, despreciando la alternativa socialdemócrata, basada, tam¬bién ella, en una larga experiencia de los movimientos populares europeos, y una revisión de los resultados de varios episodios revolucionarios, como la fracasada intentona alemana de 1918, por no hablar de la cercanía a lo que pasaba del otro lado del río Elba.
En eso gozaban de una mejor perspectiva que la que podían tener los latinoamericanos, para quienes todo eso era algo lejano y fácilmente mitificable.
Aunque parezca paradójico, la actitud básica de la intelectualidad socialista chilena de hoy (excepto el pequeño grupo filo comunista o afiliado al PC) es más congruente con las teorías de su clásico mentor Karl Marx que lo que se daba en los entusiasmos de 1970, más orien-tados hacia el leninismo o el fidelismo que hacia las doctrinas del pensador alemán. Esto es porque la base de la teoría marxista es la adaptación a las fuerzas reales del capitalismo, para usar los elementos que se generan en su propio seno para cambiarlo.
Este es el meollo de la teoría, y lo que la diferencia de las varias salidas utópicas, empezando por la de Lenin y siguiendo por las de Fidel Castro o el Che Guevara.
Llamo a éstas utópicas, no porque no puedan tener éxito en llegar al gobierno y realizar profundos cambios, sino porque esos cambios resultan bien diferentes de lo que se proponían. Pero eso solo no sería grave, porque es parte de la condición humana, y más aún de la política, el no poder realizar lo que uno desea, ante los obstáculos que interpone la realidad.
Lo grave es que los sistemas que se crearon con esas teorías “utópicas” han resultado opuestos a sus valores iniciales, y violadores de los más elementales derechos humanos, a pesar de contar con algunos logros. Aparte de que las primeras víctimas del monstruo creado fueron muchos de los militantes que lucharon por crearlo.
Para los chilenos todo esto no era simple teoría, era el resultado de un análisis frío, aunque no por ello desa-pasionado, de sus propios errores. Porque hubiera sido demasiado fácil negarse a admitir errores, y simplemente dar la culpa de lo ocurrido a los militares y a la derecha.
Estos tienen por supuesto muchas culpas, pero la acción política no consiste en repartir culpas, sino en obtener resultados positivos. Una de las etapas de estas reconsideraciones quedó documentada en una importante publicación, en dos tomos, de 1991, basada en reuniones, artículos y debates realizados durante muchos años, Socialismo: diez años de renovación, Ediciones del Ornitorrin¬co, compilada por Ricardo Núñez, que vale la pena revisar (se la consigue en Buenos Aires).
Pero volvamos al concepto de “adaptarse a la realidad”, al que me referí antes, y al que considero el gran aporte que, dentro de la izquierda, hizo Marx. “Adaptarse” es por cierto un concepto peligroso, pero la realidad es la que es peligrosa, no la teoría, y hay que saber operar dentro de ella.
Es bien sabido que el Manifiesto Comunista, leído en alguna de sus partes, puede parecer un Manifiesto Capitalista, por las loas hechas a ese sistema de producción.
Las críticas eran y son obvias, pero el aporte de Marx fue que, en vez de simplemente condenar a ese sistema, había que usar las fuerzas que él mismo generaba, para voltearlo.
Algo así como las técnicas de lucha oriental, que buscan derribar al adversario con su propio envión.
La verdad es que si uno tiene valores socialistas o algo que se le parezca, la fuerza del adversario no puede menos que aparecer como realmente impresionante.
Es como para pensar que no es posible voltearlo.
Donde se lo ha derribado -con buenos o malos resultados- es donde ese sistema capitalista era débil, o sea en países de la Periferia, empezando por Rusia, China, y varios otros, en general bastante más subdesarrollados que los del Cono Sur o incluso, hoy día, Brasil o México (aunque éstos tienen, por su heterogeneidad geográfica interna, una bomba que bien podría explotar). Más claramente explosivos son Bolivia, Perú o Ecuador, y varios en América Central y el Caribe, pero nosotros no estamos en ese grupo.
El ejemplo más cercano (aunque todavía algo lejano para nuestra condición) es el de la socialdemocracia, que no es simplemente una opción ideológica más, como tantas otras, sino el resultado de la experiencia de muy numerosas cohortes de diversos orígenes (laboristas pragmáticas a la inglesa, socialdemócratas en el sentido estricto de la palabra a la alemana, o comunistas a la italiana).
A esas cohortes se han sumado varias otras en América latina, aunque con apoyos sociales algo diversos, como el Aprismo peruano (que está resurgiendo de su crisis) o Liberación Nacional de Costa Rica, e incluyendo algunas en terapia intensiva, si es que salen del hospital, como Acción Democrática en Venezuela o el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia.
A esta lista, entre los que están vivitos y coleando, se podría agregar el peronismo, pero por ahora no quiero insistir en ese tema, aunque es obvio que está en lista de espera.
Pero volvamos otra vez al tema de usar al capitalismo para subvertirlo. Marx, desde ya, se equivocó en cuanto a la fuerza de ese capitalismo. Aunque él era capaz de hacer discursos de barricada, o de asamblea de militantes, de hecho no creía que la solución era estimular el entusiasmo revolucionario.
Ese entusiasmo vendría solo, por la simple acumulación de contradicciones, miseria y desastres generados por las crisis capitalistas, incluida alguna guerra. Pero ahí se equivocó, en cuanto a su evaluación de la magnitud de esas crisis.
Porque, por grandes que ellas hayan sido, en general no fueron suficientes para derrocar al sistema, salvo, como vimos antes, en los países en que él era muy débil. Si no se lo puede derribar, entonces, hay que convivir con él, e incluso no entorpecer su funcionamiento.
Porque la lucha popular, aunque incapaz de derribar al sistema, puede entorpecer su funcionamiento, y eso no es bueno, salvo que estemos en la recta final hacia la revolución, que por lo visto no está en la orden del día. Así, entonces, el socialismo está condenado simplemente a “administrar el capitalismo”, por lo menos dentro de nuestro previsible panorama histórico.
Dicho sea de paso, ésa es la conclusión a que han llegado los chinos, que, desde ya, se han pasado de la línea, pero ése es otro tema. El problema, entre nosotros, es a qué tipo de capitalismo hay que “administrar”. Hay varios tipos, principalmente, hoy día, por un lado el más globalizado, entusiasmado con el ALCA; y por el otro el más autonomista, que busca integración en áreas regionales culturalmente congruentes, como el Mercosur. Chile, por su sistema productivo, siendo como es un gran exportador de minerales, maderas y pesca, o sea el equivalente andino de la Argentina de los ganados y las mieses, está en el grupo globalizado, abierto a los vientos del comercio internacional, con pocas salvaguardas locales.
Con el tiempo se va a dar cuenta de que con eso no basta, pero en ese entonces, que todavía está lejos, habrá que ver qué se hace.
Los Tigres Asiáticos están del lado de la mayor intervención estatista, uso de subsidios, y de protección arancelaria, todo lo cual no impide sino que más bien estimula la vinculación al mundo, mediante un intercambio controlado para el cual crea antes una base local sólida.
Estados Unidos y Europa, a pesar de su fraseología librecambista, para uso externo, de hecho también están en la orientación dirigista, gústeles o no a sus teóricos y a quienes leen los suplementos económicos de gran parte de nuestra prensa, aunque prediquen lo contrario en los foros mundiales.
Y, ante la presión de su propia población, lo más probable es que se encaminen cada vez más en el sentido intervencionista, como única manera de salir de la trampa económica en que están, sobre todo Estados Unidos, con sus incontrolables déficits comerciales y fiscales. Uno de estos días el FMI los va a agarrar, pero en ese caso el que se va a caer es el FMI y todas las teorías mal llamadas “ortodoxas”.
Dentro de este panorama, un gobierno de la Concertación, con predominio socialista sumado a democristianos progresistas (como los italianos de Romano Prodi) tiene que optar por operar dentro del sistema existente, reformarlo desde adentro, y eventualmente hacerlo cambiar de modelo, o sea pasar del aperturista al intervencionista, lo que sería deseable, entre otros motivos porque le ayuda a integrarse a la región.
Pero esto no es fácil, y de hecho no va a ocurrir en el corto plazo, porque lo importante es administrar bien la máquina, y evitar que descarrile en el cambio de vía. A la larga es otra cosa, y para eso habrá que prepararse.
Mientras tanto, lo que se puede esperar de una Michelle Bachelet presidenta es que administre bien el sistema, que cobre impuestos adecuados, y que luego use esos recursos extraídos de la gallina de los huevos de oro para hacer más vivible la horrorosa sociedad que habitamos en esta parte del mundo.