Historia en Mapas: ¿Donde y cuando surgieron los más importantes personajes de Europa?

Esta serie de mapas que invitan a la reflexión sobre el desarrollo cultural y económico desde la edad media hasta la mitad del siglo XX, muestran la aparición de figuras significativas de los campos del arte, literatura, la música y la ciencia en períodos de 200 años.






(Imágenes: Charles Murrayvia) 

Visto en Dark Roasted Blend

“Cultura Mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas” Frederic Martel

¿Cómo las industrias culturales trabajan a través del tiempo y de las distintas políticas estado de cada uno de los países? ¿Cómo será (o ya está siendo) esta guerra glamorosa donde las balas son canciones y los tanques son películas?

Cultura Mainstream - Cómo nacen los fenómenos de masas - Frederic Martel
Cultura Mainstream – Cómo nacen los fenómenos de masas – Frederic Martel

A estas y otras dudas trata de responder el libro “Cultura Mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas” de Frederic Martel, quien viajo por cada uno de los países del mundo donde se planifican y ejecutan estas batallas para entender cómo se da la guerra cultural que está poniendo en juego la hegemonía de los países.

¿Como nos paramos desde Latinoamérica para enfrentar esta invasión cultural? ¿Como pensamos competir con la cantidad de contenidos que llegan de a miles, muchos de ellos de una excelente calidad, y altísima popularidad? ¿Es la solución instalar cuotas de pantalla más restrictivas? ¿Copiando los modelos exitosos de otros países? ¿Enfocando contenidos propios éxitos en la región como las telenovelas?

¿Cómo lograr la atención de un público que está acostumbrado a cierto tipo de contenidos en ciertos formatos?

Para todos los que trabajamos de forma directa directa con la industria cultural, quienes tenemos que pensar y planificar este libro de Frederic Martel nos da un acercamiento interesante para poder comenzar esa reflexión.

“Mi casa, biblioteca pública”

Esa fue la idea de Hernando Guanlao, un hombre de 60 años de Filipinas que tratando de transmitir su pasión por los libros a sus vecinos creó una biblioteca pública en su propia casa.

Esa fue la idea de Hernando Guanlao, un hombre de 60 años de Filipinas que tratando de transmitir su pasión por los libros a sus vecinos creó una biblioteca pública en su propia casa.

Biblioteca

La idea es sencilla: los lectores pueden llevarse tantos libros como quieran, durante el tiempo que quieran. Incluso de forma permanente. Como dice Guanlao: “la única regla es que no hay reglas”. Los libros no desaparecen sino que por el contrario, cada vez hay más, gracias a las donaciones que recibe diariamente.

“Me parece que los libros me hablan; eso es porque cada vez hay más” dice con una sonrisa. “Los libros me dicen que quieren ser leídos; quieren circular de mano en mano”.

Guanlao comenzó su biblioteca en el año 2000, poco después de la muerte de sus padres. Quería honrar su memoria y se le ocurrió que la mejor forma de hacerlo era promover el hábito de lectura que él había heredado.

“Ví mis viejos libros de texto y se decidí compartirlos públicamente”.

Así que puso los libros, apenas 100, en la puerta de su casa para ver si alguien quería pedir prestado alguno. Lo hicieron. Y a la hora de devolverlos, traían otros nuevos para añadir a la colección. Así nació la biblioteca.

A día de hoy Guenlao no sabe con certeza cuántos libros tiene, pero fácilmente pueden llegar a 2000 ó 3000, apilados en estantes y cajas frente a su casa; el coche hace tiempo que fue desplazado fuera del garaje y los libros invaden hasta la escalera interior.

La biblioteca está abierta 24 horas los 7 días de la semana. La única protección con la que cuenta son unas fundas de plástico, no por seguridad, sino para aislar los libros de la lluvia. No cuenta con registros ni inventarios ni procedimientos de entrega y devolución: eso solo  retrasa la interacción libro-lector. Solo se da cuenta de que un libro falta por los huecos en las estanterías.

Si quieres conocer más de esta interesante historia podés seguir leyendo en Desequilibrios

Aportando al debate sobre la presentación de Vargas Llosa en la Feria del Libro

Llega Vargas Llosa a la Argentina y su presencia en la Feria del Libro no deja de generar debate. Incrementando la polémica el escritor ya anunció que no hablará de literatura, sino de política, incitando aún más a sus más duros críticos. Sobre el tema leí una interesante reflexión de Daniel Link a que vale la pena dedicarle unos minutos.


Llega Vargas Llosa a la Argentina y su presencia en la Feria del Libro no deja de generar debate. Incrementando la polémica el escritor ya anunció que no hablará de literatura, sino de política, incitando aún más a sus más duros críticos. Sobre el tema leí una interesante reflexión de Daniel Link a que vale la pena dedicarle unos minutos.


Vargas

Ejercicio de Poder

Ya no recuerdo cuál fue la última novela de Mario Vargas Llosa que leí pero tal vez fuera La guerra del fin del mundo (1981). Antes, La tía Julia y el escribidor (1977) le había valido la censura de al menos un gobierno provincial en Argentina, porque se interpretó que los dichos puestos en boca del personaje Pedro Camacho, un guionista desquiciado, ofendían al ser nacional. Treinta y cinco años después, pareciera, el novelista sigue siendo irritante y ahora se lo acusa de haberse “ensañado de modo muy particular con nuestro país y nuestra sociedad” (cito una solicitada poco elegante y muy falaz que circuló en estos días).

El Sr. Vargas Llosa no necesita de nuestra defensa. El año pasado ganó un Premio Nobel que no le habríamos concedido no tanto por razones políticas (que, de todos modos habrían ocupado algún párrafo de nuestro dictamen) sino por el irremediable adocenamiento de su literatura que (me lo dicen personas de confianza, y por eso les creo) ha perdido toda capacidad de sorprender. Sucede siempre cuando un escritor asume dogmáticamente el lugar en que se encuentra y abandona lo más noble de la literatura y el arte: ponerse en riesgo, todo el tiempo.

Tampoco necesita la Fundación El Libro (organizadora de la Feria de referencia) de nuestras críticas, que no hemos cesado de manifestar a lo largo de su historia, sin que eso modificara un ápice las contradicciones que la arrastran lejos de la literatura y del libro, hacia las pantanosas aguas del show business y el entretenimiento de las masas que la visitan y que, mayoritariamente, buscan en ella lo mismo que en la televisión, los parques temáticos y los juegos de salón: pasar el rato, alrededor de un objeto cada vez más fetichizado (y por eso mismo más odioso), el Libro.

La carta sobre estos asuntos enviada por el Director de la Biblioteca Nacional, el Sr. Horacio González,al presidente de la Cámara del Libro, el Sr. Carlos de Santos, es muy justa y, al mismo tiempo, muy fuera de lugar (desencaminada en su destinatario, en principio, pero también en su alcance, como se verá).

Como queda claro, no comparto todos sus términos. Me parece que separar al Vargas Llosa “literato” del Vargas Llosa “político”, considerando al primero “el gran escritor que todos festejamos” y al segundo, “el militante que no ceja ni un segundo en atacar a los gobiernos populares de la región” es un error que no estamos acostumbrados a reconocer en la siempre compleja prosa del Sr. González, a quien más de una vez hemos citado como bibliografía de referencia. No festejo al Vargas Llosa literato precisamente porque sus opiniones políticas (de una medianía y una mediocridad abrumadora: Vargas Llosa no es más que un liberal) me resultan antipáticas. Toda ilusión de autonomismo, en ese punto, me parece que conduce a debates estériles.

Eso no invalida el interés de una carta que, en rigor, tiene por objeto discutir antes una política curatorial (la de la Feria) que las cualidades éticas o estéticas de un escritor en particular. Es en relación con ese objetivo que convendría meditar en las palabras del Sr. González, más o menos justas en la evaluación de la figura pública de Vargas Llosa (a nadie puede importarle demasiado ese punto), fuera de lugar como intervención política.

Una y otra vez hemos visto la misma operación: no me gusta lo que piensa Tal (la Feria del Libro, Vargas Llosa, Mirtha Legrand) y por eso prefiero que no se lo escuche, porque su pensamiento ofende nuestras convicciones, confunde a la opinión pública (siempre propensa a dejarse engañar por los poderosos) y, sobre todo, perturba la marcha de la Historia.

En este caso: no me gusta la política curatorial de la Feria del Libro (un evento privado y exitosísimo hasta la náusea) y, por lo tanto, trataré de torcerla. Más valdría, pienso, crear (sobre todo cuando se tienen las herramientas conceptuales y logísticas para hacerlo) un espacio discursivo diferencial que debatiera con la Feria del Libro. El FILBA (sobre el cual podrían formularse varias objeciones) es otra institución privada que, en algún sentido, vino a debatir una hegemonía mal o bien ganada.

Pero pareciera que, desconfiando de las propias capacidades organizativas e incluso imaginarias, se prefiere destruir el espacio que se presume amenazante (¿alguien puede creer que la Feria del Libro puede torcer los destinos políticos de la Argentina?) antes que crear uno nuevo. Lo que se pretendía una manifestación de fuerza se revela como una debilidad constitutiva.

Hay que agradecerle, pues, al Sr. González la valentía de su carta: diseña un horizonte que es necesario debatir.


La Carta Que Fausto No Escribió

Gracias a Twitter, descubrí una faceta desconocida para mi, de Cristina Perez @cris_telefe, la de poeta. La conductora de Telefé Noticias y una de las periodistas argentinas que más y mejor usa Twitter compartió en su cuenta uno de sus poemas.

El Fausto


La Carta que Fausto no escribió


Ya no temo al infierno: es el desamor 
en el que me he consumido sin fuego.
Dejo a mi sirviente Wagner lo que tengo,
lo que nunca tuve. Será mi última 
apariencia. Alguien me recordará bueno.
Esta noche he confesado a mis pares
que mis artes eran negras y mi ciencia
magia. Ellos no me juzgaron. Esta
noche sentí la amistad de la que fui 
incapaz. Yo que desafié a Dios, yo
que interrogué al Diablo en mis
delirios de inmortalidad, yo que besé
a Helena de Troya, convencido 
de que no era una sombra de mi soberbia. 
No me arrepiento, no puedo.
La formalidad de firmar con mi sangre
No era anterior a mi propia perdición.
Esta noche el reloj clausurará las treguas.
Le agradezco a mi autor por defender
la libertad de la que he gozado 
para elegir mi infierno. Ciega o inútil
es lo único que me queda. 
El infierno no me espera.
Yo llegué antes.

“A la espera de la oscuridad” por Alejandra Pizarnik

 

Ese instante que no se olvida
Tan vacío devuelto por las sombras
Tan vacío rechazado por los relojes
Ese pobre instante adoptado por mi ternura
Desnudo desnudo de sangre de alas
Sin ojos para recordar angustias de antaño
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.

Ampáralo niña ciega de alma
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Pero ese instante sudoroso de nada
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos

Oscuridad
“A la espera de la oscuridad” por Alejandra Pizarnik
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“La Renuncia”


Morir escribiendo, defecando poesía como si fuera luz, morir de luz y soledad, del ansia de restaurarlo todo: las entrañas y el mar, los domingos y los inviernos, los cementerios y las mutilaciones, la voces y los ojos, restaurar las entregas y el adiós, morir acordonando los zapatos de Lucifer para poder esgrimir el más humano de los cantos.


Morir iluminado, aun sin el plato de comida y sin el sueño, masticando luz, blasfemándola, para que a fin de cuentas la luz no sea sombra, ni dios sin un sentido, ni silencio, proclamando a la luz como la única y corrosiva garantía de verdadera sobrevivencia, la trascendente.


Morir saboteando, inventándole a la noche las luces de neón que otros no se atreven a reconocer intentando perpetuar entre nosotros a la costumbre, morir por aborrecerles, destornillándole los huesos, plastificándoles las vísceras que no entregan o que acomodan domésticamente en sus muebles de bolsillo, morir reventando los cuños y los papeles, de pura explosión, de cándida desarmonía, con la fuerza y las implosiones de tanta luz estallando desde adentro.


Morir de intriga, execrado, calumniado, acusado de ser rufián de la palabra que devela y no perdona, de la palabra que reclama auditarnos el alma y el corazón, auditarnos el nivel de afecto, ese al que no le dedican sitios ni páginas Web, el inasible, el imprescindible afecto que jamás será golondrina de los e-mails, el que jamás emigrará de un celular al otro, el que no podremos quemar en CDs, el que jamás podremos encerrar en Ipod.


Morir como el arpa que deciden abandonar en los sótanos, como los almacenes que clausuran, en la resbaladiza lengua de mis enemigos, por el desmesurado apasionamiento que pudieran esgrimir al hablar de mí contados amigos, por la inapropiada o la impropia conveniencia de las amantes que en verdad lo que me aborrecen con la misma intensidad que me inspiran los burócratas y los presidentes.


Es preferible suicidarse a continuar viviendo como un ser feliz y oscuro.


Autor: Ian Rodríguez Perez (Cuba). Director del Centro de Investigación y Promoción Literaria “Florentino Morales, Cienfuegos (provincia donde reside actualmente) es, además, estudiante de Comunicación Social, 4to año.

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Comunidades imaginadas

Artículo de Daniel Link escrito para Soy y publicado en su blog Linkillo.

El comienzo del siglo XX vio florecer en Alemania un conjunto de comunidades utópicas, la mayoría de las cuales fueron aniquiladas por las guerras. Fueron el germen de las defensas de derechos a la disidencia luego retomadas en otros contextos.

El comienzo del siglo XX vio florecer en Alemania un conjunto de comunidades utópicas, la mayoría de las cuales fueron aniquiladas por las guerras. Fueron el germen de las defensas de derechos a la disidencia luego retomadas en otros contextos.

El siglo alemán

La crisis del sujeto que caracteriza al siglo XX no es sólo un asunto de teóricos ni tampoco de artistas (no es, por cierto, un tema sólo surrealista, porque es una crisis generalizada del universalismo, correlativa de la degradación de los estados imperiales a finales del siglo XIX. La consecuencia más o menos lógica (pero en todo caso histórica) fue que las personas se lanzaran a diseñar comunidades que pudieran contener las diversas formas de vida que brotaban precisamente de la crisis de los sujetos universales, el hundimiento de los valores tradicionales (asociados con las familias dinásticas, el conocimiento nacional-comunitario, la pedagogía humanista, los dogmas religiosos) y una radical transformación del paisaje urbano (económico).
Los historiadores suelen hacer coincidir la historia del siglo XX con la historia soviética (porque el siglo estuvo obsesionado por ese extraño imperio comunista y sus potencias, consideradas el mal o el bien, según el punto de vista) o con la historia estadounidense (porque es el intervalo durante el cual Estados Unidos deja de ser un país más del Nuevo Mundo para convertirse en una fuerza planetaria que impone su cultura). Pero hay también otro siglo, que es el siglo alemán, el de los experimentos comunitarios que desembocaron en las peores utopías y en las formas más sanguinarias de represión de lo viviente. ¿Pudo haber sido de otro modo? Deberíamos ser capaces de ensayar una respuesta.

Desfamiliarización

Entre 1896 y 1933, los bosques y los lagos de la Europa septentrional estuvieron literalmente ocupados por grupos que se llamaban Wandervogel (Pájaros Migratorios). Fueron institucionalizados en 1901 por Herman Hoffmann a partir de las enseñanzas del pedagogo Gustav Wyneken, que acuñó el término “Jugendkultur” (cultura juvenil). Habría que agregar: cultura juvenil de varones. En el seno de los Wandervögel se dirime la identidad masculina y se debate la modernidad. A partir de 1933, los Wandervögel (y grupos similares) fueron integrados a las Juventudes Hitlerianas. El nazismo tomará de los Wandervögel dos emblemas tristemente célebres: la denominación de “Führer” y la venia “Heil” con el brazo en alto, que había sido el saludo acostumbrado de los jóvenes desnudos de muslos apretados que se bañaban en los ríos y los lagos entonando sus canciones.

En 1911, Ernst Jünger había pasado ya por varias escuelas cuando tomó la decisión radical de unirse, junto con su hermano Friedrich, a los Wandervögel, donde seguramente adquirió su pasión ininterrumpida por la entomología y comenzó a elaborar su teoría de la emboscadura como disidencia radical en relación con el Estado.

También en 1911, el niño bávaro Bertolt Brecht (13 años) compró una mandolina usada que cambió inmediatamente por una guitarra en la que practicaba todos los días, descuidando sus tareas escolares (para decepción de sus padres). Al año siguiente creó el septeto Amicitia, cuyo repertorio incluía canciones del movimiento Wandervogel y composiciones del propio Bertolt de estilo folk. Brecht registra en 1913 su legendario encuentro con la Juventud Libre Alemana, asociación pacifista que se convertirá en Asociación Juvenil Comunista con el correr de los años y que se oponía abiertamente a la tendencia nacional-patriótica del repertorio oficial de los Wandervögel. El septeto Amicitia terminó disolviéndose.

Había una fuerza de disolución que enfrentaba a los niños y jóvenes con sus familias (con independencia de las ideologías: Jünger y Brecht no fueron precisamente compañeros de ruta) y esa fractura de la familia (índice de un malestar comunitario) llevó a los jóvenes a adoptar estilos de vida radicales.

Naturalmente, los Wandervögel fueron fundamentalmente grupos de varones (el devenir manada o pandilla reconoce un límite de género). Pero hubo también mujeres en el movimiento: Annemarie Schwarzenbach (nacida el 23 de mayo de 1908 en Zurich), últimamente recuperada como la lesbiana andariega que fue, comenzó a escribir a partir de 1923 para la revista de ese movimiento que funcionó como una fuerza de atracción irresistible para los jóvenes germanoparlantes y en cuyo seno se impugnó el rumbo utilitarista de la modernidad (no a la pedagogía, no a la familia, no al comercio; sí a la vida comunitaria, a los espacios abiertos, al vitalismo y al desafuero sexual).

Se trata de una fuerza de la imaginación que arrastra a la época, desde Jünger, Heidegger y Rilke, por ejemplo, hasta el más rubicundo de los Wandervögel, entregado al rechazo radical de la técnica y la mercantilización de la cultura propia del capitalismo. Esas líneas de fuga pronto se encontraron con las líneas del nacionalismo teutónico (de allí al antisemitismo hubo sólo un paso: había que cruzar un abismo, pero era sólo un paso).

En el seno de los grupos Wandervögel, los niños eran entrenados (en campamentos de fines de semana y de vacaciones de verano) en la supervivencia en “estado salvaje”, llevados a redescubrir la naturaleza (los campos, los lagos, la desnudez) como forma de reconectarse con los aspectos esenciales del ser: formas preindustriales de vida y rechazo de la cultura burguesa que el hippismo sólo tuvo que resucitar años más tarde. Un participante recuerda: “Jugábamos con las llamas de un mundo incendiado, y eso calentaba nuestros corazones. Fue entre nosotros que la palabra ‘Führer’ se originó, con su significado de obediencia ciega y devoción… Y nunca voy a olvidarme de aquellos días en que pronunciábamos la palabra Gemeinschaft (comunidad), con la garganta temblorosa de excitación”.

Desnudamiento

El siglo XX comenzó con experimentos variados y mezclados de organización comunitaria. Fue también en Alemania (antes que en ningún otro lado) donde el nudismo fue formalizado como una actividad social colectiva (los jóvenes Wandervögel, queda dicho, lo practicaban). Los alemanes buscaron un remedio contra las “enfermedades del alma” del siglo XIX sacándose la ropa. Los inventores del nudismo: uno es Heinrich Pudor, autor de libros de teoría del arte, arquitectura y de “prácticas conyugales sanas” quien, con seudónimo, publicó Nackende Menschen (1894). Pudor encontraba la constumbre de vestir ropa una “inadmisible” renuncia a la naturaleza. Otro fue Richard Ungewitter, autor de Die Nackheit (1903).

Esos libros populares condujeron a la fundación de la primera colonia nudista del mundo, la “Freilichtpark”, en 1905, donde la influencia de la severa disciplina de Ungewitter instauró un inflexible régimen vegetariano, gimnasia compulsiva y abstinencia de alcohol. La progresión es obvia: muy pronto comenzaron a aparecer campos nudistas llamados “Swastika” y “Valhalla”.

Hitler, que era (además de otras cosas) un psicópata sexual, prohibió por decreto el nudismo entre 1933 y 1935, pero la prohibición se aplico sobre todo a las clases trabajadoras. Siguieron existiendo campos nudistas (depurados de miembros “no arios”), que se integraban en el Kampfring für völkische Freikörperkultur (Movimiento para la Cultura Popular del Cuerpo Libre). Heinrich Himmler se implicó personalmente en las actividades del FKK, uno de cuyos objetivos era hacer de los alemanes un pueblo más fuerte y sano.

Despenalización

Existía en el código penal prusiano un artículo (el Nº 175) que criminalizaba las prácticas homosexuales. El 15 de mayo de 1897, Magnus Hirschfeld fundó en Berlín el Wissenschaftlich-humanitäres Komitee (Comité Científico Humanitario), la primera organización de defensa de los derechos homosexulaes del mundo. En 1903 apareció la segunda organización, la Gemeinschaft der Eigener (Comunidad de los Peculiares), fundada por Adolf Brand, que veía con desagrado la tolerancia del afeminamiento propia de Hirschfeld y sus seguidores. La Gemeinschaft ponía el acento en la masculinidad y el eros pedagógico.

El grupo de Brand editaba una revista, Der Eigene. Ein Blatt für Alle und Keinen (“Un periódico para todos y ninguno”: el drama de la comunidad imposible). A partir del segundo año, la bajada cambia a Ein Blatt für männliche Kultur (“Un periódico de cultura masculina”) y la periodicidad se declara nominalmente mensual, aunque sale irregularmente y con interrupciones (Ilustran esta nota algunas fotografías de esa publicación, cuyo Nº 8 del año XI, 1909 tenía la tapa que se reproduce).

Entre 1907 y 1909 el Comité Científico Humanitario sufrió una crisis a consecuencia del escándalo Eulenburg (que reveló al gran público orgías sodomitas en el seno de las tropas imperiales). Durante el período de entreguerras, Hirschfeld llegó a convencer a los Mann, a Rilke y a Hesse (entre otros) de la justicia de su causa.

Esos jóvenes formados en el espíritu comunitario y antimoderno de los Wandervögel, que despreciaban la política como juego burgués y que miraban con hostilidad a los adultos (padres o pedagogos) como parte de un aparato de domesticación de sus energías vitales, esos disidentes de la heteronormatividad, son los que marcharon con algarabía a la Primera Guerra Mundial, llevando en sus mochilas libros de Hölderlin y Goethe y entonando sus canciones contraculturales. La guerra, podría decirse (entonces como hoy) los estaba llamando para acabar con ellos.

El hombrecito del azulejo

Para ir finalizando el año, les regalo uno de los cuentos que más me gustan “El Hombrecito del Azulejo” del gran escritor argentino Manuel Mujica Láinez.

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:

-Esta noche será la crisis.

-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.

-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.

Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.

El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.

Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.

-¡Martinito! ¡Martinito!

El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.

Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.

Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.

El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.

Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.

Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.

Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.

La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.

La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.

-Madame la Mort…

A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.

-Madame la Mort…

La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.

-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.

Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.

Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?

La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.

Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando…

La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.

Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.

Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.

La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.

-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.

Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.

-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.

Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.

Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.

Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.

El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:

-¡Ahí va algo, abarájenlo!

Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

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