Alejandro Dolina: reflexiones sobre la radio, los oyentes y los silencios

El escritor, músico y conductor radial fue anoche el protagonista de la entrevista en Radionauta. La charla, centrada en la temática radiofónica, fue rica en anécdotas e ideas conceptuales.

Guadalupe Diego. De la Redacción de Clarín.com.

gdiegotv@claringlobal.com.ar

Radionauta, el programa de Patricio Barton en Canal á, tiene un objetivo sencillo, casi modesto si se quiere: la idea es que el televidente conozca más acerca del mundo de la radio. No existen mayores pretensiones más allá de esta, casi didáctica, propuesta; que, acaso ayudada por este destino definido y limitado, suele llegar a buen puerto.

Para el televidente, la empresa posiblemente será más o menos provechosa a partir del personaje –siempre un hombre de radio, o también de radio- seleccionado para la ocasión; ya que es él y no otro quien se lleva la mayor parte de la entrega. Y lo cierto es que, en líneas generales, hay una acertada selección al respecto. Por ahí ya pasaron, entre otros, Lalo Mir y Pepe Eliaschev y, por estos días, quien anda diciendo lo suyo en la pantalla de Canal á es Alejandro Dolina, un tipo que ya pasó cómodamente la década frente al micrófono. Es más, tan cómodo la pasó que anda más cerca de la segunda que de la primera.

Interesante el entrevistado e interesante también el cuestionario. El temario repite la naturaleza jurídica de la propuesta toda y vuelve a ser algo sencillo, limitado y concreto. ¿Qué tenemos a cambio?, respuestas meditadas, con tiempo para la reflexión para quien contesta y material provechoso para quien escucha.

Entre los temas tratados en esta especie de “filosofía sobre la radio” que es la charla en Radionauta, el papel del oyente y la importancia del silencio –una idea recurrente en Radionauta- fueron anoche dos de los pasajes más ricos de la conversación. El primero de ellos sirvió para dividir aguas: una cosa es la presencia del público en el estudio (un interesante pelotón de público se da cita cada noche en El Tortoni para “ver” La venganza será terrible) y otra distinta es la intervención del oyente en el programa de radio propiamente dicho (y aquí Dolina advirtió sobre la exagerada costumbre, hoy casi convertida en norma, de hacer programas de radio casi exclusivamente a partir de lo que dicen al aire los oyentes; algo que encontró bastante desafortunado)

El otro tema, el silencio, fue, como lo ha sido por otros entrevistados, reivindicado por nuestro invitado (imaginamos que la reivindicación del silencio lo será hasta cierto límite, porque si resultara el protagonista absoluto de las noches de Continental, nos quedaríamos sin programa). En ambos ejes, por supuesto, no faltaron anécdotas y episodios para la risa.

Finalmente, también llegó la comparación ineludible: la diferencia que existe entre la radio y la televisión. Aquí Dolina se corrió del clásico “la radio es mejor porque como el que escucha no ve, lo que no ve lo imagina” y planteó, en cambio, un análisis algo más elaborado y que tuvo que ver con las cuestiones que aparecen en cada uno de los soportes (urgencias / tiempos / dinero / presiones / rating / posibilidades de ensayo / de arriesgue). “Si algo fuera bueno por la ausencia de elementos (porque no se ve, en el caso de la radio), la mejor obra artística sería aquella basada en una ausencia total de elementos; la que no existe en absoluto”, dijo. Algo que sonó, después de todo, tan absurdo como atinado: tal vez alguna que otra propuesta radial o televisiva sí mejora si desaparece.

¡Qué buen spot compañero Marx!

Umberto Eco nos propone releer el Manifiesto del Partido Comunista, publicado por Marx y Engels en 1848, desde el punto de vista de su calidad literaria, o por lo menos, de su extraordinaria estructura retórico-argumentativa.

Por Umberto Eco

No se puede sostener que algunas bellas páginas puedan solas cambiar el mundo. La obra entera de Dante no logró restituir el sacro Emperador romano a las comunas italianas. Sin embargo, el Manifiesto del Partido Comunista, publicado por Marx y Engels en 1848, y que ciertamente ha influido en los acontecimientos de dos siglos, debe ser releído desde el punto de vista de su calidad literaria, o por lo menos, de su extraordinaria estructura retórico-argumentativa.

¡Qué buen spot compañero Marx!
¡Qué buen spot compañero Marx!

En 1971 apareció el pequeño libro de un autor venezolano, Ludovico Silva, El estilo literario de Marx, publicado en Italia en 1973 por Bompiani. Creo que está ya agotado, y valdría la pena reeditarlo.

Refiriéndose a la historia de la formación literaria de Marx (pocos saben que escribió también poemas, muy malos en la opinión de los que los leyeron), Silva analizó toda la obra marxiana.

Curiosamente, dedicó sólo pocas páginas al Manifiesto, quizás porque no es una obra estrictamente personal.

Es una lástima: se trata de un texto formidable que alterna tonos apocalípticos e ironía, eslogans eficaces y explicaciones claras, y que —si realmente la sociedad capitalista quiere vengarse de los fastidios que estas no muy numerosas páginas le han causado— debería ser religiosamente analizado hoy en las escuelas para publicistas.

Reléanlo, por favor. Empieza con un formidable golpe de timbal, como la Quinta de Beethoven: “Un fantasma recorre Europa” (no olvidemos que estamos cerca ya del comienzo prerromántico de la novela gótica, y los espectros son entidades que se deben tomar en serio).

Sigue inmediatamente después una historia a vuelo de pájaro de las luchas sociales, desde la antigua Roma hasta el nacimiento y desarrollo de la burguesía, y las páginas dedicadas a las conquistas de esta nueva clase “revolucionaria” constituyen su poema fundador, todavía válido para los sostenedores del liberalismo.

Se ve (quiero decir exactamente “se ve”, en sentido casi cinematográfico) esta nueva fuerza irrefrenable que, impulsada por la necesidad de nuevas salidas para sus mercancías, cruza todo el orbe terráqueo (y a mi parecer aquí el judío y mesiánico Marx piensa en el inicio del Génesis), trastorna y transforma países lejanos porque los bajos precios de sus productos son una especie de artillería pesada con la que derrumba cualquier muralla china, hace capitular a los bárbaros más endurecidos en el odio contra el extranjero, instaura y desarrolla las ciudades como signo y fundamento de su propio poder, se multinacionaliza, se globaliza, hasta inventa una literatura ya no nacional sino mundial…

Al final de esta apología (que convence porque es sinceramente sentida) llega de improviso el viraje dramático: el nigromante se halla impotente para dominar las fuerzas subterráneas que ha evocado, el vencedor se ahoga en su propia sobreproducción y genera en su propio regazo, de sus mismas entrañas, a sus sepultureros, los proletarios.

Entra ahora en escena esta nueva fuerza que, en un primer momento dividida y confusa, se empeña con furia en la destrucción de las máquinas y se deja usar por la burguesía como masa de choque, obligada a luchar contra los enemigos de sus propios enemigos, y absorbe gradualmente la parte de los adversarios que la gran burguesía proletariza: artesanos, negociantes, campesinos propietarios.

La revuelta se vuelve lucha organizada, los obreros están en contacto recíproco por medio de otro poder que los burgueses han desarrollado para su propio provecho: las comunicaciones. Y aquí el Manifiesto cita los ferrocarriles, pero piensa también en las nuevas comunicaciones de masas (no olvidemos que Marx y Engels, en La Sagrada Familia, supieron usar la televisión de la época, es decir, la novela de folletín, como modelo del imaginario colectivo, criticando su ideología pero al mismo tiempo utilizando lenguaje y situaciones que ella había popularizado).

En este punto entran a escena los comunistas. Antes de decir de manera programática quiénes son y qué quieren, el Manifiesto (con un movimiento retórico soberbio), desde el punto de vista de la burguesía, plantea que los teme y levanta algunas aterradoras preguntas: ¿pero ustedes quieren abolir la propiedad privada?,¿quieren la comunidad de las mujeres?,¿ quieren abolir la religión, la familia, la patria?

Aquí, el juego se hace sutil, porque a todas estas preguntas el Manifiesto parece contestar de manera tranquilizadora, como para ablandar al adversario, pero luego, con un movimiento repentino, lo golpea en el plexo solar y obtiene el aplauso del público proletario… ¿Queremos abolir la propiedad privada? ¡Qué va!, las relaciones de propiedad han sido siempre objeto de transformación: ¿Acaso la revolución francesa no ha abolido la propiedad feudal a favor de la burguesa? ¿Queremos abolir la propiedad privada? Que tontería, no existe, porque es una propiedad de un diez por ciento de la población en contra del 90 por ciento. ¿Nos acusan entonces de querer abolir “su” propiedad? Si, es exactamente lo que queremos hacer. ¿La comunidad de las mujeres? ¡Pero, vamos, lo que nosotros queremos es más bien quitarles el carácter de instrumento de producción! ¿Creen realmente que queremos comunizar a las mujeres? ¡Pero si la comunidad de las mujeres la han inventado precisamente ustedes, que además de usar a sus propias esposas aprovechan a las de los obreros y como mejor pasatiempo practican el arte de seducir a las de sus iguales! ¿Destruir a la patria? ¿Cómo se puede quitar a los obreros lo que no tienen? Nosotros queremos más bien que, triunfando, los proletarios se constituyan en nación…

Dos slogans memorables

Y así sucesivamente, hasta aquella obra maestra de reticencia que es la respuesta sobre la religión. Se intuye que la respuesta es “queremos destruir esta religión” pero el texto no lo dice: antes de enfrentar un tema tan delicado, que pasa por alto, da a entender que todas las transformaciones tienen un precio, pero mejor por ahora no abrir capítulos demasiado candentes…

Sigue luego la parte más doctrinaria, el programa del movimiento, la crítica a los varios socialismos, pero en este punto el lector está ya fascinado por las páginas anteriores. Y si la parte doctrinaria resultara demasiado difícil, he aquí el golpe final, dos eslogans que cortan la respiración, fáciles de retener en la memoria, destinados (me parece) a una fortuna fabulosa: “los proletarios no tienen nada que perder (…) salvo sus propias cadenas” y “¡Proletarios de todos los países, uníos!”.

Además de la capacidad poética para inventar metáforas memorables, el Manifiesto permanece como una obra maestra de retórica política (y no solamente) que debería ser estudiada en las escuelas, junto con las Catilinarias y el discurso shakesperiano de Marco Antonio ante el cadáver de Julio César. Porque, dada la amplia cultura clásica de Marx, no hay que excluir que haya tenido presentes estos textos.

Casi el 15% de los emails infectados por algún virus

Según ha indicado el Centro de Alerta Temprana sobre Virus y Seguridad Informática (CAT), el 14,8% de los mensajes analizados en la última semana contienen algún tipo de virus.

De los 5,81 millones de emails infectados, el virus Netsky fue el más popular o más presente, ya que se encontraba en un 52,8%. Otros virus también populares durante la semana pasada fueron el Bagle, ocupando un 26% del total, el Zabi.B con el 11,3% o el Mabutu, con el 1,2%.

Dentro de la aparición de nuevos virus y variantes se encuentra el troyano Citifraud.A, escrito en HTML, contiene un enlace que parece indicar que se va a enlazar con una dirección de Citibank, la entidad bancaria.

Este enlace es falso, por lo que se trata de una nueva técnica de phishing, y se persigue la obtención del usuario y clave de los usuarios de dicha entidad.

CAIDA LIBRE

Bastaron dos físicos (una experta en mecánica teórica y aplicada y un estudiante a punto de recibirse) para desenmarañar un problema que desde hace siglos no deja dormir a los hombres y mujeres de ciencia: por qué las cosas que son delgadas y planas –como una hoja de papel, por ejemplo– se elevan primero y planean luego mientras se precipitan al suelo.



Jane Wang y Umberto Pensavento (de la Universidad de Cornell, Estados Unidos) abandonaron por un instante la teoría para calcular los movimientos de una hoja de papel .



Y se llevaron algunas sorpresas: Wang cree que la subida y caída de básicamente cualquier cosa plana (como las llamadas “hojas de otoño” que acaban aterrizando muy lejos de su árbol, incluso en los días sin viento) está gobernada por el caos.



A través de técnicas de modelado por computadora, los investigadores calcularon cómo a medida que se aproxima al suelo el aire del ambiente se las arregla para arremolinarse alrededor de los bordes de las hojas, lo que hace que ondeen y den vueltas alocadamente.



Y como el flujo cambia drásticamente alrededor de los bordes agudos del papel, la teoría aerodinámica clásica no sirve para predecir la trayectoria exacta de la caída del cuerpo.



Pero el análisis financiado por la fuerza aérea estadounidense: “La fuerza que hace el aire depende mucho del acoplamiento entre los movimientos de rotación y de traslación del objeto –explicó Wang–.



Así, el efecto del ‘papel que cae’ es casi el doble de efectivo a la hora de frenar su descenso que el conocido `efecto paracaídas’, lo cual beneficia a los árboles y otras plantas que necesitan dispersar semillas hacia una cierta distancia desde el punto de origen”.



Pese a la conspicuidad de tales evidencias, aún hay quienes por los pasillos cargan en silencio a Wang y a Pensavento.



Pero no les importa: el escocés James C. Maxwell también fue seducido por el problema del “papel que cae” y antes de darse cuenta terminó de atarle el moño a la teoría que enlazó de una vez por todas electricidad y magnetismo.

Una lección norteamericana — Por Eduardo Aliverti

Entre Bush como versión tejana de Hitler y Kerry haciendo la venia para fijar el recuerdo de sus presuntos actos de arrojo en la aventura vietnamita, lo que hay en el medio no son antagonismos ideológicos, sino diferencias de marketing imperialista.

George Bush

Ningún periodista ni analista político pueden obviar como centro de atención lo que acaba de ocurrir en el país más poderoso de la Tierra. Aun cuando su especialidad no sea la información internacional.

La victoria de Bush deja enseñanzas (o, mejor dicho, ratificaciones históricas) que son imprescindibles para comprender y juzgar el comportamiento de los pueblos.

Una mayoría mundial, podría decirse sin dudas, asiste entre perpleja y horrorizada a la consolidación de algo que está muy por encima de la imagen encarnada por el terrorista que preside los Estados Unidos.

Porque, justamente, la figura de Bush es la representación de lo que el politólogo Federico Schuster define como “la cultura autocentrada norteamericana, que pone en primer lugar la voluntad hegemónica y se antepone a cualquier dimensión que pretenda incluir al resto del mundo más que como una comparsa turística relativamente exótica; la escenografía que rodea al imperio” (Página/12 del último jueves).

La primera pregunta es si acaso había que esperar el resultado de las elecciones para corroborar esa etiología del pueblo norteamericano, siendo que el híbrido candidato demócrata no significaba nada siquiera diferente en la concepción del ombligo imperial.

Lo que triunfó electoralmente en Estados Unidos es la más repugnante de las imágenes, no la más distinta de las propuestas. No había el Bien contra el Mal sino, y gracias, el monstruo ostensible contra el águila idéntica disfrazada de modosa.

Si se lo ve desde una mirada emocional, es comprensible lo que se siente al haber ganado el mejor vocero del diablo. Pero si se lo advierte desde la frialdad analítica, también está claro que quien perdió fue sólo la copia del original y que, como empezaron a admitirlo por lo bajo los responsables de la campaña demócrata, tomaron nota tarde de que a los tibios los vomita Dios.

Entre Bush como versión tejana de Hitler y Kerry haciendo la venia para fijar el recuerdo de sus presuntos actos de arrojo en la aventura vietnamita, lo que hay en el medio no son antagonismos ideológicos, sino diferencias de marketing imperialista.

Y demasiada gente presuntamente ducha en esto del análisis político parece haber pedido de vista que no se trata de inclinar la observación hacia cómo es posible que haya perdido el más simpático.

La comparación puede parecer bizarra, pero tienta asemejar lo sucedido con este sufragio yanqui y el argentino de 1995: el voto licuadora por Menem y la opción de lo mismo pero sin corrupción.

Cuando se dice que la elección norteamericana era en realidad un referéndum sobre la gestión de Bush, se vierte una verdad a medias. La mitad correcta es que se optaba por continuar o no con la forma en que este criminal de guerra encara las batallas contra lo que se define como el enemigo conjunto de Washington (es decir, más o menos todo el mundo).

Y la mitad ocultada es, precisamente, que no había ni hay más que una cuestión de formas. Los yanquis no votaron sobre una marcha atrás u otra adelante respecto de creerse el centro del universo a costa de lo que fuere. Votaron, divididos, acerca de cuál les parece el mejor modo para seguir siéndolo. Y la ratificación histórica consiste en que la alucinación de las masas persiste en mostrarse como hecho factible, si se conjugan determinados elementos que van desde la psicología social hasta la manipulación política.

Un imperio como el norteamericano, con rasgos crecientes de decadencia en su economía, ha recibido el respaldo del voto popular para defenderse de sí mismo contra todo el resto de la humanidad que no lo entienda así. Un país que debe el equivalente a casi el 70 por ciento de lo que produce, que se sostiene financieramente gracias al apoyo asiático, que conserva el poder de la religión del dólar en paralelo a que el dólar es cada vez más un papel pintado, que importa el grueso del petróleo que consume, necesita expandirse por el orbe por vía de su infernal maquinaria bélica.

Conquistar más recursos naturales, más territorio, más regiones. Les cuesta, porque pasaron a vivir aterrorizados. Pero votan por el terrorismo contra los demás (e inclusive a favor de un estado policíaco contra sí mismos, que es quizá la única diferencia apreciable entre republicanos y demócratas porque los segundos son algo más contemplativos de las libertades civiles y los primeros, directamente, una banda de cazadores de brujas).

También en Página/12, un ex subsecretario argentino de Asuntos Latinoamericanos, Alberto Ferrari Etcheberry, manifestó dudar de que “el pueblo alemán esté del todo recuperado de sus responsabilidades por haber llevado a Hitler al poder”, y cree que “algo similar puede pasar con el estadounidense”. En cualquier caso, es de vuelta evidente que los pueblos sí se equivocan. Y gravemente.

Que la civilización avanza y retrocede en forma cíclica y que tanto los avances como los retrocesos son producto de la correlación de fuerzas entre la conciencia de las masas, el resultado de sus luchas y la capacidad de vanguardia de sus clases dirigentes.

De tal conjunción puede dar, por ejemplo en el paraje uruguayo del Río de la Plata, que el pueblo intenta recuperar utopías de solidaridad y justicia social. Y en lo que se cree el núcleo planetario, que es capaz de retroceder hasta los estadíos más salvajes.

Que no hay destino, que nada está escrito, que el hombre choca contra la misma piedra todas las veces que le parezca, que tanto puede alguna vez no haber retorno como conseguirse un escalón superior de la comprensión humana.

Los Estados Unidos terminan de mostrar uno de los rostros más espantosos del hombre, pero eso no quiere decir que algo esté definitivamente dicho. Ningún imperio de la historia fue capaz de perpetuarse, y éste no será la excepción.

 

"A una mendiga pelirroja" por C. Baudelaire

Charles Baudeliere

Blanca chica pelirroja,

cuyo traje por sus rotos

la pobreza deja ver

y la belleza,

para mí, pobre poeta,

tu joven cuerpo enfermizo,

todo de pecas cubierto,

su dulzor tiene.

Llevás más galanamente

que una reina de novela

sus coturnos de velludo,

tus zapatones.

En vez de un harapo corto,

que un vestido cortesano

en pliegues cuelgue brillante

sobre tus pies;

que en lugar de rotas medias,

para el ojo libertino

en tu pierna un puñal de oro

reluzca aún;

que nudos mal apretados

muestren, para nuestra culpas

tus bellos senos, radiantes

como los ojos;

y que para desnudarte

tus brazos se hagan rogar

y auyenten con golpes pícaros

dedos traviesos,

perlas del agua más bella

sonetos del señor Belleau

por tus galanes esclavos

dados sin tregua,

pajes al azar prendados,

¡mil señores y Ronsares,

espiarían divertiods

tu fresca alcoba!

Contarías en tus lechos

muchos más besos que lises

¡y tus leyes serviría

más de un Valois!

-Vas en cambio mendigando

algún despojo caído

al umbral de algún Véfour

de encrucijada;

vas mirando de reojo

joyas de cuarenta escudos

que, ¡perdóname!, no puedo

yo regalarte.

Vete, pues, sin otro adorno

perfumes, perlas, diamantes

que tu flaca desnudez,

¡oh mi belleza!

De Las flores del mal (1857)